A la ballena que fue el esqueleto en el Museo de Historia Natural de Xalapa

Cartas / dossier / Octubre de 2024

Gabriela Damián Miravete

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Septiembre de 2024


Ballenita. Discúlpame, el diminutivo es lo primero que me sale cuando pienso en hablarte. Es cosa de familia grande, manía mamífera, cultural: en el lugar donde nací, donde habito sobre la superficie rocosa y seca de la Tierra, hablamos de este modo para expresar cariño, no importa que el tamaño de nuestras interlocutoras sea inmenso, como el tuyo. Reconozco que, en ocasiones, también implica desdén, pero no es el caso: no quisiera disminuirte de ninguna manera. Aunque sí que me gustaría poder hacerte chiquita y llevarte a todas partes en el bolsillo de mi vestido, como a la ballena Josefina, para que comprobaras que no toda la especie humana es horrible. Que acá arriba hay árboles y música.

​ Te digo Ballenita, además, porque no hay registro de algún nombre, un apodo aunque sea, que te hayan dado cuando llegaste herida, dicen que por un arpón holandés, a una playa del norte de Veracruz el 24 de diciembre de 1900. Quizá lo hubo y no quedó asentado. En el telegrama que enviaron al gobernador faltó decir que eras un rorcual tropical. Decía que eras un pez que medía “de largo doce metros, nueve de cuerpo y tres de cola por uno de espesor”. Usaron el ingenio y la fuerza del tren, la máquina del progreso de entonces, para sacarte de la arena. Las notas periodísticas cuentan que llevaron tus huesos traqueteando sobre las vías hasta Xalapa, hasta el Museo de Historia Natural, para mostrarle a la gente de acá cómo es, por dentro, tu gente de allá, de las profundidades marinas. En ese entonces sabíamos poca cosa de ustedes. Y quizá por eso mismo cometimos varias vergüenzas. Quisiera pedirte perdón por todas ellas, Ballenita. Disculpas abundantes y muy avergonzadas por el ensimismamiento humano que nos ha llevado a destruir la casa y las vidas del resto de los animales de la Tierra.

​ Qué voy a contarte yo a ti, que lo viviste en carne propia, sobre la crueldad contra los misticetos. Siempre ha habido quienes, ante el hambre y el frío, agradecieron la abundancia de energía que podían extraer de sus cuerpos y aprovecharon la piel, la carne y la cera juiciosamente. Pero una vez que supimos cómo hacer que se multiplicaran los beneficios (iluminar las ciudades, hacer zapatos, procesar comida para los pequeños mamíferos que encerramos en nuestras casas), nuestro comportamiento fue atroz. El biólogo Roger Payne, entrevistado por Tom Mustill, describe la noche que fue a mirar la ballena que, según la radio, había aparecido en una playa de Massachusetts. En realidad era un delfín. “Alguien le había cortado las aletas de la cola, otro le había metido un puro en el espiráculo y otro le había grabado sus iniciales en el costado.” En ese instante se percató de cuán fácil era para la especie humana considerar a todas las otras criaturas un mero objeto. Poco después, como un regalo inesperado de la paranoia de la Guerra Fría, Frank Watlington le dio las grabaciones que captó con sus micrófonos de espía para que él y su equipo fueran a “salvar a las ballenas”. La zoóloga Katy Payne describe el momento en que escucharon el canto de una ballena jorobada: “Las lágrimas nos corrían por las mejillas. Estábamos atónitos, asombrados, transfigurados”. Gracias a que decidimos escuchar, nos hemos enterado de que tenemos muchas cosas en común, desde el hecho de que las madres hablan a sus crías en susurros hasta el gusto por la rima como una estrategia de conservación para la memoria. Desde entonces hemos conseguido parar, en alguna medida, la masacre. Sabemos que aún no es suficiente y que estos esfuerzos deberían hacerse no sólo con las especies que consideramos valiosas porque se parecen a la nuestra.

Jan Brandes [dibujante], “Ballena franca del Atlántico Norte”, parte del álbum de Jan Brandes, 1778, Rijksmuseum, dominio público.


​ Ballenita, la poca información que he podido encontrar sobre ti en internet (una red inmensa que atrapa a la especie humana, ciertamente, pero que también nos da información y nos mantiene en contacto, como los clics estrepitosos de tus compañeras cachalotes) dice que alguien, quizá el cubano Raimundo Valenzuela, compuso un danzón en tu honor. O quizá un son jarocho, dicen otros. Un portal recoge algunos versos:

El mero día veinticuatro de diciembre, fue muy cierto, apareció un ballenato, tras de las obras del puerto. El ballenato está en el agua y no lo pueden sacar…

​ Te confieso que estoy obsesionada, Ballenita, con esa canción espectral. Necesito hallarla y escucharla y completarla con una rima feliz para ustedes, ciento veinticuatro años después, y hacerla sonar al mismo tiempo con las que componen tus compañeras oceánicas en son de paz y respeto. Y quiero urdir el modo, aunque sea a través de lo poco que puedo hacer (cuentos futuristas con alienígenas, por ejemplo), de que dejemos atrás la crueldad y potenciemos nuestra capacidad de conocer, y de amar lo que conocemos, sin hacer daño. Lo veo difícil, Ballenita. La especie humana no es buena ni para sentir compasión por sus propios congéneres dolientes. Pero el intento se hará, te lo prometo.

​ Mientras tanto: en el carnaval de Veracruz del año pasado, uno de los carros alegóricos fue una gran ballena animada, pintada de azul y decorada con luces LED. Desfiló ondeando entre música, caricias infantiles y relajo, como si pudiera nadar en el aire. La gente votó para ponerle un nombre: la bautizaron Bamba. ¿Te gustaría la música que existe detrás de ese nombre? ¿Recuerdan tus huesos, Ballenita, la alegría de ustedes bajo el agua?

Imagen de portada: Jan Brandes [dibujante], “Ballena franca del Atlántico Norte”, parte del álbum de Jan Brandes, 1778, Rijksmuseum, dominio público.