“La teoría ofrece bastante información, pero no nos acerca mucho al secreto del Viejo”, escribió Albert Einstein en diciembre de 1926. “En todo caso estoy convencido de que Él no juega a los dados”. Esa fue la respuesta de Einstein a una carta del físico alemán Max Born. Según este último, el corazón de la nueva teoría de la mecánica cuántica latía de manera aleatoria e incierta, como si padeciera arritmia. Si la física antes de lo cuántico proponía que después de determinado hecho se obtenía un resultado preciso, la nueva mecánica cuántica parecía decir que después de cierta actividad, obtendremos, con cierto grado de probabilidad, un resultado específico. Además, en algunas circunstancias quizá obtendremos algo totalmente diferente.
Einstein no estaba convencido, y su metáfora de que dios no juega a los dados con el universo ha tenido una repercusión enorme a lo largo de las décadas; es una frase muy conocida, cuyo significado es, al mismo tiempo, escurridizo, como sucede con la fórmula E=mc². ¿Qué quiso decir Einstein?, ¿y cuál era su idea de dios?
Hermann y Pauline Einstein eran judíos askenazis no practicantes. Pese a la secularidad de sus padres, a los nueve años Albert descubrió y asumió su judaísmo con considerable pasión. Por un tiempo se comportó como un judío concienzudo y observante. Para cumplir con las costumbres, sus padres solían invitar cada semana a un erudito empobrecido a compartir la comida con ellos. De Max Talmud (después Talmey), un depauperado estudiante de medicina, el joven e impresionable Einstein aprendió matemáticas y ciencias, y devoró los veintiún volúmenes de Popular Books on Natural Science (1880). Después, Talmud lo guio hacia la Crítica de la razón pura (1781) de Immanuel Kant, y de ahí a la filosofía de David Hume. La obra de este último resultó muy cercana a la del físico austriaco Ernst Mach, cuyo empirismo estridente —un tipo de filosofía que plantea algo así como ver es creer— rechazaba por completo la metafísica, las ideas absolutas del espacio y el tiempo, así como la existencia de los átomos. Este recorrido intelectual, sin embargo, dejó de manifiesto el conflicto entre la ciencia y las Sagradas Escrituras. A los doce años de edad Einstein se rebeló y desarrolló una aversión profunda al dogma de la religión organizada que le duraría toda la vida; un rechazo que se extendió a todas las formas de autoritarismo, incluidas las variantes del ateísmo dogmático.
A Einstein le fue muy útil, catorce años después, ese intenso consumo juvenil de filosofía empirista. El rechazo de Mach al tiempo y el espacio absolutos le sirvieron para darle forma a su teoría de la relatividad especial (incluida la icónica ecuación E=mc²), formulada en 1905 mientras trabajaba como un experto técnico de tercera clase en la Oficina de Patentes en Berna. Diez años después, Einstein transformaría por completo nuestro entendimiento del espacio y el tiempo con la formulación de su teoría de la relatividad general, en la que la fuerza de gravedad es reemplazada por la curvatura del espacio-tiempo. Sin embargo, conforme envejeció (y se hizo más sabio), rechazó el empirismo agresivo de Mach, e incluso declaró alguna vez que “Mach era tan bueno en mecánica como desastroso en filosofía”.
Con el paso del tiempo, el pensamiento de Einstein evolucionó hacia una postura mucho más realista. Solía aceptar el contenido de una teoría científica como una representación contingente “verdadera” de una realidad física objetiva. Y aunque no quería ser parte de ninguna iglesia, la creencia en dios que albergaba desde su breve coqueteo con el judaísmo se convirtió en el fundamento sobre el que construyó su filosofía. Cuando se le preguntaba acerca de la base para su postura sobre la realidad, explicaba: “No tengo una mejor expresión que el término religioso para esta confianza en el carácter racional de la realidad y en que accedemos a ella, por lo menos hasta cierto punto, gracias a la razón humana”.
