Impronta
Hay quienes tocan la tierra y apenas dejan rastro de su paso y su existencia. Una mujer del pueblo indígena sami dedicada a la crianza de renos me contó que las evidencias arqueológicas sobre cómo se fue poblando su territorio ancestral, ahora dividido entre Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia, eran difíciles de rastrear y que estaban constituidas por marcas sutiles. Para las sociedades sami el constante movimiento sobre el territorio implicaba no dejar improntas definitivas a su paso. La crianza de renos, actividad cultural y económicamente primordial para ese pueblo, suponía trasladarse de un lugar a otro según las temporadas y las necesidades de estos animales, de modo que los bienes materiales para viajar debían ser ligeros; incluso las estructuras tradicionales en las que habitaban eran portátiles y estaban hechas de materiales biodegradables. Aunque esas grandes poblaciones de renos seguramente crearon rutas y veredas con sus pisadas e impactaron en los ecosistemas con los que interactuaban, es verdad que la impronta del estilo de vida sami sobre la naturaleza fue sutil y se integró a los ciclos de la tierra.
No podemos decir lo mismo de otras sociedades que dejaron marcas y huellas profundas de su paso por la historia con toda la intención. ¿De dónde provinieron los cientos de miles de bloques de piedra necesarios para la construcción de la Gran Pirámide de Guiza en Egipto? Su extracción debió implicar necesariamente una serie de horadaciones importantes en el territorio y un impacto en el cuerpo de miles de trabajadores que sacaron la materia prima de las canteras y la trasladaron por largas distancias. Esa obsesión por trascender, permítanme llamarla así, dejó una marca tan definitiva sobre la tierra que pisaron esos pueblos que, aún ahora, nuestras miradas contemplan asombradas estas gigantescas pirámides alzadas en el desierto, que parecen decirnos en antiguas lenguas: “Estuvimos aquí y hemos dejado estos colosales signos para hacerlo saber”.
Algo semejante sucede aquí. En La Venta, un sitio arqueológico atribuido a la cultura olmeca y ubicado en el actual estado de Tabasco, en México, la pirámide conocida por los especialistas como Complejo C se eleva, con sus 128 metros de diámetro, 30 metros sobre el suelo. Esta edificación es considerada la pirámide más antigua de Mesoamérica y se calcula que fueron necesarios más de 100 mil metros cúbicos de barro para construirla. La obtención de materiales para edificarla implicó sin duda afectaciones significativas sobre el territorio, pues hubo que trasladar el barro de un lugar a otro. Algo similar debió ocurrir con las llamadas cabezas colosales olmecas; las gigantescas piedras de basalto utilizadas fueron extraídas de la Sierra de los Tuxtlas del actual Veracruz y trasladadas, aún no queda claro cómo, hasta el sitio en el que fueron esculpidas.
Las marcas perennes o las fugaces improntas que las sociedades han dejado sobre la naturaleza evidencian la existencia de un abanico diverso de mecanismos mediante los cuales humanidad y tierra establecen relaciones. La humanidad, como un conjunto peculiar de mamíferos, forma parte de la naturaleza, y ambas interactúan más allá del deseo de la primera de tatuar sobre el territorio una marca de su paso por el mundo erigiendo edificaciones enormes. Son estas últimas las que han sido laureadas por la voz de la historia oficial. Entre mayores y más impresionantes son las construcciones y las marcas que una sociedad ha dejado sobre el cutis terrestre, más valorada es esa “civilización”, sin importar que para hacer posibles semejantes “maravillas” haya sido necesario, en muchos casos, una estratificación social opresiva o bien el trabajo forzado de una población esclavizada. Por el contrario, las sociedades que apenas han dejado improntas livianas sobre nuestro planeta pocas veces reciben el nombre de civilizaciones. En lugar de verlas como un modelo más de interacción humana con el mundo, se las califica de primitivas y poco desarrolladas, se las narra como culturas que apenas pueden aportar algo a la gran historia lineal de la humanidad. Las grandes edificaciones le hablan a la historia; las improntas, a la memoria.
En su excelente blog titulado Yukjotp,1 el biólogo mixe Julio César Gallardo nos explica el mito del mundo prístino,2 según el cual los territorios de los pueblos indígenas de México eran, antes de la colonización europea, lugares paradisíacos y en los que las sociedades originarias habían dejado intactos los ecosistemas hasta la llegada de los conquistadores españoles. Gallardo explica, además, cómo todos estos prejuicios están fuertemente asociados al mito del buen salvaje y niegan que a lo largo de los siglos las sociedades mesoamericanas transformaron su entorno de muchas maneras y tuvieron un impacto sobre sus ecosistemas. Pero, ¿qué fue lo que sucedió entonces con la llegada de la colonización europea?
