No existe descubrimiento más sorprendente en la historia de la ciencia que el de la antimateria. No hicieron falta microscopios ni telescopios. No hubo que emprender audaces viajes de exploración ni pasar interminables horas en un laboratorio. Tampoco hubo que esperar grandes avances tecnológicos ni acometer una inversión millonaria llena de riesgos. Todo aconteció de la manera más escrupulosamente lógica —a la vez que desquiciante e inesperada— en la cabeza del físico más extraordinario de Inglaterra en el siglo XX: Paul Adrien Maurice Dirac.
La cadena argumental que siguió Dirac en ocasiones se apoyó más en la estética que en la lógica. No privaremos al lector de ese fino goce. Pero, sobre todas las cosas, abordaremos una de las interrogantes más urgentes de la física contemporánea: ¿por qué el universo observable está hecho de materia y no de antimateria?, o bien, hilando más fino: ¿por qué no contiene ambas en igual medida?
En los abismos del cielo nocturno no hay indicios de que haya antimateria en ninguna parte. No se trata de una ausencia local en nuestro planeta o en nuestra galaxia, parece ser casi total y definitiva. Sin embargo, a la luz de la teoría que describe las partículas elementales, materia y antimateria son intercambiables. Son, por así decirlo, dos caras de una misma moneda. La aparente ausencia de antimateria en el universo es tan inexplicable, anómala y absurda como la de un mundo en el que todas las monedas lanzadas al aire cayeran cara, pudiendo haber caído cruz.
¿Acaso ocurrió algo en la historia del universo que facilitó la extinción de la antimateria? ¿Será posible que vivamos en un gigantesco cúmulo de materia y que en lugares remotos del cosmos, esquivos o inaccesibles a nuestras observaciones, existan cúmulos similares de antimateria que restauren la simetría entre ambas? Tal vez pecamos de ingenuidad al dar por sentado que esta simetría debe ser exacta. Podríamos tener la expectativa de que existan tantas personas diestras como zurdas, pero nos estaríamos equivocando categóricamente. Cabría esperar un mundo con tantos hombres como mujeres y, si bien en este caso las cifras se acercan, tampoco es así. ¿Será el desbalance entre materia y antimateria similar a alguno de estos ejemplos? Para poder avizorar alguna respuesta debemos regresar al escenario en el que comenzó esta historia: los arrabales del átomo.
Alrededor del núcleo de todos los átomos viven los electrones. Livianos y escurridizos, son ellos los responsables de que los primeros no vivan en soledad y se asocien para formar moléculas —como el agua, el dióxido de carbono o el ADN—, o enormes complejos arquitectónicos como los cristales —un grano de sal o un diamante, por ejemplo—. Los electrones son los intermediarios en estas sociedades microscópicas sin las cuales no existiría nada de dimensiones mayores que una mil millonésima parte de metro en el mundo material.
El electrón es una partícula fundamental. No está compuesta por nada. Es la unidad básica e indivisible de la carga eléctrica. Los electrones son todos idénticos, no de manera aproximada, sino rotunda y literal. No hay forma de distinguir un electrón de otro. En el caso de un átomo, por ejemplo, no podemos hablar estrictamente del electrón de dicho átomo, sino de aquel que ocupa circunstancialmente ese sitio. Si fuera reemplazado por otro, nadie podría notarlo. Por eso, cuando se comparten en los enlaces atómicos que dan lugar a una molécula, lo hacen de la manera más desprendida concebible: dejan de pertenecer a cualquiera de los átomos para pasar a ser propiedad de la molécula.
Todos los electrones tienen exactamente la misma masa, así como idéntica carga eléctrica y una propiedad llamada “espín”, que puede pensarse como la posibilidad intrínseca de girar sobre sí mismo. Esto puede hacerse solo de dos maneras: en el sentido de las agujas del reloj o en sentido contrario, pero siempre con la misma magnitud. Hace un siglo, cuando se sentaron las bases de la física cuántica, un electrón debía ser representado mediante dos cantidades matemáticas distintas que dieran cuenta de cada uno de los dos valores posibles del espín. Erwin Schrödinger, y más tarde Wolfgang Pauli, describieron la dinámica de un electrón en las periferias del átomo con enorme precisión.
Sus ecuaciones, sin embargo, no se ajustaban a los postulados de la teoría de la relatividad, necesaria para describir objetos tan veloces como los electrones en sus excursiones alrededor del núcleo. Paul Dirac se preguntó cómo debía modificarlas para hacerlas compatibles con la teoría de Einstein. Usando el refinado gusto de su concepción estética, así como argumentos puramente teóricos y matemáticos, elaboró la ecuación que lleva su nombre en un artículo (La teoría cuántica del electrón) que envió para su publicación el 2 de enero de 1928, cuando solo tenía 25 años.
