[…] John Andrew Rice, profesor de filosofía en Oxford, cercano a John Dewey, organizaba sus cursos basado en la mayéutica socrática; había sido despedido de la Universidad Rollins de Florida por su radical actitud en relación con los modelos docentes vigentes —rígidos y limitantes— en su universidad: sus clases al modo peripatético consistían más en chorcha desparpajada entre iguales, que en sesiones en las que el profesor embutía información en la colectividad anónima del alumnado. En 1933 tomó la iniciativa de echar a andar su propia escuela junto con otros inconformes; se establecieron con recursos propios (o sea, casi nada) en las instalaciones de la YMCA en Carolina del Norte, que finalmente fueron usadas solo durante los veranos. Basado en el esquema de Oxford, lo que decidieron llamar Black Mountain College (BMC) tenía divisiones Junior y Senior; la primera consistía en clases en forma de cá tedras de libre asistencia con un syllabus (un compendio de lecturas de autoría del ponente o recolectadas y seleccionadas por el mismo en torno al asunto de la materia) como eje rector de cada módulo; la segunda, en tutorías de tú a tú con cada alumno. No había créditos y no había aprobación o su opuesto, simplemente concluía el curso, taller o asignatura; cuando un alumno se sentía listo para graduarse solicitaba un examen que sería dirigido por un jurado externo, condición que implicaba someterse a debates absolutamente ajenos a los contenidos, información o métodos no vistos. Los alumnos debían formar parte de la junta de consejeros; los asuntos de importancia se discutían en sesiones colegiadas —junto con los alumnos miembros— en las que todos tenían derecho a hablar con el mismo grado de decisión, propuesta y cuestionamiento; la única restricción real era que no había votaciones, no había un sistema “democrático”. Finalmente el director emitía un “sentido de la reunión”. Si no se podía concluir en algo, se programaba una nueva sesión. No había patrocinadores ni mecenas permanentes —ni estatales ni privados—, de tal manera que no afectaran las decisiones académicas ni las políticas del instituto, cosa que hacía inestable la perduración del mismo. Una buena parte de sus actividades eran llevadas a cabo al aire libre. Rice entendía que la idea de comunidad era esencial para el colegio; decía que el individuo, para ser completo, debe estar atento a su relación con los otros; entonces la totalidad de la comunidad deviene la planta docente […].1
Buscando información para mi proyecto de titulación, encontré que Joseph Beuys se había planteado toda una plataforma de discusión en torno al arte, la educación, la ecología y —last but not least— la interdisciplina: su concepto de escultura social y su proyecto de una Universidad Internacional Libre estaban unidos por un espacio de discusión entre artistas, educadores, políticos, ecologistas, organizaciones sociales, museos, escuelas, galerías, estudiantes, instituciones públicas y medios de comunicación, en un formato chocarrero que llamó Centro de Estudios Avanzados para la Creatividad Interdisciplinar […].
Mi trabajo en La Esmeralda, en el Centro Nacional de las Artes (CNA), recupera estas experiencias en un impulso que pretende generar también desplazamientos, giros, bucles, conciencia crítica y duda, en el contexto preciso del campo del arte, espacio cada vez más permeable que implica un deslizamiento de los lenguajes, herramientas y modos tradicionales a la mutación indisciplinar […].
El compositor John Cage originalmente pensó en estudiar en BMC, venido del entorno académico de Arnold Schöenberg, quien directamente lo confrontó, condenándolo a la incapacidad armónica compositiva; luego, en 1942, tuvo la idea de fundar en el colegio un Centro para la Música Experimental, pero eventualmente: solo hizo algo hasta la primavera de 1948, junto con el coreógrafo visionario Merce Cunningham, mientras ejecutaban eventos de música y danza donde quiera que se pudiera alrededor de Estados Unidos. En ese entonces Cage y Cunningham colaboraban —en una claridad disciplinaria ejemplar— desarrollando un modelo de “estructura rítmica”, a partir del cual la danza y la música se podían componer por separado para luego reunirse en un solo enunciado, dejando de lado lo que ellos consideraban el componente tradicional de la danza moderna: la narración emotiva. En BMC accedieron a realizar un evento de esta pareja bajo la condición de que no les pagarían. Cage ejecutó algunas de sus piezas para piano preparado: “música para un piano transformado”, en una combinación de sonido percusivo y tono. Esta transformación se lleva a cabo insertando cierto número de tuercas, tornillos y piezas de cuero en el piano. Tocó ante la comunidad del colegio un programa de dieciséis sonatas y cuatro interludios, obras todas de los últimos dos años. Después del programa, y después del café en la casa de la comunidad, John Cage respondió preguntas… Sugirió que estaba más interesado en el tiempo que en la armonía. Su música está estructurada de acuerdo con una duración, “cada unidad minúscula de una composición larga refleja —como microcosmos— las características del todo”.2 Los experimentos de Xanti Schawinsky, junto con la revolución cageana —vinculada a la estructuración compositiva de Arnold Schöenberg—, trascendieron como un puente entre la “tradición” de los eventos dadaístas y futuristas, con el devenir posterior de los paradigmas y actitudes del arte de la posguerra.
