La Paz
El Cerro del Elefante, como es conocido por los habitantes de Tlapacoya, puede verse a escasos metros de la autopista México-Puebla, y el viajero menos despistado, tengo entendido, habrá de sentirse intrigado por él. Desde luego: otros cerros a punto de desgajarse, rodeados por precarias viviendas, son visibles desde la misma autopista. Pero este —cuyas laderas ostentan, en vez de casas, la explotación de cantera que ha sufrido durante décadas— tiene en la cima una escultura sobrecogedora, por decir lo menos. Una obra de Jorge Marín cuyo nombre es La Paz de Ixtapaluca y que, de acuerdo con las redes sociales del escultor, representa la conciliación. Los habitantes de la región han decidido nombrarla “El Vigilante”, y para ellos representa un severo guardián que custodia Tlapacoya de manera celosa.
Si uno viaja, al caer la tarde, de Puebla a la Ciudad de México y observa el cerro desde las curvas que preceden a la caseta, podrá ver la silueta de un hombre alado que observa el camino con indiferencia. Su mirada, en realidad, es invisible, y corresponde a cada quien imaginar cómo es que la obra —inspirada en el dios Ehécatl— contempla el crepúsculo detrás de su antifaz. El Vigilante está sentado de forma distendida, como encorvado, con las piernas y los brazos hacia el frente. La escultura, a diferencia de otras de Marín, carece de relieves: son paneles de acero, que, en conjunto, miden 29 metros de alto, 25 de largo y pesan cien toneladas.
Según los vecinos, El Vigilante comenzó a ser instalado por las noches para evitar los reclamos comunitarios —era el año 2017—. Según las autoridades, encabezadas por el presidente municipal, la obra debía convertirse en la atracción principal de un parque ecoturístico que contaría con tirolesas, arroyos artificiales y espejos de agua, miradores, zonas para acampar, baños, una plaza principal y pistas para cuatrimotos. Según algunos habitantes, reunidos en un comité vecinal, la escultura y el parque solo servirían para despilfarrar dinero, dañar al cerro en su calidad de filtro de agua y perjudicar a la flora y la fauna del entorno. Las autoridades, en cambio, consideraban que La Paz y el parque ecoturístico brindarían identidad al municipio de Ixtapaluca —acabando con el dogma de que Tlapacoya es un pueblo viejo— y, de paso, empleos a la comunidad.
Como fuera, todavía en 2017, cuando El Vigilante ya se había erigido (o encorvado) sobre el Cerro del Elefante, recibió sus primeras visitas anónimas, gente —con pintura en aerosol y dripsticks— que comenzó, según las autoridades, a vandalizarlo y, según ciertos pobladores, a adaptarlo al entorno. Es curioso, pero, cuando uno está frente a El Vigilante, lo primero que piensa es cómo habrán hecho los presuntos vándalos o adaptadores al entorno para llegar tan alto, y es que algunas pintas se acercan a los 10 metros de altura: nombres de parejas, promesas de amor. La sentencia que más llamó mi atención dice: “que el fanatismo no nuble tu conciencia”.
Primera visita
Fui por primera vez al Cerro del Elefante en enero de 2022. Se encuentra a unos 30 kilómetros del centro de la Ciudad de México y para llegar a él es necesario tomar la calzada Ignacio Zaragoza hasta que se convierte en la Autopista Federal México-Puebla, luego tomar la salida a Ecatepec, cruzar el puente Tlapacoya e internarse en desoladas calles hasta las faldas del cerro. Es posible llegar a la cima en auto desde la zona arqueológica que se encuentra en las inmediaciones, y que, a pesar de su influencia olmeca, suele ser considerada como parte de la cultura de Tlatilco. El parque, por algún extraño arbitrio, solo abre los domingos.