Extractivismo
Si todas las civilizaciones han impactado la naturaleza mediante la extracción de piedras, metales y otras materias, ¿cuáles son las particularidades del extractivismo? ¿No podríamos decir entonces que todas las sociedades humanas son y han sido extractivistas? Bajo esta idea, las comunidades de alfareros que extraen barro para confeccionar ollas y otros enseres domésticos mostrarían un grado de extractivismo, como ciertas personas han querido argumentar para decir que el extractivismo es un mal necesario.
El aprovechamiento de las materias de la naturaleza es un fenómeno decididamente distinto de lo que se ha bautizado como extractivismo, pues implica mantener el equilibrio necesario para que los bienes naturales se regeneren, y su escasez o desaparición no ponga en riesgo a la comunidad que depende de ellos. Incluso en los casos en los que de extensas canteras se han tomado materiales para construir los grandes monumentos históricos del pasado se pueden plantear diferencias fundamentales con respecto del extractivismo. Es importante subrayar que no toda extracción de elementos de la naturaleza que luego son sometidos a un mecanismo tecnológico y transformados en otras cosas puede llamarse extractivismo.
El extractivismo se encuentra indisolublemente ligado a su origen colonialista y en la actualidad, al capitalismo. A lo largo de su establecimiento, el colonialismo implicó un cambio en las relaciones entre todas las regiones del mundo: se establecieron metrópolis europeas y colonias que fueron convertidas en las canteras del planeta. El extractivismo es entonces una estrategia del colonialismo que convierte la naturaleza de los lugares colonizados en “materias primas” que, después de un tratamiento tecnológico, se transformarán en riqueza acumulable en las metrópolis. Por otro lado, el aprovechamiento de elementos naturales no siempre ha implicado el despojo de otros territorios del mundo para enriquecimiento de las grandes metrópolis. El caso que se menciona en el blog Yukjotp nos puede mostrar una diferencia fundamental. Gallardo menciona que la deforestación de los bosques parece haber sido un factor significativo en la caída de Teotihuacan, una de las ciudades más importantes del periodo Clásico mesoamericano. Es decir, romper el equilibrio con el ecosistema circundante sin dar tiempo a que se regenerara impactó en la viabilidad de la ciudad, aunque este fenómeno no haya sido provocado por el despojo y el traslado de materias primas de una devastada región del mundo para el enriquecimiento de otra. En el caso del extractivismo colonial, la devastación siempre se realiza en favor de las metrópolis, que explotan a la naturaleza y a los habitantes colonizados. Romper el equilibrio es entonces una manifestación deliberada de la opresión colonial. La obsesión de los conquistadores españoles con el oro y otros minerales tuvo consecuencias claras: la minería, uno de los mecanismos extractivistas más importantes, fue también una de las actividades económicas que más se impulsaron durante el colonialismo temprano en este continente.
El gran descenso de la población nativa durante las primeras décadas de la colonización, entre otras razones, propició el comienzo de otro tipo de extractivismo. Con el fin de seguir explotando territorios de pueblos indígenas, se determinó que los habitantes del continente africano fueran secuestrados, trasladados a América y sometidos a la esclavitud. Del mismo modo en el que la naturaleza fue convertida en materia prima, la población africana fue concebida como otro elemento “no civilizado” de la naturaleza sobre el cual ejercer extractivismo. Extraer riquezas no solo de las entrañas de la tierra, sino de los propios cuerpos humanos en esclavitud, forma parte fundacional de la empresa colonialista.
Si leemos el capitalismo como un sistema que necesitó del colonialismo para su desarrollo tal como lo conocemos, el extractivismo capitalista es una consecuencia del extractivismo colonial. Exacerbar el proceso de extracción y la técnica para convertir la naturaleza en mercancía capitalista ha rendido frutos. Según un informe de la organización Fundar, entre 2000 y 2010 las empresas mineras obtuvieron casi el doble del oro que fue extraído durante el virreinato.
La emergencia climática actual es un síntoma del modelo extractivista intensificado que, como una máquina voraz, ha ido consumiendo la naturaleza para vomitarla como mercancía. La extracción de petróleo, carbón y gas ha sido, desde la Revolución Industrial hasta nuestros días, un mecanismo indispensable para el establecimiento del capitalismo como sistema hegemónico. La utilización de estos combustibles fósiles genera gases de efecto invernadero que han elevado la temperatura promedio del planeta a tal punto que hoy está en riesgo la posibilidad misma de la vida humana. Si el extractivismo es el mecanismo para convertir la naturaleza en mercancía, la emergencia climática es el principal síntoma de su agotamiento.
