Emprender la utopía: literatura, conflicto y paz en Colombia

PAZ / crítica / Diciembre de 2024

Juan Camilo Rincón

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La literatura es la pregunta sin respuesta ante los misterios del mundo, afirmó alguna vez Roland Barthes. “¿Acaso nuestra literatura está condenada para siempre a ese pendular agotador entre el realismo político y el arte por el arte, entre una moral del engagement y un purismo estético, entre el compromiso y la asepsia?”,1 se cuestionaba a partir de la obra de Kafka.

​ Considerada por Barthes como realista y a la vez subjetiva, la literatura del autor checo es, al mismo tiempo, comprensión e interrogación y se instala en un punto intermedio entre el engagement y el purismo estético. Es justo en ese punto donde también se sitúan las escrituras —diversas y complejas— que han dado cuenta del conflicto armado y la paz en Colombia, territorio de pestes y de guerras donde, según El amor en los tiempos del cólera (1985), los cuerpos hinchados siguen flotando por los ríos, creando una tufarada nauseabunda, de modo que ya nadie tiene que decirnos que son ahogados accidentales.

UNA ESCRITURA ALADA Y ALERTA

En su libro El conocimiento del amor: ensayos sobre filosofía y literatura (1990), Martha Nussbaum plantea que ciertas verdades sobre la vida humana

sólo pueden enunciarse de manera adecuada y precisa en el lenguaje y las formas características del artista narrativo. Con respecto a ciertos elementos de la vida humana, los términos del arte del novelista son criaturas aladas y alertas, que perciben donde los términos toscos del lenguaje ordinario o del discurso teórico abstracto son ciegos, agudos donde son obtusos, alados donde son aburridos y pesados.2

​ Es el poder y el efecto de la palabra narrada, la palabra alerta que puede explicarnos sin mucho artificio cómo “a cada muerte surge un odio nuevo y las grandes plantaciones se van desmembrando y las casonas grandes de gruesas paredes de mampostería se van haciendo más infranqueables y se van quedando más solas”, como lo denunció Álvaro Cepeda Samudio en La casa grande (1962).

​ “Es que si no hablamos ahora nos va a llenar el odio y entonces también estaremos derrotados”, dice en la novela uno de los hijos de la tercera generación, esa que busca huir del legado del rencor y el ciclo de sangre que parece repetirse hasta el infinito en la familia, en el pueblo, en el país. Hablar ahora, hablar desde siempre, hablar a través de la literatura para que ciertas verdades se puedan enunciar de manera adecuada y el odio no sea la derrota.

​ De acuerdo con las reflexiones de Natalia Franco, Patricia Nieto y Omar Rincón sobre la literatura como uno de los caminos para la reconciliación y la paz, “es una obligación narrarnos, porque sin memoria social del conflicto no es posible encontrar la dignidad de la paz. Las narrativas se consideran vitales para comprender los acontecimientos que llevaron al conflicto armado y las vivencias de la población durante la guerra”.3

​ Escribir literatura sobre la paz es también hacerlo desde su opuesto: el conflicto, las violencias armadas legales e ilegales, las guerras civiles “de las tantas que asolaban el país desde hacía más de medio siglo” y se le confundían en la memoria a Florentino Ariza aun en los tiempos de su vejez: “Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país —decía—. Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses”.4

Alfredo Molano, _Desterrados_, Debolsillo, 2016.Alfredo Molano, Desterrados, Debolsillo, 2016.