El dios de Einstein, sin embargo, era filosófico, no religioso. Cuando le preguntaron si creía en un ser supremo, respondió: “Creo en el dios de Spinoza, uno que se revela en las armoniosas leyes de todo lo que existe, no en uno que se inmiscuye en el destino y las acciones de la humanidad”. Baruch Spinoza, contemporáneo de Isaac Newton y Gottfried Leibniz, pensaba que dios era idéntico a la naturaleza. Esto provocó que fuera considerado un peligroso hereje y que lo excomulgaran de la comunidad judía de Ámsterdam.
El dios de Einstein es infinitamente superior, más impersonal e intangible, sutil pero no malicioso. También es determinista. Para Einstein, las “armoniosas leyes” de dios reinan en todo el cosmos gracias a su adherencia estricta a los principios físicos de causa y efecto. Por consiguiente, en la filosofía de Einstein no hay espacio para el libre albedrío: “Todo está determinado, el principio y el final, por fuerzas sobre las que no tenemos control… todos bailamos al son de una tonada misteriosa que toca un músico invisible en la lejanía”.
Las teorías de la relatividad especial y general ofrecían una manera nueva y radical de concebir el espacio y el tiempo, así como sus interacciones activas con la materia y la energía. Estas teorías son totalmente consistentes con las “armoniosas leyes” del dios de Einstein. Sin embargo, la nueva teoría de la mecánica cuántica, que el físico alemán ayudó a fundar en 1905, contaba una historia distinta. La mecánica cuántica estudia las interacciones entre la materia y la radiación, en la escala de átomos y moléculas, sobre el fondo pasivo del espacio y el tiempo. En 1926, el físico austriaco Erwin Schrödinger transformó radicalmente la teoría al formularla en términos de funciones de onda. Las imaginaba de manera realista, como ondas de materia. Pero había un consenso creciente, promovido en particular por el físico danés Niels Bohr y el alemán Werner Heisenberg, que decía que la representación cuántica no debía leerse de forma literal.
En pocas palabras, Bohr y Heisenberg creían que la ciencia se estaba enfrentando a los viejos problemas conceptuales sobre la descripción de la realidad con que los filósofos de los siglos anteriores ya habían lidiado. Bohr dijo: “No hay un mundo cuántico. Solo hay una descripción cuántica abstracta física. Sería equivocado decir que la labor de la física es descubrir lo que es la naturaleza. La física se ocupa de lo que podemos decir sobre la naturaleza”. Esta frase más o menos positivista fue retomada por Heisenberg: “Tenemos que recordar que lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de interrogación”. Su interpretación de Copenhague, amplia y antirrealista —negaba que las funciones de onda representaran el estado físico real del sistema cuántico—, se transformó pronto en la interpretación dominante sobre la mecánica cuántica. Las variaciones más recientes de esas interpretaciones naturalistas sugieren que la función de onda es una manera de codificar nuestra experiencia (o nuestras creencias subjetivas derivadas de nuestra experiencia de la física), que nos permite usar lo que hemos aprendido en el pasado para predecir el futuro.
Sin embargo, esto resulta completamente inconsistente con la filosofía de Einstein. Él no aceptaba una interpretación en la que el objeto principal de la representación —la función de onda— no fuera real. No aceptaba que su dios permitiera que las leyes armónicas se desordenaran en la escala atómica con la incertidumbre y la indeterminación consecuentes que generaran efectos imposibles de predecir con claridad a partir de sus causas.
El escenario estaba puesto para uno de los debates más importantes en la historia de la ciencia. Bohr y Einstein se enfrentaron por la interpretación de la mecánica cuántica. Se trató de un choque entre dos filosofías y dos interpretaciones metafísicas acerca de la naturaleza de la realidad y sobre lo que podemos esperar de una representación científica de esta. El debate comenzó en 1927 y sigue vivo aunque los protagonistas ya no están con nosotros.
Y el problema sigue sin solución.
Aventuro que esto no habría sorprendido a Einstein. En febrero de 1954, apenas catorce meses antes de morir, le escribió una carta al físico estadounidense David Bohm: “Si dios creó el mundo, sin duda su principal interés fue dificultarnos su entendimiento”.
Imagen de portada: Conferencia de Solvay sobre mecánica cuántica, 1927. Fotografía de Benjamin Couprie, Institut International de Physique Solvay, Bélgica