Una sutil distopía
Ha pasado mucho tiempo sin que llueva en la ciudad de Cuernavaca y un incendio se acerca a ella desde el bosque, desde los cuatro puntos cardinales. En algunos lugares el fuego resplandece inmóvil, como si pudiera alimentarse de sí. Sin embargo, el escenario distópico no propicia que las personas huyan en busca de imposibles refugios ni que una sociedad trate de surgir de las cenizas. Es, en cambio, el marco de tres personajes que se resignan a la conformidad o, digamos mejor, a una especie de inercia, aunque en sus respectivos interiores brote un fuego distinto, más amable, menos abrasador, que por lo mismo no termina consumiéndolos, que por lo mismo no los lleva a emprender algo definitivo y destructor. O tal vez sí. Uno de los personajes es Natalia, una coreógrafa amante de las bromelias que se pregunta si una planta podría hendir sus raíces entre las suturas de su cráneo, “separando los huesos frontal y parietal como quien hunde los dedos en la arena”. Natalia es pareja de Argoitia, un pintor venido a menos muchos años mayor que ella: rancia eminencia cultural, cacique sin reino ni inspiración de una ciudad que lo admira a la fuerza y muy de cuando en cuando. Argoitia le brinda a Natalia la atención egoísta de los hombres cuyos egos se niegan a envejecer, algo que a ella no le importa en realidad. Ve su relación como un accidente cuyas secuelas, vivir con Argoitia mientras le “arroja una discreta luz en su cavernaria concepción del mundo”, habrán de pasar tarde o temprano. Natalia trabaja en El Gran Ruido, una coreografía que presentará en el Jardín Borda gracias a la intermediación —indeseada— de Argoitia. La danza se inspira en los aquelarres de Blockula durante la segunda mitad del siglo XVII; y en Frau Troffea, la mujer que detonó la epidemia de la danza en Estrasburgo durante 1518 —acontecimientos que describe en su bitácora de trabajo—. A lo largo de tres fines de semana, Natalia imparte talleres a los bailarines preparándolos para El Gran Ruido por medio de improvisaciones dirigidas. Por ejemplo, proyecta para sus bailarines algunas imágenes que los ayuden a comprender lo que ella tiene en mente. Les enseña un cuadro del artista argentino Xul Solar: San Danza, en el que tres mujeres, representadas de forma esquemática, bailan en un mismo sentido; una de ellas defeca mientras baila. Con estupefacción, los bailarines preguntan si Natalia está esperando que se caguen durante la danza.
Yo les digo que no tienen que hacerlo, pero que estén abiertos a vivir su cuerpo de un modo excepcional durante las horas que dure la performance.
Otro de los personajes es Erre, un cineasta frustrado que regresa a Cuernavaca después de divorciarse. Vive en casa de sus padres, duerme en la cama de su niñez, padece dolores crónicos que calma con drogas mal habidas, y dedica los días a caminar por las calles para distraerse —o provocar un encuentro con Natalia, que fue su novia en la adolescencia—. Descubre que la ciudad se ha convertido en una sucesión de estacionamientos y centros comerciales rodeados de árboles muertos por efecto de la sequía. Bajo sus minúsculas sombras declaman los profetas del Apocalipsis. Erre desconoce la Cuernavaca de su infancia y cuando vuelve a casa de sus padres desconoce lo que mira en el espejo: “un rostro relajado por el efecto del Permutal, pero también cansado o abatido”. A diferencia de Argoitia —quien se aferra a sus ínfulas acostándose con una mujer más joven y que apenas comprende—, Erre tiene un ego que envejeció más rápido que él mismo, llevándose su vocación, su triste voluntad de joven promesa y también su libido. Tal vez no comprenda a Natalia, pero por lo menos la extraña; sin embargo, es incapaz de acostarse con ella. El tercer personaje es Conejo, amigo de Natalia y Erre desde la adolescencia. Su principal logro es haber permanecido en Cuernavaca, sin mayores aspiraciones en la vida. Es decir, que es inmune a volver a casa derrotado porque nunca se alejó de ella. Vive con su padre, el señor Bertini, que ha perdido la vista paulatinamente y se ríe leyendo cuentos infantiles en braille. A Conejo le molesta salir de su hogar a menos que resulte indispensable, le fascinan las teorías de la conspiración porque le reconforta pensar que detrás de la vida hay orden o que por lo menos hay un culpable detrás de los hechos ominosos. Observa las amistades viejas con recelo y melancolía: quién sabe quiénes son esos amigos que le prodigan incomprensión, cuando no una sutil indiferencia, pero a los que todavía pertenece en secreto, “como quien se pone el uniforme de un ejército derrotado en la seguridad de su casa y su tristeza, frente al espejo”. Los tres personajes, a pesar de la amistad y el amor que se tenían en la preparatoria, han dejado de verse con entusiasmo pueril y efervescencia, para verse con una ternura que todavía les resulta extraña. El baile y el incendio es, en gran parte, una novela sobre lo que los años hacen con las amistades de la adolescencia, que lo prometieron todo y terminaron convirtiéndose en un fantasma seductor e inalcanzable, o sencillamente escurridizo. O tal vez no sea una novela sobre las amistades tempranas y sí un ensayo sobre las formas de volver a ellas, con menos entusiasmo que en el pasado, con cierta compasión. Natalia, conforme avanza en los preparativos de El Gran Ruido, duda sobre sus convicciones y se pregunta por qué hacer cualquier cosa:
Una parte de mí sabe que solo desde la decepción, desde el fracaso anticipado y la falta absoluta de esperanza aprenderé a arder en el grado justo que mi voluntad decida.
Erre, por su parte, camina afuera del Museo Brady y observa la colección de máscaras en su interior que le recuerdan sus frecuentes dolores:
Soy el hombre-jaguar cuando me punza el hombro; el caballero-águila cuando despierto, en mitad de la noche, aguijoneado en la mandíbula.
Cuernavaca, pues, es el escenario que mira a tres adultos que siguen viendo la madurez con juvenil perspicacia, como si el futuro, aunque improbable —el incendio los acecha— debiera imaginarse sin brújulas ni referencias, sobre todo masculinas. Para Conejo los padres son:
La resignada compañía de quienes nos dieron vida y luego se hartaron de nosotros, pero que nos toleran como se tolera una pierna mala que duele en los días de lluvia.
Erre ve a su propio padre como “un señor con sobrepeso, anclado al suelo por el sentido común y por un rencor difuso”. Natalia, en Argoitia, ve a un hombre que huele a “alcohol mal metabolizado, un olor como a pintura acrílica y arrepentimiento”, y que, en calzones blancos, adquiere “un aspecto trágico, como de monarca que perdió el reino y la cordura”. Es curioso, por no decir conmovedor, leer esta novela más o menos a la misma edad de sus personajes, reflejándose en ellos, y supongo, aunque no lo sé de cierto, que debe provocar algún desasosiego leerla cuando se es más grande que los personajes, porque el pasado siempre es un mejor lugar para no ser demasiado severo con uno mismo. Las palabras de El baile y el incendio se precipitan en los lectores provocando en ellos un leve desconcierto —o por lo menos eso provocaron en mí—. El humor contrasta con la severidad, aunque la severidad, a fin de cuentas, haya resultado una performance: el incendio, a veces desopilante, a veces enfurecido, de un carnaval.
Imagen de portada: Ernst Ludwig Kirchner, Grupo de baile, 1929