LITERATURA SOBRE LA PAZ: RECLAMO, MEMORIA Y REFLEXIÓN

La literatura sobre la paz también se origina en la memoria de las guerras que nos han germinado. Con la “Pentalogía (infame) de Colombia”, Daniel Ferreira, escritor colombiano ganador del Premio Clarín de Novela en 2014, buscó hacer un mosaico del siglo XX:

el de las revoluciones y las utopías. Construí una galería de personajes en distintas épocas, empezando por la guerra de 1900 hasta las matanzas de fin de siglo […]; conflictos que vivieron las generaciones que nos antecedieron: el bipartidismo, la persecución por razones políticas, la desaparición forzada, las miserias, las matanzas, el terrorismo. Escribí esas novelas desde comienzos de un nuevo siglo donde el país buscó la paz y asumió la misión de enfrentar sus verdades.5

​ Edificado con las novelas La balada de los bandoleros baladíes (2011), Viaje al interior de una gota de sangre (2011), Rebelión de los oficios inútiles (2014), El año del sol negro (2018) y Recuerdos del río volador (2022), el proyecto narrativo de Ferreira ratifica que “para las innumerables violaciones de derechos humanos y crímenes en Colombia, aún no se ha escrito lo suficiente sobre todo lo que nos ha pasado como sociedad. Necesitamos hacer memoria y conciencia histórica también en la literatura”.

​ Ese mosaico del que habla Ferreira inicia con la guerra de los Mil Días (1899-1902) que la literatura recordó en los poemas en prosa Polvo y ceniza (1906) de Clímaco Soto Borda, el cuento “A flor de tierra” (1904) de Saturnino Restrepo y novelas como Pax (1907) de Lorenzo Marroquín y José María Rivas Groot,6 Inés (1908) de Jesús Arenas, Diana Cazadora (1915) de Soto Borda y El camino en la sombra (1964) de José Antonio Osorio Lizarazo.

​ El siglo prosiguió y con él los conflictos. El holocausto del caucho, las violencias extractivistas sobre los cuerpos,7 los ecocidios y genocidios, y la masacre de las bananeras (1928) fueron retratados con un afán comprensivo e interrogante, como memoria y reflexión, por José Eustasio Rivera en La vorágine (1924), García Márquez en Cien años de soledad (1967) o la ya referida La casa grande, entre varias.

​ A punto de finalizar la primera mitad del siglo XX llegaron La Violencia y el Bogotazo,8 “una suma de muchas y variadas violencias con minúscula: políticas, sociales, económicas y religiosas”9 impulsadas por los gobiernos de la época. De sus realidades, procesos y efectos dieron cuenta novelas, cuentos y obras de teatro pero, sobre todo, la literatura de no ficción. El dramaturgo y narrador Miguel Torres se despachó en rica prosa novelada con la trilogía El crimen del siglo (2006), El incendio de abril (2012) y La invención del pasado (2016), acompañando con este ejercicio narrativo a Arturo Alape, autor de El Bogotazo: memorias del olvido (1983).

​ Sobre el periodo siguiente, monseñor Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna nos entregaron dos tomos de La violencia en Colombia. Estudio de un proceso social (1962); Alape escribió otros cuantos libros de memorias y biografías sobre las FARC y Tirofijo, los libros de cuentos Las muertes de Tirofijo (1972) y El cadáver de los hombres invisibles (1979), y las novelas Sangre ajena (2002) y El cadáver insepulto (2005) y Emilia Ayarza, el poema “Testamento” (1957). Del documento testimonial La paz, la violencia: testigos de excepción (1982), de Alape, el periodista y escritor Juan Miguel Álvarez destaca su intención de “aterrizarle a la ciudadanía los asuntos más intrincados del proceso de paz que estaba llevando el gobierno Betancur en ese momento, pero con la perspectiva de la violencia colombiana desde su origen. Es un desarrollo argumental sobre la necesidad de la paz y de los obstáculos para alcanzarla”.

​ Alfredo Molano, ganador en 2016 del Premio Simón Bolívar en la categoría Vida y Obra de un Periodista, apuntaló el trabajo narrativo periodístico sobre la guerra y la paz con obras como Desterrados, crónicas del desarraigo (2001), Ahí les dejo esos fierros (2009), Dignidad campesina: entre la realidad y la esperanza (2013), De río en río (2017, crónicas y notas de viaje escritas en tiempos de guerra y publicadas tras la firma del acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno colombiano) y El destino de la luz (2017).