Si bien el trabajo fue recibido con entusiasmo, había un problema evidente —que no se le escapó al propio Dirac—: su ecuación contenía cuatro cantidades matemáticas independientes y no las dos necesarias para describir al electrón. Otros científicos habrían considerado esto razón suficiente para desecharla, pero había en ella cierta belleza matemática embriagadora que, a los ojos de su creador, constituía una firme evidencia de que debía ser correcta. Dirac observó que las dos cantidades extra parecían corresponder a un electrón de energía negativa, algo categóricamente inadmisible: si esto fuera cierto, se obtendría energía ilimitada a costa de que la de un electrón fuera cada vez más negativa, conservando la energía total en el proceso. Una perspectiva fabulosa, tan seductora como imposible.
La ecuación arrojaba un resultado absurdo, pero su elegancia fue irresistible para Dirac, quien imaginó que, quizás, un electrón no podía tener energías negativas por la sencilla razón de que esos estados ya estaban ocupados por otros electrones. Pauli había descubierto poco antes su “principio de exclusión” —dos electrones no pueden estar en el mismo estado— y Dirac lo invocó como una solución tan desesperada como ingeniosa: si los estados de energía negativa estaban ocupados, en la práctica era como si no existieran. Sostenía algo insensato: que el vacío, la ausencia de materia, era como un teatro repleto de electrones ocupando las infinitas butacas de energía negativa, con carga eléctrica y energía infinitamente negativas.
Un físico convencional habría encallado ante ese aparente dislate, pero Dirac supo ir un paso más allá. Se dio cuenta de que si el vacío fuera ese teatro repleto de electrones de energía negativa, debería ser posible entregarle a cualquiera de ellos suficiente energía como para hacerla positiva y dejar una butaca vacante. Esa butaca tendría las propiedades de una partícula de carga positiva y, atrayendo electrones que podrían ocuparla, se movería: los electrones del vacío podrían reubicarse, uno detrás de otro, en una sucesión que podría describirse como el movimiento simple de una butaca vacía. Así, concluyó Paul Dirac, el hueco vacante es, a todos los efectos, como una partícula idéntica al electrón pero de carga positiva: el positrón.
El universo conocido no parecía albergar una partícula semejante. Incluso Werner Heisenberg llegó a referirse a este conjunto de ideas como “el capítulo más triste de la física moderna”. Sin embargo, Dirac se mostró seguro de que la naturaleza no dejaría pasar la oportunidad de ser gobernada por una ecuación tan hermosa. La espera no se prolongó demasiado: el 2 de agosto de 1932, Carl David Anderson observó la primera evidencia irrefutable de la existencia del positrón, el primer ejemplo conocido de la antimateria.
Con el tiempo se concluyó que todas las partículas tienen asociada una antipartícula que, lejos de ser su media naranja, es su némesis. Una forma sencilla de entenderlo es volver a la imagen que describía Dirac: cuando una partícula se encuentra con una antipartícula se ocupa la butaca vacía, causando que ambas desaparezcan de manera simultánea. Toda la energía que albergaba esta infausta pareja en su masa pasa a ser dos partículas de luz cuya frecuencia está completamente determinada. En el caso de electrones y positrones, por ejemplo, la frecuencia es 165 mil veces mayor que la de la luz violeta: un tipo de luz que se conoce como “radiación gamma”.
Nada impide, a priori, que puedan existir antiátomos. De hecho, en los grandes colisionadores de partículas ya se ha fabricado antihidrógeno y antihelio, las versiones de antimateria de los elementos forjados en los primeros minutos de la historia del universo. Si las leyes de la física permitieron que estos dos átomos terminaran por engendrar toda la tabla periódica, el terreno está abonado para plantearnos seriamente la posibilidad de que haya —¿por qué no?— antimoléculas, antiplanetas, antiestrellas o antigalaxias.
Dada la explosividad del encuentro entre materia y antimateria y la descomunal frecuencia —y energía— de la luz liberada, su violenta coexistencia difícilmente podría pasar desapercibida. Es cuestión de levantar la vista al cielo usando telescopios de radiación gamma, algo que hemos empezado a hacer en las últimas décadas; sin embargo todavía queda mucho por investigar. Aunque vemos fuentes de esta radiación en el cielo, normalmente se trata de ráfagas que van de décimas a decenas de segundos de duración, mientras que el tipo de radiación que esperaríamos en caso de tener antiestrellas o antigalaxias estaría sostenida en el tiempo por su fogosa interacción con la materia del medio interestelar e intergaláctico.
A menos que nos planteemos la posibilidad de que existan conglomerados enormes de antigalaxias, y que la radiación gamma solo provenga de la frontera entre estos y los cúmulos usuales de galaxias, el hecho de que no hayamos observado esta radiación indica que la separación entre cúmulos y anticúmulos —si estos últimos existen— debería ser enorme.
