En su “Discurso sobre el colonialismo” el poeta y teórico activista Aimé Césaire desnuda, sin preocupación alguna, la actitud colonial de Europa:1
El hecho es que la civilización llamada “europea”, la civilización occidental, […] es incapaz de resolver los dos principales problemas que su existencia ha originado: el problema del proletariado y el problema colonial. Esta Europa, citada ante el tribunal de la “razón” y ante el tribunal de la “conciencia”, no puede justificarse y se refugia cada vez más en una hipocresía aún más odiosa porque tiene cada vez menos probabilidades de engañar.2
Es necesario desentrañar el fondo de esta hipocresía, asociada a un orden civilizatorio que hoy más que nunca muestra su profunda decadencia: el orden civilizatorio-moderno-colonial que surge a partir de 1492 no ha podido resolver los efectos que produce su propia existencia. Al construirse sobre la base de un engaño, ha generado un proceso que nos hace creer que el proyecto civilizatorio moderno —a través de la vía de la razón— va a producir un efecto de liberación y emancipación humana en todas/todos y cada una/uno de las y los individuos que la conforman. Pero si reconocemos su génesis notaremos cómo se configura a partir de algo que no tiene que ver con la emancipación humana sino con la anulación de ciertas existencias que no son consideradas plenamente humanas. Negar la humanidad de algunas poblaciones (las colonizadas) garantizó la posibilidad de que los colonizadores europeos se constituyeran a sí mismos desde un “Yo” universal que puede y debe ser replicado como único garante de desarrollo. En este breve texto me gustaría plantear algunos elementos que permitan entender el continuum de los patrones de dominación que desde hace más de quinientos años se han ido configurando en Nuestra América, también nombrada Abya Yala. La finalidad es comprender cómo estos patrones de dominación han seguido una continuidad histórica, responsable de que lleguen hasta nuestros días como dispositivos de poder en el orden del discurso, las representaciones sociales y las estructuras socioeconómicas. Quizá la explicación que a continuación se presentará nos pueda ayudar a vislumbrar también cómo se desarrollan los procesos de violencia en la actualidad en nuestra región latinoamericana y caribeña. Desde el pensamiento descolonial podemos trazar una narrativa que rompe con la cronología que se ha hecho de la historia mundial. Si nos remitimos a la formación educativa básica que tenemos desde la primaria, pasando por la secundaria, la educación media e incluso en la superior, vamos a darnos cuenta de que la historia universal está centrada exclusivamente en la experiencia europea. Es decir, cuando nos hablan de historia universal generalmente nos cuentan la historia de Europa, construida sobre la base del propio mito de origen gestado por los europeos, es decir, desde su supuesta vinculación con la historia griega.3 Sin embargo, —primera falsedad— el mundo griego no se desarrolla en los terrenos de la Europa cristiana. La segunda falsedad, siguiendo con las mentiras que refiere Césaire, está relacionada con el acceso que Europa tuvo a la producción filosófica de los clásicos griegos, el cual no ocurrió sino hasta el siglo XVI (en el periodo convencionalmente llamado Renacimiento), a través de textos y traducciones que se hicieron desde el mundo árabe. Recordemos que muchas de las lecturas hechas en esa época fueron posibles porque, con las conquistas previas sobre Al-Andalús, se obtuvieron manuscritos de bibliotecas como la de Córdoba, que en ese tiempo reunían miles de textos, tratados y libros a los que pudieron llegar los cristianos. Es decir, el sur de España, habitado desde siglos atrás por musulmanes que fueron perdiendo terreno en su disputa con las coronas cristianas, fue una fuente epistémica sustantiva para la naciente Europa. El último reducto de ese mundo fue el “Reino de Granada”, que cayó, justamente, en manos de los reyes de España el mismo año en que ocurrió el mal llamado “descubrimiento de América”. Por este motivo, la relación que hay entre ambos acontecimientos es innegable, pues sólo a través de estos hechos se puede entender la fuerza que comienza a cobrar Europa a partir de entonces como centro geopolítico mundial hegemónico. Ahora bien, Europa construyó una narrativa histórica que le permitió justificar el lugar central que tomó a partir de 1492, con la conquista de América. No obstante, cuando se hace un recorrido histórico crítico —sin olvidar cómo se configuró la modernidad como orden civilizatorio, ubicada en la Ilustración, y se subraya la característica regional del proceso como particularmente europea— se evidencia un encubrimiento de otra historia, marcada por la violencia, el genociodio y el exterminio de muchos pueblos y civilizaciones. El pensamiento descolonial fractura y disputa precisamente esa narrativa. En primer lugar, señala que el nacimiento de la modernidad no ocurre en el siglo XVIII con la Ilustración sino en 1492 (y esto lo plantea Enrique Dussel), a partir de que la Europa cristiana, a través de los imperios español y portugués, inicia la empresa colonial con la conquista de lo que llamaron los “nuevos territorios”. Ese proceso posibilita, por un lado, que Europa se vaya generando una idea de sí misma que le otorga un nuevo lugar preponderante y, por el otro, que América Latina y el Caribe se conviertan en la primera “periferia” de esa Europa hecha “centro”. La narrativa de la historia “universal” (como el trayecto que va de los clásicos al desarrollo de Europa) pocas veces incluye, por ejemplo, información acerca de qué pasaba en China, Asia, Oriente Medio o África. Algunas veces nos muestran qué ocurría en ciertas latitudes de lo que hoy conocemos como América Latina, pero al modo de una historia particular y no como parte de la historia universal. Frente a ese discurso hegemónico, el pensamiento descolonial plantea que “nuestra historia” como pueblos colonizados es sustantiva (y fundacional) en la configuración del mundo moderno colonial. Algunos pensadores latinoamericanos que hoy se ubican en el “giro descolonial” identifican el nacimiento de la modernidad a partir 1492, proceso que nos incorpora de facto en esta historia mundial. Y, desde esta perspectiva, plantean una segunda modernidad, que es la consolidación de la narrativa histórica hegemónica durante el proceso de la Ilustración en el siglo XVIII en Europa.