Con aquel grupo de nuevos alumnos traté de realizar una especie de laboratorio que extendí a los subsecuentes cursos y talleres que he impartido en La Esmeralda; consistía en hacer explícitos los vínculos que ordinariamente suceden solo en el ámbito del llamado currículum oculto, dimensión desconocida de la educación tradicional, generalmente descalificada por subjetiva, por empiricista, por su retorcimiento hedonista. Aplicando un cuestionario elaborado por el artista y profesor Paul Thek para sus cursos en Cooper Union,3 en Nueva York, a principios de los años ochenta, intenté hacer visible lo individual, de patentizar la diferencia de los perfiles, las necesidades y los recursos reales de cada alumno; en esa circunstancia era difícil imponer una visión de lo que pudiera estar manifiesto como estatuto gremial. La intención de pulverizar el prejuicio disciplinario hizo presentes los problemas que implica esta conciencia crítica en lo ideológico, lo político, lo económico, lo social, lo histórico, lo técnico. El cuestionario de Thek —traído al contexto local— permite visualizar los índices reales de pluralidad, y por ende la riqueza de una comunidad que habrá de enfrentarse a cuerpos de saber, paradigmas, convenciones, tendencias, desde lo individual, resistiendo —idealmente— la conformación homogénea del arte —y por tanto de lo disciplinar— como una institución monolítica y dominante. ¿Qué en la sociedad permite que hagas lo que haces?, ¿de qué lado duermes?, ¿con quién?, ¿cuánto ganas al mes?, ¿en qué lo gastas?, ¿quién es Malthus?, diseña una obra de arte para vender en la esquina, diseña una obra de arte para venderle al gobierno, ¿qué sucede en el trayecto que hay de tu casa a la escuela?, ¿qué pasa en los intersticios entre clases, salones, maestros, modelos, contenidos?, ¿qué pasa entre esta escuela y la de música?, ¿cuánto tiempo se hace del patio de la escuela a la torre de investigación? Una vez hubo un temblor canijo y todos los alumnos celebraban el meneo contorsionista de La Torre […].
En 2001 fui invitado por la Dirección de Asuntos Académicos del CNA a participar del programa denominado Cultura Integral, que implica, desde la voluntad institucional, el avizoramiento de un probable cruce disciplinario en el aula. La cosa consiste en reunir a dos profesionales docentes que dialogan en el espacio compartido de la atmósfera aleatoria de un grupo compuesto por alumnos de las distintas escuelas. Sin una decisión a priori, me correspondió compartir este espacio con el maestro Fernando Martínez Monroy, de la escuela de teatro. Planeamos un curso que se llamaba Entropía Interdisciplinaria: Genealogía de la Crisis del Estilo, que en una sinopsis frívola implicaba una hibridación de los intereses del maestro Martínez y los míos: por un lado, la teoría que en el teatro asocia lo individual a estilos peculiares en transformación permanente, y lo universal o genérico a otros, junto con mi maniática tendencia a corromper términos traídos de la ciencia para referir a los procesos —no a los productos— como arte: el enfriamiento de la materia, la transformación de la energía en emotividad, una estratigrafía del cambio, un lenguaje que se transforma sin reglas. El objetivo era desarrollar una aproximación historiográfica a la noción de “estilo” a través de modelos artísticos comúnmente denominados “corrientes”, “escuelas”, “géneros”, etcétera, para recomponer la perspectiva actual sobre dicha noción en términos de la crisis de los paradigmas y la permeabilidad disciplinar en la mutación y entropía del arte en el siglo XX. Como intención prometía una arena para la discusión de conceptos que a primera vista parecerían comunes a cualquier artista —composición, ritmo, escala, volumen, espacio, tiempo y otras linduras—; sin embargo, desde la primera sesión asomaron divergencias no solo de nomenclatura, sino ideológicas y de concepción de los modelos educativos. Nada que ver. En un momento dado, quise decir muy pronto, la circunstancia se hizo insoportable, los alumnos hicieron patente la inestabilidad de la situación, manifestaron frontalmente sus discrepancias, tanto en el modo de concebir el proceso escolar mismo como en el prejuicio que ampara cualquier paradigma. Recuerdo perfectamente a una alumna de La Esmeralda confrontando a otra de la Escuela Nacional de Teatro: “…Es que nosotros aquí estamos acostumbrados a trabajar de otra manera… no impostamos la voz, no actuamos”; enseguida fue interpelada por una tercera, también de La Esmeralda, que contestó: “Aquí, ¿tú y quién? Aquí ni siquiera sabemos si estamos de acuerdo”. Naturalmente, la indefinición del campo era el estandarte al fragor de las palabras. De este modo accidentado y con agilidad, el curso tuvo su Trafalgar. En breve me quedé dialogando, ya no con otro maestro de un área distinta, sino con un grupo inconforme, escéptico, dividido y al mismo tiempo exigente de algo que bien a bien nadie lograba identificar, pero que estaba asociado a la posibilidad de hacer conciencia sobre participar de un espacio común: era, por donde se le viera, la paradoja de las intenciones que nos reunían allí cada jueves a las dos […].
