28 800 patitos de hule en mis venas

Muerte / panóptico / Octubre de 2023

Agustín B. Ávila Casanueva

Del mar adentro en la sangre Que persigo Santa Sabina


El buque Ever Laurel se acercaba a la línea internacional de cambio de fecha —de su lado aún era 10 de enero de 1992— en el norte del océano Pacífico cuando la tormenta en la que se encontraba arreció. La tripulación observababa impotente cómo algunos de los contenedores que transportaban caían al mar. En total, perdieron a doce de ellos.

​ Uno de los contenedores naufragados desparramó 28 800 Friendly Floatees en las corrientes del océano Pacífico. Los Floatees son una colección de juguetes de baño para niños: castores rojos, ranas verdes, tortugas azules y, obviamente, patitos amarillos. Estos muñecos venían embalados en empaques de cartón que se degradaron rápidamente con el agua marina y, a partir de ese momento, hicieron aquello para lo que fueron diseñados: flotar. La merma para una tripulación es el tesoro de otro hombre.

Botellas de plástico en las playas de Mare aux Vacoas, Mauricio, 2018. Fotografía de Julia Joppien. UnsplashBotellas de plástico en las playas de Mare aux Vacoas, Mauricio, 2018. Fotografía de Julia Joppien. Unsplash

​ En 1992, Curtis Ebbesmeyer ya era un recolector experto de náufragos flotantes. Ebbesmeyer obtuvo su doctorado en oceanografía en la Universidad de Washington en 1973, y después de casi veinte años de estudiar y mapear las corrientes oceánicas, la fortuna —que, según Louis Pasteur, favorece a las mentes preparadas— tocó a su puerta en la forma de una nota en un periódico de Seattle en mayo de 1991. Miles de tenis Nike estaban encallando en las costas de Washington debido a un naufragio parecido al de los Floatees. En aquella ocasión cayeron por la borda cinco contenedores —aunque al analizar los números de serie de los tenis recuperados, se dieron cuenta de que solo cuatro se abrieron— con un total de 61 280 tenis vertidos en la misma zona del océano Pacífico.

​ Ebbesmeyer y sus colaboradores estaban acostumbrados a soltar objetos en puntos estratégicos en medio del mar e intentar recuperarlos en las costas algunos meses después. El primero de los grandes experimentos fue a lo largo de los últimos cuatro años de la década de 1950, cuando liberaron 33 869 botellas de vidrio en el norte del Pacífico. En la década de 1970 soltaron 21 615 cerca de la costa de Oregon, y entre 1955 y 1971 fueron un total de 148 384 botellas en los alrededores de las costas del noroeste de México y California. Las botellas son herramientas muy sencillas: están hechas de vidrio, con un tapón hermético y una nota dentro que contiene un identificador para cada botella y las instrucciones para contactar a los investigadores. Ebbesmeyer y su equipo de trabajo saben exactamente dónde y cuándo liberaron cada botella, así que, cuando reciben un mensaje sobre una que llegó a alguna costa, lo incluyen dentro del modelo de las corrientes del Pacífico que llevan décadas construyendo.

​ La liberación accidental de 61 280 tenis en un solo momento era una oportunidad que no se podía dejar pasar. Ebbesmeyer y sus colegas rápidamente se pusieron en contacto con los salvavidas y los grupos de voluntarios encargados de supervisar y limpiar las playas para que les avisaran de cualquier avistamiento de un cúmulo de tenis en las costas. Como era difícil distinguir cuáles eran parte del naufragio de los contenedores y cuáles provenían de cualquier otro origen oceánico, los investigadores decidieron anotar aquellos reportes de más de cien tenis varados en las playas al mismo tiempo. Con esta estrategia, lograron identificar 1600 unidades de los 61 280. Tal vez una tasa de recuperación de 2.6 por ciento suene desalentador, pero no está lejos de lo que lograban con las botellas, con las que obtenían reportes del 2.8 por ciento. Ebbesmeyer y su equipo vertieron los datos obtenidos del calzado en un programa de su creación llamado OSCURS —las siglas en inglés de Simulaciones de las Corrientes Superficiales Oceánicas—, que predijo que los tenis llegarían a Hawái a mediados de 1992 —un poco más de dos años después de que los tenis naufragaran—, y a Japón un par de años más tarde.