Ómicron rompía cada semana el récord de casos de Covid en México, pero la gente parecía en paz con la cercanía al aire libre. A un lado del estacionamiento había una especie de foro circular, con gradas de piedra y un par de locales donde vendían garnachas, cervezas y papas fritas. Un grupo de motociclistas con chamarras de cuero reía ostentosamente como música de fondo. La cima tiene forma de herradura; es decir que el camino para llegar a ella surca la parte central del cerro. Por un lado de la herradura había un circuito de tierra que, según los responsables de entonces, servía para correr y ejercitarse al aire libre. Por el otro, había mesas de cemento; asadores; juegos para niños, como resbaladillas; juegos para adultos, como un módulo llamado el reto, con cuerdas y pequeños puentes colgantes; y un angosto mirador de 20 metros de altura. Una mujer joven me aseguró que antes de la pandemia la gente podía nadar en los estanques, que en aquella ocasión se hallaban cercados y cuyas aguas habían comenzado a enverdecer.
Caminé entre niños que corrían de un lado a otro con relativa libertad, y padres y madres que los observaban a la distancia; la vista, hacia los cuatro puntos cardinales, era inmejorable. Los volcanes, por un lado; Valle de Chalco, por el otro. Un señor me dijo que, en los días más despejados, uno podía ver la Torre Latinoamericana con facilidad. La mayor concentración de gente se hallaba alrededor de la escultura: grupos de ciclistas de montaña reposaban antes de emprender la rodada de regreso, había parejas y familias enteras, y me pareció extraño que se relacionaran con El Vigilante como si fuera un excursioncita más.
Casi me sentí avergonzado por ser el único, dentro de las cuarenta personas que estábamos allí, que retrataba la escultura en vez de a sus familiares o a sus amigos. Me distraje observando a una mujer de unos 40 años que conversaba con unos adolescentes que le decían maestra. En la parte inferior de la escultura, más o menos a la altura de las pantorrillas, las placas de acero quedaban separadas por varios centímetros, dejando un espacio entre sí. La maestra les decía a sus alumnos que estaba dispuesta a meter la cabeza en ese “hueco” a cambio de una cerveza: “Si no me dan algo a cambio, no”. Aquella interacción con la escultura me bastó para sentirme, por fin, satisfecho.
Caminé hacia la plataforma de una tirolesa de 800 metros de dos tiros, que surcaba la cima de un lado a otro de la herradura. La joven encargada de sujetar los arneses me prometió que era seguro lanzarse: dijo, aunque a nuestro alrededor no hubiera nadie, que decenas de personas lo hacían todos los domingos. “El cable es de acero”, aseguró, mientras lo golpeaba con la palma de la mano. Yo iba a decirle que ya sería en otra ocasión cuando me propuso que lo decidiéramos con un volado. Acepté sin saber si al final perdí o gané, pero dejé que me sujetara el chaleco y los arneses, miré los 180 metros de altura que nos separaban del piso y me lancé a la experiencia asimilándola como los habitantes de Ixtapaluca, de la misma forma en que se asimilan los imponderables.
El testigo de un instante
A veces me pregunto cómo se verá El Vigilante a sí mismo, tal vez consciente de que su presencia en Tlapacoya será efímera, pase lo que pase. A unos metros de donde se encuentra ahora, en la parte oriental del cerro, fue encontrada, en 1969, la figura de arcilla más antigua de México, que, de acuerdo con el método carbono-14, data del 2300 a. C. La figurilla de Zohapilco tiene un cuerpo cilíndrico, rasgos andróginos y carece de boca; podría ser un símbolo de lo divino, un amuleto de fertilidad o un objeto funerario, pero, para sus estudiosos, representa nada más y nada menos que un enigma. En 1966, mientras se construía la carretera México-Puebla, fueron hallados los restos de uno de los hombres más antiguos del Valle de México, el “Hombre de Tlapacoya”, quien debió caminar en los alrededores del Lago de Chalco hace 12 mil años con algún rumbo desconocido, sin imaginar que su cráneo, luego de un inmenso letargo, retomaría sus hábitos nómadas en exposiciones itinerantes.
