Gracias a Inés Gallardo y Marisa Mendoza por sus palabras Gracias a Evelia Bahena y su familia, siempre, por su apoyo
I
El 27 de septiembre de 2023, un día después del noveno aniversario de la desaparición de los 43 estudiantes y de la ejecución extrajudicial de seis personas en Iguala, Guerrero, alguien subió un video a la cuenta de Facebook Api Guerrero. En los 39 segundos que dura la grabación puede verse a dos sujetos jóvenes, uno con short azul marino, playera de color claro, mochila y casco de motociclista y otro de pantalón de mezclilla y playera roja, arrojando piedras contra el memorial de Julio César Mondragón Fontes, quien fue asesinado en la madrugada, tras la desaparición de los normalistas. En el segundo diez, un tercer sujeto de playera amarilla y rostro encubierto se atraviesa enfrente de la cámara. No es posible distinguir las facciones de ninguno de los tres. Los dos primeros son los que toman entre sus manos grandes piedras y luego se impulsan para aventarlas contra la estela que sostiene una fotografía de Julio César, una placa y una cruz de mármol conmemorando lo sucedido. En el segundo veintitrés podemos ver que le prenden fuego y, pese a las risas de fondo, se escucha el crepitar del cartón y los restos de la ofrenda floral que habían dejado los estudiantes de la Federación de Estudiantes Socialistas Campesinos de México horas antes para recordar al Chilango.
Aunque no se ve el rostro de ninguno de ellos, por las voces se advierte a personas jóvenes, una mujer se ríe durante todo el video; otro se mofa de la expresión de Julio diciendo: “ya, ya, miren que ya nos vio enojado”. Más risas. Más piedras. En los pocos comentarios —apenas siete— que tiene el video, uno de los usuarios afirma que son motociclistas, otro lamenta lo sucedido y confirma que no son estudiantes. Sólo uno dice que [los normalistas] lo tienen merecido. El todavía subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, lamentó en su cuenta de X lo ocurrido; semanas después renunciaría a ese cargo para integrarse a la campaña de la presidenta electa.
Lo cierto es que ese memorial estaba un poco en el abandono. El 27 de agosto de 2015, en el marco de una manifestación que pedía justicia para los normalistas, se colocó una cruz de metal en el camino del Andariego, donde fue encontrado el cuerpo de Julio en septiembre de 2014. Marisa, quien era su pareja cuando lo asesinaron, había mandado a hacer la cruz negra que en el centro tenía escrito: “Yo desde mi estrella los puedo mirar, denme sonrisas para descansar”. Mientras hacían el agujero para colocar la cruz, alguien lamentó que fuera de metal. “Es que aquí se la van a robar, mejor la hubieran mandado a hacer de madera”. Así sucedió, no había pasado ni un año cuando nos avisaron que se la habían robado. Probablemente se la llevaron para venderla por algunos pesos, supusimos. Este fue uno de los motivos por los que se pedía a las autoridades que resguardaran de mejor manera el sitio.
Un mes después, a petición de los familiares de los 43, se levantó un memorial para señalar los lugares donde fueron asesinados Julio César Ramírez Nava y Daniel Solís Gallardo, en la esquina de Periférico y Juan N. Álvarez, y una más en el camino del Andariego para Julio César Mondragón Fontes. Con el paso del tiempo, esos lugares fueron conocidos como “La estela”. Se trata, en efecto, de una estela de concreto montada en un pequeño pedestal cuadrado, también de concreto, más angosta en la parte inferior. La que está dedicada a Julio César Ramírez Nava y Daniel Solís Gallardo tiene una placa con los nombres de los dos normalistas y de su base salen cuatro brazos dorados con las manos extendidas, como tendiéndolas hacia ellos. Un gesto de memoria. La que está dedicada a Julio César Mondragón Fontes tenía igualmente una placa, la fotografía de su rostro y una cruz de mármol en lugar de los brazos. En cada aniversario y cada protesta en Iguala, las madres y los padres de los 43 se detenían en estos lugares para dejar una ofrenda floral. Pero el resto del año quedaban un poco al descuido, sobre todo la dedicada a Mondragón Fontes que, por su ubicación, es la menos visible de las dos.
