La vida en los internados indígenas
En verano llegaban a la reserva un funcionario de la Secretaría de Asuntos Indígenas y un policía. El agente local ya tenía la lista de niños y niñas de 6 años y más. Con el policía iban de casa en casa explicando a los padres que tenían que llevarse este y este hijo o esta hija, porque así lo exige la ley. Algunos exinternos cuentan que estaban excitados con la idea de viajar, otros lloraban; igual, todos los designados se tenían que ir.
Al llegar al internado, a ducharse y ponerse ropa que provenía de las colectas que hacían las iglesias. Primer choque, el idioma. Estaba prohibido hablar los idiomas indígenas, al oeste del río Ottawa solo valía el inglés; en Quebec, el francés. A los que escuchaban hablar “en dialecto” los regañaban a gritos y les pegaban.1
Aparte del aprendizaje lingüístico forzado, la enseñanza era básica —saber leer y escribir, conocer algo de aritmética y ¡mucha religión!—. Los comportamientos eran estrictamente vigilados, los niños sustraídos a culturas permisivas solo podrían civilizarse con disciplina, castigando la “insubordinación”.2 Si bien se admite que durante el periodo de los internados (1880-1996) los castigos físicos eran permitidos tanto en las casas como en las escuelas, en el medio socialmente aislado de los internados, era fácil pasar de la disciplina a los malos tratos, a los que el informe de la Commission royale sur les Peuples autochtones (Comisión Real sobre los Pueblos Aborígenes, CRPA) dedica una sección entera.3 En algunas escuelas, cada docente tenía a la mano una correa, ¡aunque solo el director podía usar el látigo! Quejarse de la mala comida u orinarse en la cama era castigado con encierro, privación de alimentos y golpes. En los archivos se encuentran varias denuncias hechas por inspectores del gobierno sobre violencia, negligencia y malos tratos en los internados. Hasta el punto de que muchos niños se fugaban, a pesar del frío intenso y sin ropa adecuada, buscando desesperadamente regresar a su pueblo. No llegaban a su destino y los encontraban en caminos y brechas, con heladuras y a veces muertos. Las denuncias de los casos más graves, cuando las hubo, revelaron una larga cadena de actos de violencia. La Secretaría de Asuntos Indígenas se limitaba entonces a reafirmar, en una carta circular a los directores, que no se toleraban castigos crueles. La congregación religiosa encargada de la escuela siempre disculpaba a sus miembros y allí quedaba la cosa. Hasta el punto que los inspectores dejaron de designar culpables.4
Otro choque, la comida. Al niño acostumbrado a comer carne de monte y pescado se le ponía delante un plato de frijoles y unas rebanadas de pan. Muchos apenas comían. Testigos —como algún médico de gira— estimaron que, debido a la falta de financiamiento de los internados, la comida era insuficiente en cantidad y en calidad, “Casi no ven la carne. La ausencia de comida nutritiva perjudica a niños en pleno crecimiento”.5 Así desnutridos, los varones tenían que trabajar medio día en la granja del internado, como convenía a “futuros agricultores”. Como parte de su formación “para ser buenas amas de casa”, las niñas lavaban, cosían y remendaban la ropa desgastada de los varones y fregaban los pisos.
Entonces llegaban las enfermedades. A finales del siglo XIX todavía pegaba muy fuerte la viruela. Para los indígenas, a menudo era mortal, y no había tratamiento específico. En el siglo XX se extendió la tuberculosis. Deseosos de maximizar las inscripciones (base del financiamiento), las autoridades escolares no aplicaban el reglamento que prohibía admitir niños en los que se había detectado tuberculosis. Los enfermos contagiaban a los sanos. Un informe sitúa en 24 por ciento la tasa promedio de mortalidad en quince escuelas visitadas.6 Varios religiosos admitían que “muchos niños no viven bastante para sacar provecho de la educación que recibieron en el colegio”.7 De noche, por las ventanas de los dormitorios, los niños veían luces en el campo y miraban ritos funerarios. Así continuó lo que el doctor Peter Bryce llamó “un crimen nacional”. Se estima, por ahora, que entre 3 mil y 6 mil niños murieron durante su estancia en los colegios; esta cifra tendrá que ser revisada cuando terminen las investigaciones en los cementerios clandestinos y se hagan las pruebas de ADN sobre los restos humanos que se encuentren.
Peter Sindell analizó los comportamientos de niños cris (eeyou) de 5 y 6 años del pueblo de Mistassini en el internado de La Tuque y notó el conflicto normativo entre la escuela y la cultura de la comunidad, que se traducía en graves problemas para ellos, tanto en el medio escolar como de regreso en sus familias.8 En la misma época, la psicóloga Françoise Decottet-Delorme llamaba la atención sobre los serios conflictos identitarios que vivían niños algonquinos (anicinabeg) en otro internado católico.9 De los testimonios de sobrevivientes entrevistados por Margot Loiselle se desprende una constante: el sufrimiento experimentado en la institución escolar.10
En julio, la camioneta o el hidravión regresaba al campamento con algunos niños. Otros faltaban, “falleció su hijo o su hija”. Ni se les entregaba a los padres un certificado de defunción ni una explicación sobre las causas de la muerte. Los niños que regresaban tampoco sabían nada. Como un indígena, “menor legal”, no podía enjuiciar a un “blanco”, los padres hubieran tenido que poner una demanda a través del agente de reserva. ¿Y quién iba a acusar a los sacerdotes?