Dado que dentro del modelo capitalista la economía necesita crecer sin pausa para que una pequeña minoría acumule riqueza; la demanda de más energía y mercancías en un planeta al que no se le pueden extraer materias infinitamente ha hecho que los proyectos extractivistas se vuelvan cada vez más agresivos en tiempos del capitalismo tardío. Las democracias actuales le han ofrecido un marco legal a este tipo de proyectos que atentan contra los territorios de pueblos y de comunidades en resistencia. En el caso de México, el Estado otorga mediante la figura de la “concesión” la posibilidad de que algunas empresas desarrollen proyectos extractivistas en territorios con minerales y otros recursos considerados propiedad de la nación. Estas concesiones se otorgan generalmente por un periodo de 99 años sin el consentimiento de la población afectada. A los ojos de varios pueblos indígenas, los bienes naturales son dones colectivos, bienes que no dependen del ingenio humano para ser creados, elementos naturales que nadie ha manufacturado. En cambio, para la mirada capitalista los bienes naturales constituyen “materias primas” y “mercancías” al servicio del mercado. Esta situación explica por qué en la actualidad el extractivismo es la principal amenaza sobre los pueblos indígenas del mundo, que hasta ahora han resguardado la mayor parte de las reservas naturales; sus territorios están siendo concesionados a empresas extractivistas, ya sea en Noruega o en Oaxaca.
Dentro del sistema capitalista todo proceso extractivista implica un robo de origen, el saqueo de un bien común. Si nadie manufactura ni crea los minerales o los combustibles fósiles que yacen en las entrañas del planeta, ¿por qué solo un grupo de personas se adueña de estos elementos para su propio enriquecimiento? Porque tiene el poder de robarlos. Este despojo pone en riesgo la vida de los pueblos cuyos territorios sufren extractivismo y en esos contextos surgen las resistencias.
Dado que los países de la llamada Latinoamérica han sido tratados históricamente como canteras de extracción para las metrópolis, resulta perverso bajo semejante esquema que se acuse a esta región del mundo de un pobre desarrollo científico y tecnológico y de contar con un número muy pequeño de patentes según reportes de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. Si a estos territorios, además, se les ha negado el conocimiento para el desarrollo de la tecnología con la que el capitalismo convierte materias primas en mercancía, es casi esperable una feroz resistencia.
La lucha de los pueblos nahuas de Puebla contra la empresa BONAFONT (perteneciente a la transnacional Grupo Danone) es un ejemplo de ello. Esta empresa embotelladora estaba secando las fuentes de agua de los territorios nahuas. El agua, ese bien común y vital por excelencia, estaba siendo privatizada con el fin de que los dueños de la compañía acumularan riqueza, es decir, se trataba de un robo mediante la figura legal de la “concesión”. Los pueblos nahuas organizados tomaron las instalaciones de la empresa de manera pacífica el 22 de marzo de 2021, Día Mundial del Agua, y crearon allí el Altepelmecalli, la “Casa de los Pueblos”. Con el paso del tiempo las fuentes de las comunidades nahuas comenzaron a recuperarse y la esperanza surgió con los brotes de agua nueva. Lamentablemente, en la madrugada del 15 de febrero de 2022 elementos de la Guardia Nacional, junto con la Policía Estatal, desalojaron las instalaciones tomadas para devolverlas a las empresas.
Procesos como este son cada vez más frecuentes e intensivos, ya sea en forma de minería, empresas embotelladoras, desarrollos inmobiliarios que necesitan regar campos de golf e incluso de corporaciones que promueven fuentes de energías renovables. El extractivismo se fortalece para seguir abonando al crecimiento infinito al que aspira, contra toda lógica y sensatez, el sistema capitalista.
Mientras que en las metrópolis el desarrollo de la inteligencia artificial, las nuevas tecnologías y sistemas como ChatGPT son celebrados y abren nuevos debates, aquí surgen otras preguntas: ¿cuánto más extractivismo podrán soportar los pueblos y los territorios, que históricamente han sido explotados como canteras del mundo, para sostener la creciente demanda de minerales que requieren las nuevas tecnologías? Tengo curiosidad por saber qué me respondería la inteligencia artificial. Tal vez nos reafirme que la emergencia climática es, en efecto, la Gran Pirámide de Guiza del capitalismo.
Imagen de portada: ©Alejandra Venegas, Agua que aflora, 2022. Fotografía de Ramiro Chaves. Cortesía de la artista