Mientras que la esquina de Periférico y Juan Álvarez es un sitio de paso constante y todavía residencial, el camino del Andariego es una calle de terracería, cuyo nombre no es de todos conocido. Se le llama así porque si sigues por él, llegas al hotel El Andariego. La penúltima vez que estuve allí fue en 2019, noviembre. Iba en compañía de Marisa Mendoza, sus papás y Melisa, hija de Julio. Habíamos ido a presentar Procesos de la noche en el zócalo de Iguala y pasamos a dejar flores. Nada más llegar tuvimos que contener la respiración, porque justo enfrente del memorial se descomponía el cuerpo de una vaca bajo los rayos de sol del mediodía y una nube de moscas negras. Los adultos tratábamos de ignorar la escena y concentrarnos en el regalo floral y decirle lo que cada quien tuviera que decirle a Julio, pero Meli quería respuestas: ¿Quién mató a la vaca? ¿Por qué la mataron? ¿Cómo la mataron? ¿Por qué la dejaron allí? ¿La vaca está en el cielo? En ese entonces, Melisa tenía cinco años, la edad en que los niños preguntan lo mismo varias veces. Incluso ya cuando nos íbamos seguía preguntando y los demás intentábamos responder. Era inevitable pensar que esas preguntas relacionadas con la vaca guardaban una triste similitud con las que tenemos respecto a su padre: ¿Quién mató a Julio? ¿Por qué lo mataron? ¿Cómo? ¿Por qué lo dejaron allí? ¿Dónde quedó la piel de su rostro? ¿Julio está en el cielo? ¿Quién? ¿Quiénes? Nadie.
II
En los primeros meses que siguieron a septiembre de 2014 era muy común escuchar que al menos las familias de los tres compañeros caídos tenían donde llorar y recordarles. Además de sus respectivos sepulcros, la función de estas dos estelas es tener un sitio para no olvidarlos y, gracias a la resistencia de las madres y los padres, es un lugar desde el que se sigue pidiendo justicia y memoria. Estas dos estelas fueron levantadas, a petición de las familias, en donde ocurrieron los hechos. A diferencia del Antimonumento apostado en la avenida Reforma de la Ciudad de México, que ha sido cobijado por la ciudadanía simpatizante con la demanda de justicia, las estelas son visitadas principalmente por las madres y los padres de los 43 y otras organizaciones sociales. No se han vuelto un ícono y eso es porque no están en el centro del país, sino en uno de los estados más golpeados por el crimen organizado.
Un monumento, por sí mismo, no implica memoria, es decir, puede estar allí, pero la gente no recuerda. Se requiere de un trabajo más allá de la propia construcción para mantener la memoria viva de los hechos que se busca no olvidar. “A ese muchacho lo fueron a tirar por allá unos días después, pero no tiene nada que ver con eso que pasó”, me dice el taxista cuando le digo que voy al monumento hecho para Julio. Intento explicarle que sí, que Julio también era normalista y que abandonaron allí su cuerpo un día después, incluso recurro a mencionar el desollamiento esperando que eso le haga recordar. El señor, que ha vivido toda su vida en Iguala, no me contradice pero tampoco se cree lo que le digo. El camino del Andariego está a un costado de Periférico, en una zona llamada Ciudad Industrial —en algunos medios la llaman erróneamente Ciudad Judicial—; si bien no está en lo profundo de esa colonia, tampoco está a la vista. Alrededor hay terrenos baldíos y las construcciones apáticas de fábricas. El lugar perfecto para abandonar un cuerpo, el peor sitio para apelar a la memoria.
La idea de un memorial es hacer un espacio para el recuerdo, una isla frente al olvido. Uno va caminando y se encuentra con un antimonumento, con una señal, con un sitio que no encaja con el resto del lugar. Te detienes, te interpela, te preguntas, entiendes. Sin embargo, por su ubicación, el memorial de Julio César Mondragón exige que primero recordemos su existencia para defenderlo, para volver una y otra vez a dejar al menos el sudor por la caminata. Esa operación parece destinada al fracaso; no obstante, hasta ahora, las veces que se ha mancillado ese sitio donde se encontró a Julio también se ha restaurado de uno u otro modo.
A diez años de esa noche en Iguala, las familias de los compañeros caídos siguen esperando justicia. “Hemos continuado de acuerdo a nuestras posibilidades”, dice Marisa, quien actualmente es madre soltera de dos pequeñas. Porque hasta la fecha no hay responsables, ni se ha llevado a juicio a nadie por los delitos en contra de los tres normalistas. Melisa, que ahora tiene diez años, sigue sin saber la forma en que su padre perdió la vida. Por consejo de la psicóloga que la acompaña, han optado por darle su espacio y, sin embargo, el fantasma del internet es un riesgo latente para Marisa. Julio sigue presente en sus vidas y esperan hacerle un pequeño altar en su casa. Como mujer, Marisa confía en que Dios la bendecirá con un buen hombre que se gane el cariño de sus hijas.
