Tu escritura parece moverse con soltura entre la poesía, el ensayo y la narrativa, por lo menos. ¿Cómo es el proceso de decidir qué forma adoptará un texto en particular? ¿Te sientes más o menos cómoda con una forma o con la otra?
Soy, ante todo, una poeta y siempre lo seré. La novela, el ensayo, la lista de la compra, la carta de renuncia: toda forma verbal se encuentra en el precipicio de la poesía. Entonces, el placer que obtengo de la escritura consiste en cultivar esta cualidad latente, al tiempo que se preservan algunos de los límites, las convenciones de la forma en la que estoy trabajando. Para que la lista de la compra sea un poema, debe también continuar siendo una lista de la compra, solo que de alguna manera se intensifica, se hace extraña. Es un asunto que me obsesiona: ¿cómo puedo escribir todo lo que hay y mantener al menos algunas de estas cualidades formales y tradicionales intactas, sin nunca dejar de excavar y encontrar la poesía ahí subyacente?
En tu magnífico ensayo “La única y verdadera” escribes (entre otras cosas) sobre la forma en que el amor romántico idealizado objetifica el sujeto del amor, con la Beatriz de Dante como uno de los más emblemáticos ejemplos.1 Y también mencionas que esto ha sido una carga en particular para las mujeres. En los años que han pasado desde su escritura, ¿te parece que las cosas han cambiado en algo?
Mucha gente joven que conozco me dice que tiene miedo de enamorarse, de sentir amor o alimentarlo, que hacer eso es demencial, que parece demencial, que ocasiona que una persona sea considerada de carácter inestable o débil. A lo sumo esta gente tiene relaciones sexuales bajo diversos arreglos contractuales, algunos muy ingeniosos, sin comprender el potencial del amor para transformar exponencialmente la experiencia erótica. Otros más, que han enloquecido y se han enamorado a pesar de la prohibición, me dicen que no se sienten libres para escribir o crear arte que trate sobre el amor, o al menos no sobre sus placeres y dolores. Sobre el sexo, sí. Sobre esa banalidad absoluta —“la pareja”—, sí, con sus negociaciones prácticas y fundamentos terapéuticos. Pero sobre el amor, aquel que no tiene contratos, ni verbales ni de ningún tipo, que no depende de ser recíproco, que no se dice que promueve “la salud”; sobre el amor, ¿con toda su parte espinosa, el dolor, la imposibilidad, los corazones rotos?, ¿aquel que se niega a la contención de lo terapéutico? No en esta vida, eso no es para ellos. Esto es negativo para personas de todos los géneros y sexualidades, y negativo para el mundo. Pero también para la literatura. Eros es el motor del poema. Cuando sea reprimido, habrá venganzas. Lo que pienso de las objetificaciones del amor —su relación con Kierkegaard, Dickinson y los demás personajes de ese ensayo— es que estos escritores al menos comprendieron la fuerza de Eros y la dirigieron hacia el arte, razón por la cual suspenden y aíslan al amor en el momento en el que el amor recíproco pudiera llegar y arruinarlo todo. Malo para la persona amada, pero bueno para el poema. Yo estoy abiertamente del lado de Dante, Kierkegaard y los poetas en general: soy una total creyente tanto en el amor como en su sublimación.
En Manual para destinos defraudados (traducción de Adalber Salas Hernández, Killer71, 2021) escribes: “A veces, la poesía es un no. Su silencio relativo es la forma solapada de cantar que tiene la negación. Sus huidas hacia un amplio exterior son a veces, en un mundo de actividad exterior febril, un método de permanecer quieto. La poesía es más o menos popular entre los adolescentes y los revolucionarios, y es buena llevando la contra, diciendo que algo es lo opuesto de algo más, proveyendo de sinsentido al sentido y de sentido a pesar del sinsentido alarmante del mundo”. En relación con lo anterior, ¿cómo concibes la idea de una posible dimensión política de la poesía? (¿O acaso es inexistente?)