La escuela de BMC en sí misma era un sitio de experimentación pedagógica, no había un principio regidor en el sentido de un programa de trabajo preestablecido finalmente; la apertura metodológica y epistemológica se desbarrancaba en la improvisación asociada a la experiencia y el contexto formativo de cada uno de los integrantes de la planta de profesores y las necesidades específicas de cada uno de los estudiantes.
El siguiente curso de Cultura Integral que me atreví a vivir fue compartido con Pepe Navarro, músico relajado y generoso, miembro de la —esa sí transdisciplinaria— Banda Elástica, una agrupación que conjuga el espacio de ejecución con lo escénico, lo coreográfico, lo histriónico, lo plástico. Nos armamos un programa bastante campechano que involucraba de inicio la falibilidad del encuentro, que estaba fincado en la idea de la improvisación, del palomazo; queríamos que la capacidad de corromper la propia estructura de diálogo viniera de una espontánea levedad, de un giro que no obedece a la razón, al presupuesto, al plan ni a la partitura. Escuchamos música, vimos películas, discutimos acerca de qué sentido tenía estar discutiendo, leímos un par de ensayos sobre la improvisación, en términos del teatro, de la música, de la danza. Afortunadamente, las conclusiones nunca aparecieron, y en el hartazgo y la aparente ociosidad de perder dos horas a la semana, algo sucedió. Los alumnos de distintas áreas se asociaron para hacer proyectos finales que no tendrían por qué excluir modos o técnicas tradicionales […]. Más allá de idealizar o satanizar los programas, queda claro que el emblema que diferencia no es el injerto o el parche disciplinar, sino la capacidad de recrearnos […].
Ante la inestabilidad de lo característico —lo “propio”— del campo del arte, y sobre todo ante individuos creadores que no se especializan ni tienen estilo (en su acepción romántica), su taxonomía difusa permite un vínculo complejo y cambiante con otras áreas de la creación, cosa que idealmente permitiría a los estudiantes de La Esmeralda un mayor potencial de flujo con estudiantes de otras áreas en el CNA. En realidad esto sucede casi siempre en los intersticios, al abrigo del azar, de manera espontánea, en una complicidad que rebasa lo programado. Los proyectos comunes surgen de la amistad, de un guiño de ojo, del enamoramiento, eventualmente también de la premonición institucional. Dice Jorge Cuesta:
El criterio educativo no debe valer sino para la práctica de la enseñanza. Para la práctica de la jurisprudencia, debe valer un criterio jurídico. Para la práctica de la medicina, debe valer un criterio de salud público y sanitario.4
Así, cuando el diseño y la planeación del CNA, en búsqueda de concordancia y coherencia con las nuevas actitudes, prácticas y saberes del arte, pretenden generar sentido como ámbito idóneo de permeabilidad disciplinar, donde realmente pueden tener consecuencias —de acuerdo con criterios artísticos y no educativos, o sea, igualmente inestables— es en el currículum oculto, en la práctica real, en la experimentación, en lo no paradigmático, en lo no lineal, en lo ilegal. En lo indisciplinario.
Selección de: Abraham Cruzvillegas, Round de Sombra, CONACULTA, CDMX, 2006, pp. 171-191. (Publicado originalmente en “Interdisciplina, escuela y arte”, Antología II, CNA, CONACULTA, CDMX, 2004, pp. 25-41). Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Vista de la exposición Autoconstrucción: Social Tissue, de Abraham Cruzvillegas, en Kunsthaus Zürich, 2018. Cortesía kurimanzutto, Ciudad de México / Nueva York
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Este y los siguientes fragmentos en cursivas fueron tomados del catálogo de la exposición Black Mountain College: una Aventura Americana, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, del 28 de octubre de 2002 al 13 de enero de 2003 (Vincent Katz, Black Mountain College. Experiment in art, The MIT Press, Cambridge, 2002). ↩
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Black Mountain College Bulletin, vol. VI, núm. 4, mayo de 1948. ↩
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Paul Thek, The Wonderful World that Almost Was, Fundación Antoni Tàpies, Barcelona, 1999. ↩
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Jorge Cuesta, “La práctica y la enseñanza de las profesiones”, El Universal, 21 de marzo de 1934, p. 3. ↩