Tal vez El Vigilante vea materializarse, noche con noche, los miedos de los vecinos de Ixtapaluca que aseguran que en las cuevas del cerro habitan brujas que a la luz de la luna salen de sus guaridas a robar bebés. Pudo haber sido testigo de aquelarres y ritos, y observar compasivamente a las madres que deciden proteger sus casas colocando tijeras debajo de las almohadas, cuando saben que el niño que acaban de concebir es de los más pequeños de la colonia. El Vigilante, sin duda, tiene un lugar privilegiado para observar las inexplicables “bolas de fuego” que surcan su cima por las noches, y que los vecinos, desde las azoteas, filman en videos que luego suben a YouTube.
Quizás El Vigilante sea una entidad recelosa, más o menos objetiva, que no se preocupa ni de la eternidad ni de los temores de sus vecinos, pero que no puede soslayarse de los fenómenos sociales cuando ponen en peligro el que debe considerar su hogar. En marzo de 2022 y enero de 2023, dos incendios provocados por la quema “controlada” de pastizales, en el primer caso, y por la quema de basura, en el segundo, ardieron las laderas, las faldas y la cima, ante la estupefacción de los bomberos que veían el fuego crecer, en vez de aminorarse, debido a la sequía y la aridez de la zona. Y, aunque en ninguno de los dos casos hubo heridos, pudo haberlos a principios de 2023, cuando el cerro comenzó a desgajarse del lado de la autopista debido a la explotación de materiales pétreos a la que es sometido por veinticinco familias de canteranos, quienes, sin autorización ejidal, municipal, estatal o federal, llevan a cabo la explotación por presuntos métodos artesanales, y que aseguran desconocer a qué podrán dedicarse ahora que se los han prohibido —aunque, sospecho, tal vez no lo desconozcan del todo—. Aunque la información no haya sido confirmada por este cronista, una fuente asegura que la explotación del cerro ha terminado con alrededor de seiscientas pinturas rupestres; ya solo quedan treinta.
El Vigilante, sin modestia, pudo concluir algún día que un cerro que pende de un hilo —y en otro lugar del mundo podría considerarse Patrimonio de la Humanidad— lo necesita. Pudo reconciliarse consigo, de la misma forma en que yo he decidido reconciliarme con él.
Segunda visita
Mi segunda visita al Cerro del Elefante ocurrió en mayo de 2023. Subí por la pendiente hasta el estacionamiento de la cima y noté, con tristeza, que no había más autos ni nadie que me cobrara los 30 pesos anunciados en un pedazo de cartón. En el foro circular los locales estaban cerrados y solo vi a un policía que se refugiaba del sol a la sombra de un árbol. Le pregunté qué había pasado con el parque ecoturístico y alzó los hombros, elusivo. Cuando insistí, dijo entre dientes algo sobre los ejidatarios y luego se volteó.
Caminé hacia El Vigilante a través de jardineras con plantas secas. No había agua en los estanques. Los juegos para niños se hallaban incompletos, como una resbaladilla en espiral a la que le hacía falta la curva del centro. Junto a una caseta había una familia en un picnic, que me vio con un aire de recelo. Caminé a la escultura en donde solo había una mujer rodeada de tres adolescentes, quienes, de nuevo, se dirigían a ella como maestra. La mujer, otra vez, les dijo que estaba dispuesta a meter la cabeza en un hueco a cambio de una cerveza. Luego se volvió a verme y dijo que se podían quitar para que yo siguiera tomando fotos. Le dije no con una sonrisa, y desanduve el camino hasta mi auto, con un temor que hoy me parece infundado: es posible, aunque improbable, que la misma escena ocurra dos veces en el mismo lugar.
Antes de irme, vi al policía compartiendo su comida con un perro callejero y eso me bastó para reivindicarlo.
Imagen de portada: ©Santiago Arau, El Vigilante, 2021. Cortesía del artista