Botellas de plástico. Imagen de Freepik Botellas de plástico. Imagen de Freepik

​ Los patitos de hule comenzaron a llegar a tierra firme el 16 de noviembre de 1992, diez meses después de su naufragio. Los encontraron cerca del golfo de Alaska. Desde ese momento, y hasta agosto del siguiente año, se recuperaron cuatrocientos juguetes flotantes, algunos de ellos deslavados por el agua y el sol: patos y castores blancos, y ranas y tortugas que mantenían sus tonos verdes y azules. Esta información fue alimentada a OSCURS, que predijo que, a partir de ese momento, los juguetes que continuaban náufragos girarían en contra de las manecillas del reloj, alejándose del golfo de Alaska y, en enero de 1994, entrarían al mar de Bering, donde quedarían atrapados por el hielo estacional. Mediante ciclos de congelamiento y deshielo, arrastrados por las corrientes árticas, los patos, castores, tortugas y ranas lograron llegar a Islandia e Inglaterra entre 2000 y 2003, así como a la costa oeste de Estados Unidos, y a Francia en 2007.

​ Estudiar el plástico a la deriva en las décadas de 1980 y 1990 era algo útil y positivo para la ciencia, al igual que valioso y entretenido para la prensa. En la actualidad es también una de nuestras más grandes preocupaciones. Hemos encontrado bolsas de plástico de supermercado a más de diez mil metros de profundidad en la Fosa de las Marianas. La Gran Mancha de Basura del Pacífico, también llamado el Continente de Plástico, es una isla hecha de desechos plásticos tres veces más grande que Francia que flota en el norte del Pacífico, cerca de donde naufragaron los contenedores de los tenis y patitos.

​ Nuestra relación con el plástico nunca había sido tan íntima. Los microplásticos —partículas de menos de cinco milímetros de diámetro— han navegado hasta encontrar otras mareas y otros latidos, otro mar adentro en la sangre: se encuentran dentro de nuestras venas. Los imagino flotando junto con el resto de las células: eritrocitos rojos, glóbulos blancos, plaquetas cafés y, obviamente, minúsculos patitos amarillos recorriendo mi cuerpo. ¿Qué me pueden contar estos patitos sobre mi sangre, sobre mis corrientes y mis mareas? ¿Dónde predecimos que puedan encallar?

​ En noviembre de 2022, investigadores de la UNAM y el IPN, coordinados por Shruti Venkata y Gurusamy Kutralam del Instituto de Geología de la UNAM, publicaron un estudio sobre los microplásticos de la Ciudad de México. El equipo de investigación colocó recolectores en siete puntos distribuidos a lo largo de la ciudad —entre díez y quince metros sobre la superficie—, en regiones tanto residenciales como industriales y, durante 2020, recolectaron 215 muestras de material particulado, es decir, los sólidos suspendidos en la atmósfera.

​ Los resultados muestran que un adulto promedio respira cerca de 2.4 microplásticos al día. La que alguna vez fue la región más transparente del aire sufre una concentración mayor de microplásticos en las zonas de Tlalnepantla, La Merced y la Central de Abastos. En otro cálculo, que incluye también a los microplásticos que ingerimos con cada comida y bebida de nuestra elección, Marina Robles, titular de la Secretaría del Medio Ambiente en la Ciudad de México, declaró en noviembre de 2021 que cada habitante de la Ciudad de México ingiere en promedio el equivalente a una tarjeta del metro en microplásticos a la semana.

​ Los microplásticos que respiramos —dos de cada tres de color azul, dos de cada tres hechos de celofán y tres de cada cuatro con forma de fibra—, pasan por nuestra nariz, nuestra tráquea, entran a nuestros pulmones y encallan en los alveolos más profundos. En un reportaje realizado por Iván Ortiz y sus colaboradores para Corriente Alterna, la doctora Patricia Medina, investigadora del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, explica que esto puede generar desde una deficiencia de oxígeno hasta aumentar significativamente las probabilidades de desarrollar cáncer de pulmón.

Hong Kong, 2020. Fotografía de Rostyslav Savchyn. UnsplashHong Kong, 2020. Fotografía de Rostyslav Savchyn. Unsplash

​ Los microplásticos recorren nuestro cuerpo, avanzan con las mareas hemáticas que con cada latido genera nuestro corazón y se detienen en el hígado y en el riñón. Los microplásticos están presentes en las primeras excreciones de los recién nacidos; conquistaron sus entrañas aún antes de que vieran la primera luz. También habitan nuestro cerebro, donde suelen hacer puerto en el hipocampo, región donde se forman nuestras memorias a largo plazo, como si quisieran tapar y oscurecer el faro que nos regresa a casa y nos da identidad.

​ El plástico, además, es bastante durable: cruzará océanos de tiempo. Es momento de dejar de ser los participantes pasivos que lo monitorean y lo dejan flotar a la deriva. Hagámonos responsables. ¿Bajo qué corriente flotará, en quinientos años, el plástico que ahora tienes en la mano? ¿Navegará por el mar, por el aire o por la sangre?

Imagen de portada: Hong Kong, 2020. Fotografía de Rostyslav Savchyn. Unsplash