¿Qué es un ser humano cuando la mente lo empieza a traicionar?, ¿es la falta de congruencia entre la intención de expresarse, hacer las mínimas cosas cotidianas y la realidad de no poder hacerlo lo que determina que lo más profundamente humano que hay en uno/una ha desaparecido? Estas son quizá las preguntas centrales que se hace la escritora francesa Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966) en su novela Las gratitudes (Anagrama, 2021), en la que narra el implacable proceso de deterioro de Michka, una mujer anciana que comienza a perder la facultad de expresarse por medio del lenguaje (condición conocida como afasia) y cuyos imprevistos terrores le impiden seguir viviendo sola. El tema del desgaste de la mente, de la alteración del sistema nervioso, no es nuevo para de Vigan. En su novela Nada se opone a la noche (Anagrama, 2012) reconstruyó, por medio de la autoficción, la enfermedad mental de su propia madre y el daño que les causó a su hermana menor y a ella. “La escritura es impotente. Como mucho permite plantear preguntas e interrogar la memoria”, escribió en ese libro. Las gratitudes no es autoficción, sino ficción pura. A diferencia de la agresividad con que Lucile (la madre de Delphine de Vigan) trataba a sus hijas cuando sufría brotes psicóticos, Michka nunca deja de ser la mujer dulce, compasiva, que salvó a Marie de su madre alcohólica cuando era una niña. Por ello, en esta dinámica muy particular de cuidados que las mujeres hemos establecido desde tiempos inmemorables —y de la que solo hace unos años se empezó a discutir en la esfera pública—, será la Marie adulta quien se haga cargo de llevar a Michka a la casa de asistencia y de visitarla por lo menos una vez a la semana, de tratar de entender qué está diciendo cuando las palabras se le escurren de la mente y salen de sus labios convertidas en otras, en resumen, de hacerle sentir que todavía hay alguien en el mundo que la necesita, que a alguien todavía le importa su destino. Sentir que lo que dices no le importa a nadie es uno de los monstruos que gritan en silencio durante la vejez, aun cuando la mente está lo más sana posible. Esto le sucede muy seguido a mi mamá: nos reclama que no la escuchamos, que no le ponemos atención o que simplemente no le damos importancia a lo que nos cuenta. Y debo confesar, con todo el dolor, que a veces la respuesta de quienes estamos a su alrededor es una demostración de la soberbia de la “juventud” (o por lo menos, de esa mediana edad que todavía no alcanza a llamarse vejez): el cambio de tema, el gesto de aburrimiento, la mirada que se inclina hacia el celular, como si en esa pantalla hubiera algo más urgente que escucharla, a ella, que además es una de las mejores narradoras que conozco en el mundo. En la casa de asistencia, Michka convive con dos adultos jóvenes que sí le prestan atención: Marie, la única amiga que le queda, y Jérôme, el logopeda con el que hace ejercicios para intentar rescatar algunas palabras de entre las nubes deshilachadas de su cerebro, y quien la primera vez que entra a su habitación se dice sorprendido de “su vivacidad”. De Vigan elige a estos dos personajes como las voces narrativas que se alternan para contarnos la historia del envejecimiento de una mujer que “ha leído a Doris Lessing, a Sylvia Plath y a Virginia Woolf”, y que poco a poco está regresando a la infancia, ese estadio en el que te tienen que hacer todo, cuidarte para que no te lastimes, tratarte como si no fueras capaz de entender: “Siempre acabo hablándole como si fuera una niña y se me rompe el corazón”, reflexiona Marie. Apenas unas páginas antes, en voz de un narrador omnisciente que irrumpe de vez en cuando, el lector se ha enterado de que Michka escucha todavía la voz de Marie niña, cuando esta le decía: “¿Sabes dónde está mi escuela? No apagues la luz, ¿eh? ¿Me llevarás tú si mamá no puede?”. Pero ya los papeles se han invertido: ahora Michka es la niña que tiene miedo, que está sola, y Marie la adulta que puede protegerla. En 1970, a los 62 años de edad, la también francesa Simone de Beauvoir escribió:
He aprendido mucho desde los veinte años, pero de año en año me vuelvo relativamente más ignorante porque los descubrimientos se multiplican, las ciencias se enriquecen y a pesar de mis esfuerzos por mantenerme al tanto, por lo menos en ciertos sectores, el número de cosas que permanecen desconocidas para mí se multiplica.1
En el momento en que redactó estas líneas, de Beauvoir no padecía ningún trastorno mental y sin embargo fue capaz de reconocer que conforme pasaban los años y el mundo se volvía más complejo, ella ignoraba cada vez más. Eso también es la vejez: desconocer algo nuevo cada día. A veces, mis papás le piden ayuda a sus nietos para descargar una aplicación o para adjuntar una imagen en un mensaje de WhatsApp; es como si de pronto gran parte del conocimiento que acumularon a lo largo de la vida estuviera siendo desplazado por otro al que tener acceso les cuesta cada vez más. Todo pasa demasiado rápido, el entorno se vuelve hostil. Michka ve su universo reducido a una habitación en la casa de asistencia. Para mudarse ahí tuvo que deshacerse de la mayoría de sus posesiones materiales; el mundo, como lo conocía, ha dejado de pertenecerle. Insiste en llevarse una botella de whisky aunque Marie le diga que no es una buena idea; para ella es un asidero a ese cosmos que se desmorona, no son solo las palabras que se le esfuman, es todo lo demás: la independencia, la libertad, el entendimiento de lo que la rodea. Cuando Marie le pregunta si ha visto la tele, ella responde que ya no sirve de nada: “Hablan demasiado rápido. Incluso las imágenes pasan demasiado rápido”. En el barrio donde vivo hay una anciana que, a pesar de su evidente fragilidad, camina por las calles cargando bolsas de distintos tamaños y pesos. No es una indigente, pero su miedo se adivina a cada paso que da: cuando va a entrar al Walmart estira los brazos, sacude las manos, como queriendo deshacerse de todo aquel que vaya delante de ella. “Voy a pasar”, grita a quien quiera escucharla —casi siempre, nadie— y no avanza si el camino por el que ha decidido que tiene que seguir está ocupado. La entrada es angosta, pero bien se puede rodear a una persona y pasar por el espacio que queda a un lado. Imagino que la señora siente que la van a tirar, tan precario percibe su propio equilibrio. Solo puedo adivinar la angustia que este tipo de situaciones le produce. Eso también es la vejez: el espacio que se vuelve inmenso, incontrolable, o en el caso de Michka, que se reduce al mínimo: una habitación limpia, aparentemente acogedora, pero en la que no están sus cosas, todo lo que la ha acompañado a lo largo de la vida, los objetos que nos hacen ser quienes somos. Michka ha conseguido llevarse sus cuadernos y Jérôme le proporciona lápices, pero ya también escribir le cuesta mucho trabajo. Quien huyó de la guerra y fue una niña refugiada, adoptada por una familia amorosa, sabe que ha llegado el momento; se retirará con dignidad, antes de que no pueda valerse por sí misma para lo más elemental. La muerte es la consecuencia natural de la existencia; no hay drama en la partida de Michka, solo el amor de Marie y Jérôme, que la podrán recordar con el reconocimiento de que cuando murió seguía siendo, a pesar del trastorno del sistema nervioso central, lo más parecido a ella misma.
Imagen de portada: Paul Gauguin, Arlésiennes (Mistral), 1988. The Art Institute of Chicago
-
Simone de Beauvoir, La vejez, Penguin Random House, Bogotá, 2013, p. 473. ↩