Las desapariciones inexplicadas de niños indígenas no se limitaban a los colegios. En un libro reciente, la antropóloga y periodista de investigación Anne Panasuk revela cómo decenas de niños montañeses (innu), algonquinos (anicinabeg) y cri (eeyou) del norte de Quebec, enviados a hospitales regionales por varios problemas de salud, simplemente no regresaban a su casa. “Su hijo ha muerto”, se mandaba decir a los padres. Cuando, años después, la antropóloga quiso acompañar a algunos padres en su búsqueda del paradero de su hijo o hija, se encontraron a menudo con archivos parciales o destruidos y personal poco cooperativo. Hay por lo menos un caso en el que una niña, declarada “muerta” a sus padres, regresó años después a la región; había sido dada en adopción.11
A su regreso a las reservas, después de los años de internado, muchos jóvenes no fueron los promotores de esa vida moderna que se pretendía haberles inculcado. Los hogares a los que se reincorporaban las muchachas eran cabañas sobrepobladas. En cuanto a los varones, de nada les servía su experiencia de trabajo en la granja, puesto que las tierras de las reservas eran o bien demasiado exiguas o bien no aptas para la agricultura. A este choque cultural no superado se agregaba, en los internados de varones, la pedofilia de los sacerdotes (¡también presente en los internados de no-indígenas!). Aunque era un secreto a voces, se volvió un escándalo público en 2015, cuando Phil Fontaine, jefe del Consejo de indígenas de Saskatchewan, declaró frente a la CRPA: “cuando yo tenía 10 años, me violó el sacerdote ‘Fulano de Tal’ en tal colegio”. Se soltaron las lenguas: “A mí también me agredió un sacerdote durante largo tiempo”.
El regreso de los exinternos, con los traumas que habían vivido, aumentó más aún la desorganización social en las comunidades. El sistema normativo que era parte de las culturas indígenas no se transmitió a los internos y lo principal que aprendieron allá es que el poder permite todos los abusos. Un participante en un coloquio sobre los internados cuenta como a él lo agredió sexualmente un egresado.12 En las mismas reservas donde se les obligaba a sedentarizarse, niños y niñas también caían víctimas de curas pedófilos, que quedaban impunes. A menudo sus padres, muy religiosos, no creían a los hijos que denunciaban a estos “hombres de Dios”, quienes, además, eran los intermediarios políticos y económicos en las reservas. Si el escándalo sexual se hacía demasiado grande, simplemente cambiaban a los sacerdotes de sitio.13
A muchos egresados de ambos sexos que optaban por ir a la ciudad tampoco les iba bien, ya que no se les había dado una verdadera formación para ejercer algún oficio y se enfrentaban al racismo de la población. Unos encontraban algún empleo precario; otros y otras quedaban vagabundeando por los barrios pobres de Regina, Vancouver y, últimamente, Montreal […].
El proceso judicial
Frente a la inacción del gobierno, varios grupos de los que se llaman a sí mismos “sobrevivientes de los internados” presentaron querellas colectivas contra el gobierno federal y las iglesias en nombre de los miles de niños indígenas colocados por fuerza en 139 internados. En 2007 un régimen de indemnización, llamado Proceso de Evaluación Independiente, fue aprobado por un tribunal. El Proceso duró catorce años. Los adjudicadores recibieron 38275 reclamaciones, de las que aceptaron 23437, más 4425 que fueron atendidas directamente por el gobierno. Se estableció en 275 mil dólares el monto que se debía pagar a cada uno de los exalumnos. Un comité de vigilancia fue nombrado para evitar fraudes; sancionó a varios abogados por estafar a los quejosos y entregó su informe en marzo del 2021.14 En total, el gobierno tuvo que pagar 3230 millones de dólares por indemnizaciones, además de los 411 millones que costó el proceso mismo. Por su parte, la Iglesia católica fue condenada a pagar 25 millones a sus víctimas. En 2021 sus voceros declararon que solamente había podido recolectar 3.9 millones para este fin, pero que sus “servicios” a las comunidades equivalían al resto.15 Un juez lo aceptó, aunque hubo protestas de parte de las víctimas, que mostraron que esos servicios eran actividades destinadas a la evangelización.
La Comisión de Verdad y Reconciliación (2007-2015)
La dimensión financiera no agotó las reparaciones por los daños causados. También en 2007, como lo recomendaba la CRPA, pero con once años de atraso, se creó la Commission de Vérité et Réconciliation (Comisión de Verdad y Reconciliación, CVR), para responder al problema específico de los internados.16 Es importante notar de entrada que a la CVR no se le dio como mandato evaluar responsabilidades en los delitos cometidos sino “mirar hacia el futuro” y darle respuesta a la siguiente pregunta: ¿qué se puede hacer para las víctimas?