Doña Inés Gallardo, madre de Daniel Solís, me dice que no ha sido fácil, pues era el mayor de sus hijos, un ejemplo para los dos menores: un chico y una niña de diez años que hasta la fecha sigue extrañando a Dani. Para ella la vida cambió drásticamente, tuvo que dejar su trabajo como empleada de casa y poner una tienda en su domicilio, porque eso le permite asistir a las manifestaciones y reuniones. Por ejemplo, el 3 de julio de 2024 estuvo en la Ciudad de México porque tuvo una junta con el presidente Andrés Manuel. ¿Quién se queda a cuidar la tienda ahora? “Mi niña”, responde. Las formas de tener presente a quien ya no está incluyen los sueños, por eso le pregunto si ha soñado a Dani y me dice que sí: “la última vez lo soñé bien, llegaba a la casa contento”. Son formas del consuelo prodigadas por la psique.
Otro de los impactos ha ocurrido en su salud: “Yo casi no visitaba al doctor, y ahora, después de esto, voy que por la glucosa, que por la presión arterial”. Y es que, aunque a Dani le quitaron la vida, “se queda viviendo uno por los demás”, me dice Inés. Vivir por uno ya es difícil, pienso, así que entiendo que vivir por dos o 43 deteriore exponencialmente la salud. La falta de Daniel también impactó en su matrimonio: “Hasta nos divorciamos, nos separó el dolor”, me comparte. Pese a ello, ha contado con el apoyo de su familia y sus vecinos.
Las familias continúan en busca de justicia, pero no de la misma manera. Marisa ha visto en la docencia, en una escuela primaria, su forma de seguir adelante; mientras que doña Inés se mantiene trabajando junto con un sector de las madres y los padres de los 43. Cuando le pregunto a Inés si algún día sabremos lo que pasó, me responde: “Esto era en su momento, cuando estaba fresco todo. Ahorita ya con este gobierno, ya no fue fácil, ya borraron mucha evidencia, muchos culpables huyeron, algunos ya murieron”.1
III
El 15 de julio de este año volví a Iguala. Quería ver lo que quedaba de la estela de Julio. Las imágenes difundidas en los medios que reportaron la nota dejaban ver el hollín en la placa y los restos de la ofrenda floral quemada. El camino para llegar al memorial está franqueado por consignas a favor de los 43, pidiendo su aparición con vida. La estela ya no tiene los restos del fuego, sino que está pintada de color blanco grisáceo; en la parte inferior sólo quedó el pie de lo que fuera la cruz de mármol; en la parte superior queda el hueco donde debería estar el rostro de Julio. A un costado, tirados, están los restos de lo que fuera la corona de flores. Frente a ella me pregunto cómo conservar su carácter de memorial contra el tiempo. Sería necesario cambiar la ciudad entera: volver habitables los terrenos baldíos que lo circundan, remover el C4, la ferretería y la Coca-Cola. Con menor ambición pienso que una pequeña cerca, sembrar un jardín alrededor, podría ayudar a invocar la memoria. Actualmente ambas cosas parecen difíciles de llevar a cabo.
El 27 de septiembre de 2014, la fotografía de Julio sin rostro fue la imagen de la desaparición de los 43; la ausencia de su piel señalaba, por sinécdoque, la de los otros estudiantes. El intento por destruir su memorial el año pasado es análogo a la infame y cobarde acometida estatal por exonerar al ejército y revictimizar a las familias de los 43. La gente de Iguala dice que alguien les pagó a los jóvenes que apedrearon y quemaron la estela de Julio, pero nadie se aventura a dar un nombre. Lo cierto es que esta tentativa por desaparecer el memorial es un gesto idéntico al desollamiento que buscaba despojar a Julio de su identidad. Quienes hayan sido usaron el mismo recurso: subir la fotografía y el video a internet. Burdo pleonasmo.
Si algo nos ha enseñado la impunidad histórica —al menos desde 1968, por poner una fecha— es que siempre nos quedan las palabras. La cruz que Marisa mandó a hacer probablemente fue fundida, pero nos quedan la descripción y la frase que ella imaginó para Julio; el memorial fue pasado por fuego, pero tenemos la posibilidad de invocarlo con el recuerdo de cómo fue construido, por quién y para quién. Los memoriales, monumentos y antimonumentos son la representación táctil de la memoria que algunos no estamos dispuestos a dejar ir; la fuente de esa memoria son las palabras libres. Vivos los queremos.
Imagen de portada: Memorial temporal a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa en Parque Castillo, Orizaba, septiembre de 2019. Fotografía de Isaac Vásquez (Isaacvp), Creative Commons.
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Hasta el cierre de este artículo intenté contactar a la señora Bertha Nava, madre de Julio César Ramírez Nava, pero no fue posible. Doña Inés me dijo que tampoco ellos, los padres y las madres de los 43, la pudieron contactar para que asistiera a esta reunión con AMLO (la del 3 de julio del año en curso); “la última vez que la vi no traía teléfono”, me dijo. ↩