Esta disputa descolonial por la narrativa tiene dos pilares; por un lado, que la modernidad nace con la empresa colonial en el siglo XVI; por el otro, que esa empresa colonial no solamente reconfiguró la forma de organización social de las poblaciones que fueron colonizadas, sino que también tuvo un impacto en el orden global. Por ejemplo, a partir del proceso de conquista y colonización se impuso una nueva forma de estratificación social basada en el principio de “raza”, es decir, se configuró la línea racial que trazaría no sólo la organización del trabajo de las poblaciones sometidas sino la división internacional del trabajo (planteamiento formulado por Aníbal Quijano). Esto generó patrones de dominación que reorganizaron geopolíticamente al mundo y provocó un nuevo sistema mundial, moderno, colonial y capitalista. Un tercer elemento es que estos patrones de dominación siguen siendo vigentes hasta nuestros días, pese a los procesos de independencia que se vivieron durante el siglo XIX en la región latinoamericana. El elemento de la raza es constitutivo de este nuevo orden. De ahí que, en la cita referida, Césaire se confronte con los marxistas, porque él logra entender que la línea de la racialidad es básica para comprender también la configuración del capitalismo. De tal suerte que quien quiera discutir el capitalismo sin discutir el problema racial-colonial y la condición de género —añadiríamos algunas feministas descoloniales—, lo hará sobre la base de una silla que no tiene cuatro patas. El cuarto elemento que quiero resaltar es que todo este proceso tiene como trasfondo la configuración de una subjetividad moderna. En esta línea, podemos preguntarnos qué papel juega la violencia en la configuración de esa nueva subjetividad que —por supuesto— no sólo genera imaginarios y representaciones simbólicas y sociales, sino que también va a producir materialidad, o sea, dispositivos de dominación que tienen efectos sobre los cuerpos, los territorios y las formas de explotación de esas personas y geografías. Esa nueva subjetividad se fundamenta en un proceso que nada tiene que ver con la llamada “lógica ilustrada” (formulada particularmente en Kant), es decir, con la “promesa de la modernidad” (implicada en el desarrollo científico y técnico) que promete sacar a la humanidad de su condición de minoría de edad mediante el uso de la razón. Siguiendo esa línea, el ego cogito de Descartes se convierte en el fundamento de este proyecto de la segunda modernidad. Sin embargo, estos supuestos son otras de las grandes falsedades del relato hegemónico. Si la modernidad nace en 1492, no puede estar separada de la empresa colonial, y uno de sus principios es, más bien, el “mito del sacrificio redentor” (formulado por Enrique Dussel). Durante el proceso de conquista y colonización hubo un momento en el que los colonizadores tuvieron que justificar, a través de narrativas teológicas, su presencia y su acción en estos territorios. Hay dos documentos del siglo XVI que muestran cuáles son los debates en torno a las poblaciones indoamericanas (y a las poblaciones africanas, en menor medida), que se refieren a ese “otro” al que supuestamente “descubren” los representantes de la cristiandad: la Controversia de Valladolid, desarrollada entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas, y “La guerra justa”, que será el debate más relevante en términos de la configuración de este nuevo orden global, escrito por fray Francisco de Vitoria, quien nunca pisó territorio americano. La discusión pretende posicionar el lugar que tiene el colonizador frente al colonizado. Y aquí hay dos posturas que son las más reconocidas: la de Ginés de Sepúlveda dice que los amerindios son fundamentalmente como monos, es decir, que no guardan las virtudes necesarias para que se les reconozca su calidad humana, por lo que su condición cercana a la animalidad los destina a una servidumbre natural, los posicionaría en el lugar de inferioridad frente a los españoles, superiores en virtud y civilidad.4 Por otro lado, Bartolomé de las Casas hace una defensa de la humanidad del indio siempre que éste llegue a cristianizarse, por lo que aboga por la evangelización pacífica.
