Teoría de la jícara
Nos hicieron creer que México era una suerte de jícara grande, madura, reluciente y sólida, de exportación. El gobierno encabezado por Carlos Salinas de Gortari, obsequioso y gallardo extendía la jícara en bandeja de plata al socio de oro, y de ahí al global mercado libre del hemisferio norte. Qué lisa y brillante parecía la jícara, también llamada morro. Y entonces, en la fecha y la hora señaladas, el plop de la champaña se volvió un gulp de incredulidad atronadora en las gargantas de los gobernantes que celebraban. La noche de año nuevo de 1994 la preciosa jícara se cuarteó. Inoportuna rajadura que reventó en un reclamo de elocuencia sin precedentes, un “hoy decimos basta” gritado con fusiles en el puño y caras mal tapadas desde el último rincón de la patria, en las montañas de Chiapas. Por la cuarteadura brotaron incontenibles las palabras de la Primera Declaración de la Selva Lacandona y las imágenes incomprensibles de un ejército campesino e insurrecto que ocupó las sedes de gobierno en algunas ciudades del sureste. Era una declaración de guerra con todas sus letras. Y aquel ejército que no podía ser anunció que avanzaría hasta la capital de la República para derrocar al mal gobierno, con base en el artículo 39º de la Constitución y acogiéndose a las Leyes sobre la Guerra dictadas en la Convención de Ginebra. Parecía un chiste. Un mal sueño. Muchos hubieran querido reír, pero no pudieron. Por la rajadura de la jícara se asomaron en definitiva los pueblos indígenas reclamando su lugar en la nación y en la Historia. Aún hoy parece increíble lo que lograron en una sola noche, cuando declararon:
Somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambición insaciable de una dictadura de más de setenta años encabezada por una camarilla de traidores que representan a los grupos más conservadores y vendepatrias. Son los mismos que se opusieron a Hidalgo y a Morelos, los que traicionaron a Vicente Guerrero, son los mismos que vendieron más de la mitad de nuestro suelo al extranjero invasor, son los mismos que trajeron un príncipe europeo a gobernarnos, son los mismos que formaron la dictadura de los científicos porfiristas, son los mismos que se opusieron a la expropiación petrolera, son los mismos que masacraron a los trabajadores ferrocarrileros en 1958 y a los estudiantes en 1968, son los mismos que hoy nos quitan todo, absolutamente todo.
Y al pueblo de México le dijeron:
Nosotros, hombres y mujeres íntegros y libres, estamos conscientes de que la guerra que declaramos es una medida última, pero justa. Los dictadores están aplicando una guerra genocida no declarada contra nuestros pueblos desde hace muchos años, por lo que pedimos tu participación decidida apoyando este plan del pueblo mexicano que lucha por trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz. Declaramos que no dejaremos de pelear hasta lograr el cumplimiento de estas demandas básicas de nuestro pueblo formando un gobierno de nuestro país libre y democrático.
Nadie se había atrevido a hablarle así al Estado en décadas. Y tratándose de indígenas, en siglos. El nombre del grupo insurrecto, Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), quedaría tatuado para siempre en la piel del Estado mexicano. Indígenas. De inmediato precisaron ser mayas tsotsiles, tzeltales, tojolabales y choles. Y zoques. Ya de ahí podrían ser cualesquiera de los pueblos originarios mexicanos. Despertaron de un campanazo, y con él despertaron al país entero. Y al mundo. ¿Saben qué? México resulta ser el país con mayor población originaria en el continente: al menos 25 por ciento del total en las Américas. Suman muchos millones, quizá veinte o más, aunque oficialmente los censos rebajan las cifras en una suerte de genocidio estadístico, propio del método desde siempre. Y aún así son la cuarta parte. El presidente Salinas, todavía pálido días después del año nuevo, en aquel largo enero del 94 y visiblemente disminuido, declararía que los indígenas desafectos al régimen eran unos cuantos. Procedían de tres o cuatro municipios de Los Altos y que ya se estaba atendiendo la situación. Ajá, desplegando millares de efectivos militares en la región, convoyes kilométricos cargados de tropas, aviones, tanques y helicópteros que disparaban y bombardeaban a un blanco que se había esfumado. Así como aparecieron de la noche, volvieron a ella. Se los tragó la selva. Ahora, el gobierno estaba en guerra contra indígenas mexicanos, cuyas razones sonaron convincentes, al menos para que todos voltearan a mirar. Por la grieta de la jícara seguiría saliendo un baño de realidad cual luz (Carlos Monsiváis admitiría que “los zapatistas nos enseñaron a hablar con la realidad”) que nadie pudo contener; al contrario, crecía. La jícara agrietada arrojó una luz nueva, muy nueva, sobre el debate nacional. Y un flamante actor central: los pueblos originarios. Más aún, pareció la resurrección del sueño libertario que había sepultado el muro de Berlín pocos años atrás cuando las grietas acabaron por derrumbarlo. Si Leonard Cohen cantaba que las grietas son por donde entra la luz, el fulgor indígena vino del interior de México mismo, el “profundo”, y nadie pudo decir que no lo había visto. Por mucho que falte todavía, en 2019, para la reivindicación plena de los pueblos originarios, el arco abierto por los neozapatistas de Chiapas ha derribado como naipes cantidad de prejuicios, negaciones, discriminaciones e impunidades. Hoy son visibles y “políticamente incorrectos” el racismo explícito, la discriminación contra la mujer indígena y contra las lenguas originarias. No quiere decir que ya no existan, pero se estrecharon los márgenes para la hipocresía de la sociedad mayoritaria. La jícara se quebró definitivamente.
