En las últimas décadas hemos sido testigos de la degradación del tejido social en México. Nunca olvidaré la proliferación de los secuestros exprés a fines de la década de los noventa en la capital —cuando éramos jóvenes y a mi hermano lo secuestraron durante horas—, un preludio tenebroso a lo que se desataría después en la llamada “guerra contra el narcotráfico” a nivel nacional. Recuerdo cuando no era necesario hacer una investigación exhaustiva antes de tomar carretera en alguna parte de la república, cuando el país estaba más o menos en paz. Quienes nacieron hace veinte o treinta años quizá no tengan ese recuerdo. Para ellos México siempre ha estado inmerso en una extraña guerra civil, íntimamente ligada al narco, aunque no limitada a él. Una serie de circunstancias y decisiones políticas desafortunadas le han robado la paz a varias generaciones.
Dentro de este panorama, hay voces imprescindibles para tratar de comprender el presente y el pasado reciente, y la de Everardo González es una de las más brillantes. No conozco a un cineasta más comprometido con la sociedad en la que vive, con los desfavorecidos, con quienes nunca han sido escuchados. Desde La canción del pulque (2003) —su primer documental, producido por el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC)—, su obra ha contado las historias que se esconden entre las rendijas, aquellas imposibles de apreciar a simple vista, las que requieren de una mirada como la suya para que nos asomemos bajo la superficie, y así otorgarle a esas sombras vivas nuestra empatía.
Tristemente, el tema que más ha abordado es el de la violencia, y me parece triste porque sospecho que él no lo hubiera querido de esa forma. Sus primeras películas tocan el tema desde un lugar remoto, como Los ladrones viejos (2007), esos prestidigitadores de la vieja guardia que ni armas portaban porque evitaban los enfrentamientos violentos. La sequía en Cuates de Australia (2011) está más emparentada con la desolación de la cultura del pulque en su ópera prima y El cielo abierto, del mismo año, trata sobre un periodo bélico en El Salvador, pero a distancia, desde el punto de vista del historiador. Fue ese el momento en el que el director ya no pudo más.
A finales del sexenio de Felipe Calderón, la “guerra contra el narco” iba en crecimiento, y esa realidad —la materia prima del documentalista— lo obligó a reflejarla. De esa necesidad de registrar la tragedia vienen El Paso (2016), sobre el calvario que enfrentan los periodistas que se ven forzados a exiliarse para proteger sus vidas y las de su familia; La libertad del Diablo (2017), una radiografía psicológica de la violencia en México, cuyos testimonios se adentran en las cuevas más lúgubres de todo este teatro; y ahora Una jauría llamada Ernesto (2023), el tercer elemento de esta suerte de tríptico, que aborda el tema de una manera aún más innovadora que las máscaras color carne usadas en la anterior; en ambos casos lo primordial es el anonimato de quienes cuentan su historia, sin embargo, ahora el viaje se narra en primera persona.
Mediante un aparato diseñado por los realizadores para cumplir esta particular exigencia narrativa, la cámara se mantiene atada a un conjunto de personajes en su vida cotidiana para captar con claridad la parte trasera de sus cabezas y su entorno fuera de foco: tragos con los amigos, travesías en moto, vistas desde la azotea, el aseo de la casa, charlas y chistes, y un largo etcétera, mientras escuchamos una serie de entrevistas con quienes forman parte del inmenso engranaje del trasiego de armas en nuestro país.
Buena parte de los participantes son menores de edad. Cual piezas de rompecabezas, a través de este cúmulo de voces, dos historias se van construyendo: la del chico que tomó la decisión de empuñar un arma para matar, dando inicio a un camino sin retorno, y la de las huellas que dejó esa arma antes de llegar a sus manos. La investigación y el guion realizados por González, Daniela Rea y Óscar Balderas —los dos últimos, periodistas expertos en el tema— revelan el entramado que hace posible que un chamaco de 13 o 14 años pueda tener acceso a una pistola, cómo están involucradas las mismas fuerzas armadas que dicen combatirlo (del policía del vecindario a los generales del ejército) y lo común que se ha vuelto en ciertas comunidades que los adolescentes porten armas para usarlas.
El impacto de Una jauría llamada Ernesto en el espectador es difícil de poner en palabras. De todas las películas de Everardo González, esta es, junto con Yermo (2020), la más abstracta y también la más directa. La cola de escorpión que construyeron para grabar cada uno de los planos secuencia nos permite acompañar a los personajes en sus momentos más privados, estar con ellos de una manera más inmediata, más personal. Cada uno nos invita a su mundo, nos lleva con sus cuates, nos muestra el ambiente en el que vive y en el que mata; así somos testigos de una gran contradicción: son al mismo tiempo víctimas y victimarios.
