Hasta donde sé, en inglés no hay una palabra específica para las horas que transcurren entre la medianoche y el amanecer; en español esas horas se llaman la madrugada. Si acaso hay una palabra cuyo sonido va bien con su significado, es la madrugada. A las tres de la mañana, luego de estar dando vueltas en la cama, y los secretos de mi compadre, y que María se hubiera acostado conmigo y me rechazara, y mi sensación de pequeñez y soledad en el universo, y que con cada hora que pasaba la redención personal por nuestras fallas me pareciera cada vez más complicada e imposible, y que el olvido eterno esté al acecho con sus enormes fauces abiertas, la madrugada es la palabra que más se acerca a lo que estaba sintiendo.
Pero por fin me quedé dormido cuando ya clareaba el día, y el sueño era un vacío apacible y después desperté y, mientras tomaba mi primer café de la mañana, no encontré motivo para estar preocupado por mi amistad con César. No hay ninguna ley que diga que los amigos se lo tienen que contar todo. Lo de María estuvo medio jodido, pero no podía culparme por haberme acostado con ella si no me había contado lo que hubo entre ellos. Y si no me lo había dicho, ¿por qué tendría que haberle dicho yo que me había acostado con ella? María tenía razón. Lo que pasó entre nosotros fue un error, pero no era un error que debiera contarle a César ni algo por lo que tuviera que sentirme mal ni tenía que volverlo a hacer. Tampoco es que estuviera enamorado de esa mujer. Ya había estado enamorado. Dudo que alguien tenga la fortuna de experimentar eso dos veces.
Así que me sentí bien. Mejor que bien. De hecho, decidí que después de prepararme el desayuno —tocino frito y huevos y sentirme bien—, iría a decirle a María que no había ningún problema y que seguiríamos siendo solo amigos y compañeros de trabajo.
Los zapatistas ya no estaban cuando llegué al zócalo. Andaba tan ensimismado hablando conmigo mismo sobre lo que iba a decirle a María que ni cuenta me habría dado de no ser por la basura y los destrozos afuera del palacio municipal y los “¡VIVAN LOS ZAPATISTAS!” grafiteados en la pared.
—No estaba segura de que volverías —dijo María cuando abrió la puerta.
—Yo tampoco.
—¿Quieres pasar?
— Sí.
—¿Un café? —me preguntó mientras yo me quitaba la chamarra.
—No, pero gracias.
—De nada, siéntate.
Nos sentamos a la mesa. Encima había un frasco de esmalte de uñas. Era eso a lo que olía. Ella estaba descalza, con bolas de algodón entre los dedos de los pies, las uñas pintadas de rojo. Traía un anillo de plata en el dedo medio de uno de los pies. Hasta sus pies eran atractivos.
—¿Nuevo color de uñas?
—A veces las mujeres necesitamos consentirnos.
Asentí con la cabeza.
—Estuve pensando en lo que dijiste…
Luz salió de su cuarto.
—Mamá —le preguntó—, ¿dónde está Reyna?
—No sé, mi amor. ¿No la dejaste en mi recámara?
—No sé.
—¿Por qué no vas a ver?
Luz giró dando un brinco rumbo a la recámara de su mamá.
—Disculpa —dijo María—. ¿En qué estábamos?
—Te decía que pensé en lo que me dijiste.
—Henry, no quise decir que fue un error. Me caes muy bien. Solo que…
—Entiendo.
—Mamá —la llamó Luz—, no la encuentro.
—¿Ya viste al lado de la cama? —le respondió María.
—No está.
María suspiró.
—Si no encuentra su muñeca, no nos va a dejar en paz.
Asentí con la cabeza.
María se levantó de la silla.
—Adora a esa muñeca —me comentó.
Me recargué hacia atrás en la silla hasta que quedó apoyada en dos patas y estudié la forma de la habitación. Oí que María le dijo a su hija que la muñeca estaba ahí, al lado de la cama, donde le había dicho que la buscara. Después la oí recordarle a Luz que no debía salir al balcón sola, que era peligroso. Me quedé pensando si Luz alcanzaba la manija de la puerta o si María la había dejado abierta.
—Henry… Ven. —María me llamó desde su recámara. En su voz se escuchaba el apremio.
—¿Qué pasó? —le pregunté cuando entré.
Las dos estaban paradas en el balcón y María volteó a mirarme preocupada por encima del hombro. Alcancé a oír los motores antes de llegar al balcón. Dos convoyes de vehículos blindados llegaban con estruendo al zócalo, uno por la calle Insurgentes y otro por Diego de Mazariegos. Y luego venían los tanques. A través de altavoces montados en los toldos de dos vehículos se advertía a la gente que se quedara en su casa y los escasos peatones que había en el zócalo se dispersaron y desaparecieron. De pronto, soldados de a pie con casco y armados con fusiles automáticos enfilaron velozmente hacia la plaza y las distintas calles, tomando posiciones defensivas en los zaguanes y a los lados de los edificios. Varios oficiales vociferaban órdenes y dirigían a los vehículos. Un tanque se estacionó justo debajo de nosotros. Su torreta giró hasta que el cañón apuntó directo a la calle de Guadalupe. Varios camiones cubiertos con lonas y exhalando humo de diésel por sus escapes verticales entraron al zócalo. Se detuvieron. A la voz de mando bajaron su puerta trasera y emergieron decenas y decenas de soldados, de inmediato desplegándose en abanico por la plaza y siguiendo a los destacamentos de vanguardia por las calles ocupadas. Había muchos soldados, y tras la naturalidad de los zapatistas, la precisión militar del Ejército mexicano en acción era asombrosa y no poco atemorizante. Estaba tan impresionado por el espectáculo que quizá me habría quedado ahí en el balcón si María, lívida y con los ojos muy abiertos, no me hubiera jalado hacia adentro y cerrado las puertas de golpe.