En síntesis, Las Casas plantea la tesis del indio como un “buen salvaje”. Es decir, para el fraile dominico —que llegó primero como soldado y luego se incorporó al sacerdocio— la actitud del conquistador frente a las poblaciones indias es desdeñable; él critica el uso excesivo de la violencia y los innumerables abusos que cometen los conquistadores en estos territorios, y se posiciona a favor de los indios, arguyendo que esas prácticas no son parte de la ética de la cristiandad. Al mismo tiempo, dice que los indios americanos tienen en realidad un espíritu protocristiano, o sea que su forma de actuar y proceder en el mundo se corresponde mejor con la ética de la cristiandad que la propia actuación de los conquistadores y colonizadores. En resumen, lo que formula es que los colonizadores no actúan desde la ética cristiana, y en cambio los indios están mucho más cerca de hacerlo. De esta forma, para Las Casas el único impedimento que tienen los indios es que no conocen al verdadero Dios. Sin embargo, el problema que tiene el autor es que no ve al indio como es, sino como debería de ser. En las bulas papales del siglo XVI, aparentemente se resuelve el conflicto al declarar que los amerindios sí tienen alma, esto es, sí tienen condición de humanidad, pero en los hechos el trato que se les dio no fue humano, sino todo lo contrario. La empresa colonial se sostiene bajo la configuración de una violencia genocida que tiene como principio el mito del “sacrificio redentor”, premisa básica del colonizador cristiano: tenemos que salvar a los indios de su propia condición de barbarie e inhumanidad; hay que salvar a ese otro con su voluntad o sin ella, por ordenanza de la moral cristiana. Ésta es la discusión de fondo en estos discursos teológicos, que luego se expresarán en un planteamiento de carácter más jurídico en el texto de fray Francisco de Vitoria. Lo que piensa el colonizador, el conquistador, es que su “deber” cristiano es salvar a ese otro; si éste no quiere ser salvado, entonces tendría que hacerse uso de la fuerza física, porque se trata de un deber moral. En ese sentido, lo que se revela es que el acto colonial es un acto de “violencia inaugural”. El principio de la violencia genocida se justifica bajo el mito del sacrificio redentor y tiene como principio salvar al otro. Pero en realidad lo que se hace con este acto de violencia es anular al otro a través de diversos dispositivos que remiten a la muerte, la violencia sexual, la violencia sobre los territorios, la violencia interiorizada, etcétera. Este principio de violencia genocida es lo que Dussel llama la “cara oculta” de la modernidad. La cara luminosa es la que se refiere a la narrativa ilustrada, que señala que la modernidad puede emancipar al ser humano; pero esta faz, que sólo opera para las poblaciones que viven en los países que —curiosamente— fueron metrópolis colonizadoras, no cuenta la historia de las periferias, no mira la cara invisible que sostiene el proyecto emancipatorio de la modernidad por medio de una historia de muerte. Este otro rostro de explotación, de extractivismo, de exterminios y de muchas otras formas de negación ha posibilitado desde hace quinientos años y hasta hoy que quienes se configuran como “sujetos de la modernidad” puedan vivir sus beneficios y privilegios emancipatorios a costa de la anulación y la explotación extrema de quienes posibilitan su sentido de superioridad: los indios de América (Abya Yala) como sujetos racializados y feminizados. Así, pensar nuestro presente a la luz de un pasado lejano que aún nos determina es una tarea descolonial más que necesaria, dado que la línea de continuidad de la violencia inaugural ha marcado la vida de los hombres racializados-colonizados y las mujeres racializadas-colonizadas en nuestra región; esto puede ayudarnos a entender realidades actuales como el feminicidio, la desaparicion forzada, las ejecuciones extrajudiciales y la violación de derechos humanos.
Imagen de portada: Sebastian Munster, Primer mapa del continente americano completo, 1558. New York Public Library
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Aimé Césaire es un teórico, activista y político negro muy reconocido dentro de los estudios poscoloniales, y cuyo pensamiento ha contribuido en la producción de autores y autoras que nos ubicamos dentro del “giro descolonial”. Nació en la isla caribeña de Martinica; formó parte del Partido Comunista Francés. Fue un marxista muy importante en términos de sus contribuciones, y además incorporó al tema marxista el debate del racismo y el colonialismo. Se deslindó del Partido Comunista Francés en 1956, cuando la Unión Soviética (URSS) invadió Hungría, y al mismo tiempo ya iba marcando sus desplazamientos con el marxismo clásico, que tenía mucha reticencia por abordar el tema del racismo dentro de sus debates en torno al sistema de dominación capitalista. ↩
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Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, Akal, Madrid, 2006, p. 13. ↩
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La genealogía que nos presentan como parte de la historia universal no necesariamente es real, pues el mundo griego no se desarrolló en los territorios que abarcaba la Europa cristiana sino que se despliega en el norte y sur de Macedonia, Tesalia, Beocia y el Ática, y en la punta sur de la península del Peloponeso; en su parte insular, se ubicaba en las islas del mar Egeo, entre otras: Creta, Rodas, Lesbos, y en la costa mediterránea de Asia Menor (la actual Turquía). ↩
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El debate en torno a si los indígenas tienen o no alma, en realidad, es un debate que está asociado a la condición de humanidad de ese otro “descubierto”. ↩