Es el espejismo más profundamente verdadero que he visto en la pantalla. Porque, claro, esa sensación de plena objetividad, la de estar ahí sin que nadie note nuestra presencia, es falsa. La cola de escorpión es un artefacto grande y engorroso para quien lo porta, que nunca pasaría desapercibido. Aunque en cada secuencia hay una puesta en escena, con todos conscientes de la cámara, el espectador no lo siente, y si en algún momento llega a pensar en eso, de inmediato estaría de nuevo sumergido en ese contexto y el espejismo se volvería otra vez real. La sensación de estar ahí con ellos, de convertirte en espía de ese mundo, se tiene que experimentar de primera mano; ese es uno de los grandes logros de esta obra maestra.
El valor sociológico de Una jauría llamada Ernesto es solo comparable con La libertad del Diablo, aunque en otro tenor. Si en aquella nos adentramos en la mente de los diferentes actores de la guerra contra el narco, en esta nos metemos a una de ellas, ahora con lupa. El día que, como sociedad, logremos evitar que uno de esos niños tenga acceso a una pistola, esta guerra será ganada. Eso no implica nada más el trasiego, sino también las causas por las que cualquiera busca entrar en el mundo del hampa.
Esta película es, quizá, la que más duele. La libertad del Diablo duele, por supuesto. El Paso también. Sin embargo, esta va más allá. Si antes hablé del robo de la paz a varias generaciones, el robo del que habla Una jauría llamada Ernesto es el de tantas infancias vinculadas al sicariato. La idea de tenerle miedo a un niño se ancla en el fondo del horror que significa esta guerra interminable. Cuando la infancia se corrompe hasta este nivel de barbaridad, cuando lo único que desea un adolescente es lograr un puñado de momentos “gloriosos” antes de ser abatido, ya no solo en busca de dinero, sino en aras de no ser una víctima para convertirse en su opuesto, no quedan casi esperanzas.
Ante la pregunta expresa de si él, luego de este largo ejercicio, ve alguna solución, González responde:
Legalizar las drogas, sí, pero para mí la verdadera clave es que el tema de la anticorrupción deje de ser discurso, letra muerta. Cero impunidad y cero corrupción. El diagnóstico no está equivocado en este gobierno, pero implementarlo es otra cosa. No veo que esté ocurriendo.
Esta obra pone en evidencia nuestros equívocos más desgarradores como sociedad. La maestría de Everardo González y de todo su equipo hace que sea una experiencia estética memorable, desde los planos secuencia, pasando por el montaje, hasta la extraordinaria música compuesta para la película por Haxah, Konk Reyes y Andrés Sánchez. Pero esos equívocos no dejan de ser alarmantes. Valga repetirlo: la degradación del tejido social ha llegado al punto en que a los niños, en algunos sectores del país, se les teme.
A los más grandes documentalistas los impulsa una fuerza que los rebasa. Hay una vocación detrás de ellos, detrás de ellas, que no les permite hacer otra cosa. Es un llamado, como el de un médico o el de un reportero de guerra o el de algunas maestras. Es todo menos fácil. Meterse al mundo de esos niños y adolescentes, bajar al subterráneo del trasiego de armas, a los barrios más peligrosos del país, “gobernados” por bandas del crimen organizado, es toda una hazaña. Hay riesgos detrás de esa búsqueda. En un entorno así, no es descabellado imaginar un final trágico para alguno de los miembros del equipo de producción, por más cuidado que tengan al dar los pasos que los llevan ahí. Las agallas y la convicción de todos los integrantes del equipo son de aplaudirse. Es un trabajo duro. Si no lo hicieran ellos, no lo haría nadie.
“El infierno es aquí”, dice una de las voces que integran el perfil del ficticio Ernesto. “Aquí se vive, aquí se paga, aquí violan, aquí matan, aquí secuestran”. De ahí vienen. Esa es la causa y así ven la vida. Cada testimonio es una prueba de cómo les ha fallado nuestra sociedad. El cine imprescindible es el que exhibe lo que nos aqueja para, a partir de ahí, comenzar a encontrar salidas. Aunque la complejidad de los problemas que plantea esta película sea abrumadora, no debemos dejar que nos absorba. Remediarlos es una tarea insoslayable.
Imagen de portada: Fotograma de la película Una jauría llamada Ernesto, de Everardo González, 2023