Nunca más un México sin sus pueblos
La estela del alzamiento, su impacto en los propios pueblos originarios del país, es un asunto poco atendido por los analistas. Se recordará que la sorpresa de aquel año nuevo había sido anunciada. A mediados de 1993, medios nacionales y agencias internacionales reportaron un choque del Ejército federal con algún tipo de guerrilla en las cañadas de Ocosingo, cerca de Chalam del Carmen, a las puertas de la selva Lacandona de los tzeltales. El gobierno lo minimizó inmediatamente, el Ejército negó la existencia de guerrillas, y esto sin contar que el nuevo secretario de Gobernación había gobernado autocráticamente la entidad hasta pocos meses antes. El Estado suponía que la situación estaba bajo control. El año siguiente habría elecciones y el peligro cardenista pareció conjurado al incorporarse la izquierda al sistema electoral y quedar en su “tamaño real”. Nadie previó que los vientos del cambio vendrían de tan abajo. ¿De cuándo acá los indios representaban un desafío real para el Estado? Eran clientes, nada más. Pero los vientos no previstos sí venían soplando allá abajo. En el otoño de 1993 la casualidad, si acaso existe, me llevó de San Cristóbal de Las Casas a la cañada tojolabal de Las Margaritas, hasta una comunidad, entonces semirremota, llamada Cruz del Rosario. Que a visitar unos cafetales. No yo, mis acompañantes. Yo iba “de gorra”. Y allá vamos en un camioncito de redilas cañada adentro. En Cruz del Rosario, nuestro anfitrión, un poblador tojolabal, nos contó de sus cacerías de quetzales en la montaña, de a cuánto los vendía, sobre todo vivos. Con la misma falta de pudor narró el tránsito de “guerrilleros”, que venían del rumbo del Tepeyac (Guadalupe Tepeyac, que en pocos meses devendría famoso) y a los que se les conocían dos mandos: uno alto, un poco pelirrojo; otro chaparrito, “indígena pero no de por aquí”. Con el tiempo sería fácil deducir que se trataba del subcomandante Pedro y el mayor Moisés del EZLN. No recuerdo que los aprobara ni desaprobara. Prevalecía un peculiar nerviosismo en todas partes. En San Cristóbal y Ocosingo los comerciantes caxlanes sufrían visiones apocalípticas. Días atrás en Jovel, durante el vigésimo aniversario de la Asociación Rural de Interés Colectivo (ARIC) desairada por el gobierno salinista al cual se había entregado su dirigencia, la poderosa organización de productores indígenas, aún indivisa pero ya mermada, pasaba escalofríos. “Nos están quitando a nuestros muchachos” se lamentaban dirigentes y asesores caxlanes con paternalismo galopante y cálculos políticos sin fundamento. Abundaban los signos de “algo” grave. Cada vez más radicalmente indígena en su orientación, la diócesis encabezada por Samuel Ruiz García vivía asediada, los coletos “auténticos” y los ganaderos de la región les traían ganas al obispo, a sus párrocos y catequistas, a las comunidades liberadas, al novel Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, que hoy apodamos Frayba. En las organizaciones y uniones históricas (Confederación Nacional Campesina [CNC] Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos [CIOAC] y la ARIC) la conmoción interna era evidente. Los católicos “tradicionales” de San Juan Chamula apenas habían depuesto las armas criminales contra las “sectas protestantes”, con lo que provocaron el éxodo de más de 30 mil chamulas a San Cristóbal y la frontera. En tanto, la telaraña del secreto crecía en los barrios, las cañadas, las escuelas y los conventos. Luego del casi autocrático dominio del gobernador Patrocinio González Garrido hasta pocos meses atrás, cuando su primo político, el presidente Salinas, le acortó la rienda trayéndolo a Gobernación, Chiapas parecía estar sin gobierno o tenerlo en otra parte (un síndrome recurrente en la entidad). Nada permitió prever el tamaño del impacto que tres meses después tendría la irrupción del que resultó ser Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Inmediato, profundo, mundial, sorprendió a los insurrectos, a la Iglesia católica y al gobierno. Extasió a los medios. Las semanas posteriores al primero de enero de 1994 revelaron un movimiento amplísimo, organizado y disciplinado, pleno de sentido, de ideas y experimentos, de gravedad política y humor inéditos. Su base, su todo residía en la fuerza telúrica de miles de indígenas encapuchados, armados, en rebeldía. Muchos fueron los efectos imprevistos de la rebelión que movilizó multitudes en el país entero, generó redes de solidaridad de nuevo tipo e inspiró ríos de tinta, fotografía, video (en internet, por entonces incipiente, los comunicados del EZLN se traducían el mismo día al inglés, italiano, alemán, francés y otras lenguas), cuyos mensajes propiciaron la creación de géneros musicales y artes propagandísticas que Europa y las Américas volteaban a ver con asombro. Menos evidente, ignorado por todos, el impacto de mayor calado ocurrió en los propios pueblos originarios. Comunidades e individuos de todo México aprendieron que sin miedo se podía. Abrazaron sus lenguas. Las mujeres se supieron aludidas como nunca antes. Los jóvenes vislumbraron otra modernidad posible: un mundo donde cupieran muchos mundos. Donde cupieran ellos. Las montañas y la selva Lacandona se abrían a una experiencia de gobierno y lucha en evolución. Los rebeldes se legitimaron en sus acciones y su lenguaje. Con la palabra de su lado, los indígenas llevaron la batuta por primera vez en la historia de México.