La CVR partió de la constatación de lo que consideró como un genocidio cultural, es decir, “la destrucción de estructuras y prácticas que permiten a un grupo continuar existiendo como grupo”.17 Equivale a lo que los antropólogos llamamos etnocidio. Durante siete años, los comisarios recibieron del gobierno unos 5 millones de documentos y recorrieron el país, recogiendo alrededor de 6 mil testimonios. Su informe final contiene 94 recomendaciones que quieren ser “llamados para actuar”.18
En 2015 el recién electo primer ministro, Justin Trudeau, aceptó el informe de la CVR, presentó disculpas públicas y prometió establecer una nueva relación con las naciones indígenas del país, así como implementar la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas. Esta fue firmada en 2007 por el gobierno conservador de Stephen Harper, pero nunca fue traducida en reglamentos. El diputado cri (eeyou) de la Bahía James, Roméo Saganash, dedicó principalmente los seis años de su carrera política a elaborar un plan de reglamentación de la Declaración, en el contexto legal y constitucional canadiense. En 2020 renunció al no ver ninguna voluntad real del gobierno actual de cumplir con esa promesa. Por supuesto, las grandes empresas extractivas no quieren una legislación que daría fuerza legal a la oposición que muchos pueblos indígenas están haciendo a la expansión de sus actividades en sus territorios. Por otra parte, la misma procrastinación de los procesos diluyó el impacto en el público de las revelaciones sobre los malos tratos generalizados a los niños y a las niñas indígenas. De allí que ninguno de los gobiernos sucesivos sintiera presión suficiente por cumplir.
Hasta los macabros descubrimientos de mayo de 2021. Esta vez, no quedó de otra, el primer ministro Justin Trudeau ofreció otra vez disculpas públicas y decidió crear un Día de la Verdad y la Reconciliación, el 30 de septiembre, que se celebró por primera vez ese año. En las principales ciudades del país, marchas multitudinarias, que reunieron indígenas y no-indígenas, conmemoraron las injusticias históricas hacia los pueblos indígenas y denunciaron el sistema represivo de los internados que cobró las vidas de tantos niños y arruinó las de muchos más […].
Selección de Pierre Beaucage, “¿Etnocidio o genocidio? El drama de los internados indígenas y la política indigenista de Canadá (1880-1996)”, Antropología Mexicana, 2022, vol. 7, núm. 13, pp. 171-198. Disponible aquí. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Miembros de la compañía de Buffalo Bill, Edmonton, Alberta, 1914. Flickr / Provincial Archives of Alberta
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Rapport de la Commission royale sur les Peuples autochtones (CRPA), vol. 1, cap. 10, Gobierno de Canadá, Ottawa, 1996. Disponible aquí ↩
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Ibid ↩
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Ibid ↩
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Ibid ↩
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Ibid ↩
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Peter Henderson Bryce, citado en el informe de la CRPA, 1996. Bryce fue un médico canadiense que, como funcionario público en Ontario, presentó informes que denunciaban el maltrato a niños indígenas en el sistema de escuelas residenciales indígenas canadienses. También trabajó a inicios del siglo XX brindando atención médica a las poblaciones inmigrantes en Canadá [N. de los E.]. ↩
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Ibid ↩
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Citado en Marie-Pierre Bousquet, “Si j’avais été à l’école, j’aurais la mentalité des Blancs”, M. P. Bousquet y Karl S. Hele (coords.), La Blessure qui dormait à poings fermés: l’héritage des pensionnats autochtones au Québec, Recherches Amérindiennes au Québec, Montreal, 2019, p. 23. ↩
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Ibid ↩
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Ibid ↩
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Anne Panasuk, Auassat. À la recherche des enfants disparus, Édito, Montreal, 2021, pp. 92-94. ↩
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Maurice J. Kistabish, “Les effets ‘boule de neige’, du pensionnat”, M. P. Bousquet y Karl S. Hele (coords.), op. cit., pp. 7-14. ↩
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Anne Panasuk, op. cit., pp. 117-127. ↩
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Colin Perkel, “(Toronto) Plus de 3 milliards ont été versés aux victimes des tristement célèbres pensionnats fédéraux pour Autochtones, indique un rapport publié jeudi”, La Presse, 11 de marzo de 2021. Disponible aquí ↩
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Al mismo tiempo, solamente para la renovación de la catedral Saint Michael, en Toronto, terminada en 2016, se gastaron 128 millones de dólares (Radio-Canadá, boletín impreso, 29 de julio de 2021). ↩
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Significativamente, la creación de la CVR fue postergada hasta que Jean Chrétien dejara de ser el primer mandatario del país. ↩
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CVR, 2015. ↩
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Los reportes están disponibles en https://n9.cl/l826m [N. de los E.]. ↩