Me interesa la poesía como vehículo de antagonismo social. Quiero que sea, en el mejor y más noble sentido del término, malvada. O al menos nunca quiero que sea lo que en esta miserable y codiciosa época se considera bueno. Incluso cuando la poesía utiliza mal las palabras, traspasa las expectativas de las formas existentes, socava el significado, desestabiliza la certidumbre, nos puede sacudir para despertarnos de la pesadilla prosaica de la vida administrada. No me interesa la poesía como un sitio de virtud cívica. El carácter político de la poesía va mucho más allá de la concepción presente de la política, remontándose a su naturaleza social, misma que existe tanto antes como después del Estado. La poesía vino antes de la ley. Después, cuando apareció la ley, la poesía comenzó a hacerle mofa y no ha dejado de mofarse de la ley desde entonces. La poesía que busco no sirve, citando a William Carlos Williams, “para decorar mi época”. Más bien sirve para desecrar lo que precisa de ser desecrado.
En Desmorir describes en gran detalle tu experiencia personal con el cáncer, pero también la encuadras dentro de una suerte de economía de la enfermedad, tanto al interior de la industria médica, como en las expectativas y efectos en el mercado laboral. ¿Podría decirse que, en el mundo neoliberal, la enfermedad es considerada una empresa lucrativa, así como la incapacidad de mantenerse tan productivos y competitivos como requiere el sistema?
Sí, eso creo. Sucede que el capitalismo tiene formas igualmente lucrativas de enfermarnos, de manera que la extracción ocurre a lo largo de la vida, mucho antes de que el síntoma aparezca.
¿Nos podrías hablar un poco de cómo el discurso de “vencer al cáncer” y el énfasis que se coloca en la voluntad encaja en esta industria?
Lo describo tan a detalle en el libro que creo que tan solo recomendaría que a quien le interesara lo leyera ahí. Quizá lo único que añadiría es que la idea del autocuidado, de la mejora personal, el crecimiento personal y demás no se limita al cáncer, sino que termina por invadirlo todo, de maneras insidiosas y deformantes.
¿Cómo ha sido vivir en Estados Unidos durante los últimos años, con todas las tensiones y la polarización? ¿Crees que la turbulencia política y las guerras culturales estén teniendo un profundo efecto sobre la literatura y el arte?
La intensificación del poder de las clases administrativas y la propia administración han sido profundas e ineludibles. La óptica “administrativa” —la proliferación de sus formas, el ordenamiento algorítmico, la vigilancia paranoica, la recopilación de datos, los “metadatos” como algo que tiene sentido, los enfoques del estilo de departamentos de recursos humanos aplicados a la sociabilidad, incluso fuera del espacio de trabajo— se ha vuelto tan extrema en los años postTrump y postpandemia, tan irracional al nivel de sus microrracionalizaciones, tan abominable, que siento que estoy enloqueciendo a causa de ello. Y sospecho que es la misma razón por la que mucha más gente está enloqueciendo también. Las clases administrativas están aplastando a las “salvajes” e impredecibles masas. Son aplastadas después de haberse quebrado. Cuando la vida se nos desmenuza en mil pedacitos rentables, cuando ya no podemos hablar con otra persona sin la mediación de una institución, corporación o el Estado, cuando incluso nuestras emociones se han vuelto sujetas a la acumulación capitalista (vía redes sociales), ¿cómo hemos de vivir? Así que supongo que morimos, literal o figuradamente. Acumulamos armas como si fueran escupidas por la boca de la cabeza de una deidad, como en la película Zardoz (John Boorman, 1974); caminamos como zombies entre impensables orgías de muerte y dolor, sin siquiera molestarnos en contar los niños muertos en los suelos de los salones de clases. Construimos historias paranoides sobre “el otro” para poder comprenderlo, tan solo ligeramente alertas de quién o qué está detrás de nuestra condición. Entre tanto, los aspiracionistas aspiran, despiadados, competitivos e impúdicos. Ellos son los “buenos”. Piensan a partir de listas de cosas por hacer y nauseabundos lugares comunes éticos. La poesía y la literatura son también en la actualidad el lugar donde sucede todo esto: organizaciones sin fines de lucro e instituciones minuciosamente administradas, competidores despiadados que tratan de dominar su porción del mercado literario, críticos que —al haber adoptado la óptica administrativa— confunden categorías con contenido. Estamos también los zombies que disociamos entre las escenas del horror. A esto se añade la extrema riqueza de los Estados Unidos, su poder militar, la fastuosa guerra vicaria de nuestro actual gobierno, la atrofia y todo lo nocivo que ha ocasionado la abundancia mal adquirida. No existe algo así como un “buen” país, pero el nuestro es de un tipo de maldad particular.
Imagen de portada: Henry Holiday, Dante y Beatriz, 1882-1884. Walker Art Gallery