Tenemos fuertes evidencias de que el universo observable fue, hace casi 13800 millones de años, muy pequeño y caliente, habitado por una sopa homogénea de todas las formas de energía existentes, incluyendo la materia y antimateria. La ecuación de Dirac es democrática, no tiene favoritismos: no hay ninguna razón por la que deba inclinarse la balanza por una o por la otra.
Si la ausencia actual de antimateria se debiera a una oportuna separación de grumos de materia y antimateria en ese caldo primordial, esta tuvo que haber ocurrido antes de que el universo llegara a enfriarse hasta los 500 mil millones de grados. De otro modo, debido a la altísima densidad de aquella sopa, materia y antimateria se habrían aniquilado mutuamente y ninguna de las dos existiría. El punto clave está en comparar su tasa de aniquilación con la de expansión del universo: si la primera fuera menor que la segunda, materia y antimateria dejarían de encontrarse porque el universo crecería demasiado rápido para que pudieran hacerlo.
Un estudio detallado de la historia del universo temprano nos muestra que es imposible reconciliar el tamaño de aquellos grumos con las dimensiones de los supuestos cúmulos y anticúmulos que habría en la actualidad. Tendrían que haber sido mil millones de veces mayores de lo que una evolución causal del universo permite. Solo nos queda una posibilidad: que la falta de antimateria del presente se deba a algo ocurrido antes de que se hubiera cumplido la primera billonésima de segundo después de la Gran Explosión. Fue ahí cuando el universo alcanzó una temperatura de mil billones de grados y, por así decirlo, las cartas ya estaban echadas.
Podemos contar de manera aproximada el número total de fotones —partículas de luz— que contiene nuestro universo. Para ello, por sorprendente que parezca, podemos prescindir de toda la luz que emiten sus más de 10 mil trillones de estrellas. Son muchas, sí, pero su luz es ínfima cuando se compara con el llamado “fondo cósmico de microondas” (Cosmic Microwave Background o CMB), que llena de 46500 millones de años luz de radio a lo que llamamos universo observable.
También podemos deducir el número de bariones —partículas subatómicas formadas por tres quarks— a partir de un análisis detallado del CMB, constatando que por cada barión hay unos mil millones de fotones. En otras palabras, vivimos en un universo repleto de partículas de luz. ¿Acaso no viene tanta luz de la aniquilación de la materia y la antimateria? Esto nos sugiere que el desbalance inicial entre ambas pudo haber sido tan modesto como una partícula de más por cada mil millones de pares partícula-antipartícula. Eso explicaría por qué toda la antimateria se extinguió dejando un universo de materia y luz en proporciones adecuadas.
¿Qué pudo haber generado ese temprano desbalance, aparentemente pequeño, entre materia y antimateria? En 1967, Andréi Sájarov demostró que si se daban tres condiciones muy concretas en la teoría de las partículas elementales, la bariogénesis —nombre que designa la creación de materia y antimateria con la desproporción adecuada— podría explicarse. Una de estas tres condiciones excedería el alcance de estas líneas, sin embargo, vale la pena centrarse en la que despierta especial interés por estos días.
El modelo estándar predice que ciertas partículas inestables y de existencia efímera —que se producen en los grandes colisionadores y estaban presentes en esa sopa caliente del universo temprano— se desintegran de un modo ligeramente diferente a como lo hacen sus antipartículas. El análisis de los datos observacionales, principalmente del experimento LHCb instalado en el Gran Colisionador de Hadrones, constata esta asimetría.
El problema es que la predicción del modelo estándar y los resultados experimentales son insuficientes para dar cuenta del desbalance que necesita la bariogénesis. Todas las esperanzas están puestas en la pronta detección de desviaciones que apunten hacia una física diferente, más allá del modelo estándar, que deje en evidencia que el comportamiento de las partículas y antipartículas elementales a muy altas energías —es decir, en instantes más cercanos a la Gran Explosión— puede ser responsable del temprano desbalance que explica la ausencia de antimateria en el presente. Hoy el enigma sigue sin resolverse.
Supimos de la existencia de la antimateria a partir del conjunto de cálculos y argumentos lógicos que Paul Dirac desplegó sobre un papel. Conmueve la disparidad entre la magnitud del hallazgo y la economía de recursos empleados. También estremece el contraste entre estos y la dimensión colosal del emprendimiento científico-tecnológico desplegado por la humanidad para tratar de explicar la ausencia de lo que un hombre dedujo existente y entender por qué todas las monedas, pudiendo haber sido cruz, cayeron cara.
Imagen de portada: Gabriel Rico, To Compound the Small Differences VII, 2022. Cortesía del artista