—¡Dios mío! —dije.
Los dos nos quedamos mirando, pasmados en la recámara. Entonces oímos los disparos, una sola ráfaga de un arma de alto calibre cuyo eco venía de calle arriba. No se parecía a los tiros que se escuchan en las películas.
—Mamá, ¿qué es ese ruido? —preguntó Luz.
María cargó a Luz de un jalón y la abrazó con fuerza mientras me miraba por encima del hombro de la niña. Se veía tan espantada como yo me sentía.
—¿Qué es ese ruido, mamá?
—Son los camiones —respondí.
—No, los camiones no —replicó Luz.
—Fue un ruido nada más —dije más tajante de lo que quería. Tomé a María por el codo y la conduje hacia la puerta.
—¿Por qué no llevamos a Reyna a jugar al otro cuarto? —propuse, haciendo un esfuerzo por sonar lo más entusiasta y relajado posible.
No solté el codo de María hasta que se sentó a la mesa, con Luz en su regazo. No me di cuenta en ese momento, pero la apreté tan fuerte que le dejé una marca. María y yo no dejamos de mirarnos mientras tratábamos de prestarle atención a Luz cuando nos contaba que el helado favorito de Reyna era el de chocolate. Nos dijo que también era su sabor favorito. Hubo más disparos. Entonces oímos a los soldados subiendo en tropel por las escaleras del edificio, gritando que nadie saliera de sus departamentos.
—Ayúdame a atrancar la puerta —me pidió María, al tiempo que bajaba a Luz y se disponía a empujar el sofá. Si yo estaba asustado, ella estaba visiblemente aterrada. La ayudé con el sofá porque no tuve corazón para decirle que sin duda eso no impediría que el Ejército mexicano se metiera a su departamento si quisiera hacerlo.
Al parecer no era lo que querían porque, cuando estaban en el corredor, exclamaron “¡Todo en orden!” y volvieron a gritar que todos permaneciéramos encerrados y subieron por las escaleras a la azotea.
Con el sofá bloqueando la puerta de entrada y sin que hubiera media docena de soldados irrumpiendo en los pasillos y la escalera, María pareció calmarse.
—Vámonos al cuarto de Luz —sugirió.
Aunque uno de sus muros daba a la calle, era la habitación más interior del departamento. Los tres nos sentamos en la cama.
—No te preocupes —dije tratando de tranquilizarme a mí mismo tanto como a María—. Solo están asegurándose de que la ciudad esté a salvo. Los zapatistas ya se fueron. No creo que vuelvan.
Pasamos el resto del día en el cuarto de Luz, sobre todo procurando mantenerla entretenida y sin hacer ruido. Preparé unos sándwiches de jamón para la comida y luego otra vez para la cena. María no tenía mucho más a la mano. Antonio no se apareció —tampoco esperábamos que lo hiciera— y, como muchas casas en México, María no tenía teléfono, así que no supimos de nadie.
Las cosas se calmaron lo suficiente y cada cierto tiempo iba a la recámara de María a asomarme por el resquicio de la puerta del balcón para ver qué estaba pasando. Sin lugar a dudas, el zócalo y el palacio municipal estaban bajo total control del gobierno mexicano. Supongo que más por razones simbólicas y psicológicas que tácticas, el ejército estaba usando el zócalo como base de operaciones y lo había fortificado en consecuencia. Los primeros tanques y vehículos blindados que se habían movilizado no se movieron de las cuatro esquinas de la plaza. Además, montaron trincheras con costales de arena y emplazamientos de artillería, uno de ellos justo bajo nuestro balcón. Seguían entrando camiones de los que bajaban soldados y después partían llevándose a otros que habían llegado horas antes. En ocasiones se alcanzaba a oír el vago impacto de una explosión a la distancia. La zona militar en Rancho Nuevo estaba bastante lejos de la ciudad, pero una capa de humo nublaba el cielo en esa dirección y supuse que había una batalla en los alrededores del cuartel y que estaban enviando soldados al enfrentamiento.
Esa noche dormimos los tres en el cuarto de Luz. Pensé en tratar de volver al fraccionamiento, pero decidí que si los militares mexicanos te ordenan quedarte encerrado, quizás lo mejor sea obedecerlos. María y Luz estaban acostadas en la cama que habíamos arrimado a la pared alejada de la puerta del balcón y yo me senté en el piso de losa, recargándome contra el muro. En realidad, no pude dormir y hacia la una de la mañana, tieso y adolorido, me levanté para estirarme.
—¿Adónde vas? —susurró María en la oscuridad. No supe si la había despertado o estaba despierta.
—A ningún lado. Está muy duro el piso. Voy a recostarme en el sofá.
—Aquí hay lugar —dijo. Era una cama individual para un niño.
—No te preocupes. Voy al otro cuarto.
—No te vayas.
—No me voy a ir. Voy a estar aquí al lado.
—Deja la puerta abierta —me pidió cuando empezaba a cerrarla.
—Está bien —dije mientras la volvía a abrir—, trata de dormir.
Me tumbé en el sofá, que era muchísimo más suave que el suelo, pero tampoco pude dormir. Los camiones seguían yendo y viniendo en la plaza y un grupo de soldados subió y bajó algunas veces por las escaleras y resonaban disparos ocasionales de fusiles desde algún sitio en la ciudad y la mera verdad es que estaba asustado.
Fragmento de Let the Water Hold Me Down, publicada por Ad Lumen Press en 2013. Reproducido con autorización del autor.
Imagen de portada: Kayúm Ma’ax, Nacimiento, 2021. Galería Muy