Un país muy otro
Hay triunfos que parecen derrotas: el movimiento estudiantil de 1968, el fraude de 1988, la huelga del Consejo General de Huelga en 1999. Por distante que parezca el 94 en 2019, sigue aquí ese México de rapiña capitalista, regocijo liberal y baños de realidad repentinos y brutales. Aquel evento dio origen a nuevos sueños sociales. También a una guerra intestina “de baja intensidad”, la cual, mutatis mutandis, continúa hoy en esas mismas montañas de Chiapas y en muchas montañas y llanuras de la república. El gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León inauguró la era moderna de masacres y matanzas, y renovó la palabra genocidio. Desde el 9 de febrero de 1995, la ruta que traza el Estado es contener militarmente, sitiar y, sobre todo, traicionar sistemáticamente sus acuerdos y compromisos. Otorga a los indígenas el estatuto de enemigos del Estado. En Aguas Blancas, Guerrero, vimos el primer zarpazo en junio de 1995. Así, se construye metódicamente una contrainsurgencia fratricida entre choles en la zona norte de Chiapas, mientras dialoga con los comandantes rebeldes en la selva tzeltal y en San Andrés Larráinzar. Se apilan los muertos para bloquear los diálogos, pero en abril de 1996 se firman unos primeros acuerdos. Fue notable la participación en los diálogos de representantes de pueblos indígenas de todo el país. Le gustara o no al gobierno, el asunto era nacional y debía plasmarse en la Constitución. Zedillo decidió no cumplir, descaradamente. Agudizó la contrainsurgencia y la extendió a Chenalhó en la región tsotsil. Más muertos, hasta llegar a la masacre de Acteal el 22 de diciembre de 1997, y luego, durante 1998, las de El Bosque por ahí mismo en Los Altos, El Charco (otra vez Guerrero) y la ofensiva contra los zapotecos de la región loxichas, Oaxaca. Resulta que los indios importan, y para el Estado no por las mejores razones. Una y otra vez Zedillo intenta rebasarlos, ignorarlos, negarlos. Deja militarizado Chiapas y entrega el gobierno a doce años de derecha confesional, aún más impotente para enfrentar el desafío de los indígenas. No obstante, la “guerra” contra el crimen organizado desatada por Felipe Calderón Hinojosa en 2007 tiene como primer efecto arrinconar militar y paramilitarmente, no ya a los rebeldes del sur y el sureste, sino a buena parte de los pueblos originarios. Eso paralizó proyectos de autogobierno y movimientos nacionales como el Congreso Nacional Indígena, fundado en 1996 bajo inspiración zapatista. Pocos lo percibieron, los medios no lo registraron: Calderón logró llegar al 2010 con el país en llamas y los indios arrinconados. En Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Chihuahua y Chiapas siguieron muriendo comuneros, y el centenario de la Revolución no pudo ser el campanazo que muchos esperaban, un poco a la manera de 1992, cuando el fracaso celebratorio del V centenario atizó la erupción definitiva de los indígenas continentales. Un cuarto de siglo después del alzamiento zapatista, y a la vista de sus innumerables consecuencias, es evidente que mucho cambió. Los pueblos se alzaron en el sentido cultural, de organización, simbólico y hasta lingüístico. Desde inicios del siglo XXI se ha desatado en el país una febril escritura literaria en las lenguas mexicanas, con obras y autores que merecen un lugar. Hace 25 años eso no existía, ni era previsible. La literatura como señal de vida. El Estado se presenta hoy como liberal de los de antes, nacionalista, y vuelve a topar con la piedra ineludible de los pueblos originarios, sus derechos, territorios y gobiernos propios. Andrés Manuel López Obrador promete desarrollar, no reprimir; consultar, no imponer. Para él, los pobres son primero, y como los indios son “pobres” por antonomasia, pues primero los indios, que dejarían de ser pobres. Sólo que los proyectos del Estado y la tendencia capitalista global siguen exigiendo que dejen de ser indios: lengua y bordados como folclor, sin territorio ni gobierno propio, como siempre. Pero hace ya 25 años que para los pueblos originarios las cosas dejaron de ser “como siempre”.
Imagen de portada: Encuentro de mujeres en La Garrucha, Chiapas, 2008. Fotografía de John Gibler