​ En un esfuerzo por conocer, reconocer y comprender el despunte de las guerrillas y los grupos paramilitares también encontramos las voces de Laura Restrepo con Historia de una traición (1986, reeditado en 1998 como Historia de un entusiasmo) sobre la experiencia de la autora como mediadora en el primer —y malogrado— proceso de negociación entre el gobierno colombiano y la organización guerrillera M-19. Desde la ficción, En el brazo del río (2006) de Marbel Sandoval, Los ejércitos (2007) de Evelio Rosero, Tierra quemada (2013) de Óscar Collazos y la obra de teatro La siempreviva (2014) de Torres se sumaron a los trabajos narrativos que fueron dando cuenta del conflicto o los intentos por alcanzar la paz. La poesía nos dio los versos de María Mercedes Carranza en El canto de las moscas (1998); de Mery Yolanda Sánchez en una amplia obra que recoge, entre otros, en Un día maíz (2010); algunos versos de Puerto calcinado (2003) de Andrea Cote, y a Camila Charry Noriega con El sol y la carne (2015). La lista es tan variada como extensa.

​ Las historias que trajo consigo el auge del narcotráfico tuvieron como referentes literarios, entre varios, a Jorge Franco con Rosario Tijeras (1999), Fernando Vallejo con La Virgen de los sicarios (1994) y Alonso Salazar con No nacimos pa’ semilla (2018), quienes, desde la novela y los relatos testimoniales, narraron el sicariato, la vida en las comunas y las subculturas de los barrios marginados.

Arturo Alape, _El Bogotazo: Memorias del olvido_, Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, 2016.Arturo Alape, El Bogotazo: Memorias del olvido, Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, 2016.

LETRAS QUE EXORCIZAN LA SANGRE

De las alianzas, conversaciones, amnistías, treguas, acuerdos y procesos de paz que ha intentado el país durante décadas quedan, entre muchas experiencias, la necesidad de comprender estas evoluciones y las preguntas que nacen de la literatura.10 En esas palabras se funda la literatura de no ficción, “un recurso intelectual y estético en contra de las fuerzas que intentan instaurar confusión sobre la complejidad de la vida social, olvido sobre hechos atroces y desarraigo frente al ideal de comunidad”.11

​ Con los rescoldos de aquellas violencias que se desprenden de los procesos de paz —las disidencias de grupos desmovilizados como las FARC, bandas criminales emergentes (Bacrim), nuevas estructuras de las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional y el Ejército Popular de Liberación, grupos delincuenciales trasnacionales y otro tanto—, en el siglo XXI recibimos de manos de Juan Gabriel Vásquez Los desacuerdos de paz. Artículos y conversaciones (2012-2022) (2022), La guerra y la paz (2014) de Santiago Gamboa (situado en los diálogos de paz entre el gobierno de Santos y las FARC), Las guerras de la paz (1985, 2023) de Olga Behar, Resistencia civil artesana de paz. Experiencias indígenas, afrodescendientes y campesinas (2004) de Esperanza Hernández Delgado y Verdades compartidas. Nueve lecturas latinoamericanas de los archivos de la Comisión de la Verdad de Colombia (2023) por mencionar sólo algunos libros entre la rica producción de décadas recientes.

​ Sobre su propia obra, Juan Miguel Álvarez, ganador del Premio Anagrama de Crónica 2021 con La guerra que perdimos (2022), cuenta que ha buscado

reconstruir momentos concretos a partir de las voces de los testigos, ya sean víctimas o victimarios. Esa reconstrucción aspira a revivir la intensidad de algunas emociones, recuperar las dudas sobre las decisiones más importantes, así como las certezas de lo ya sucedido. En mayor medida, las historias que he escrito sobre conflicto armado toman como protagonista a los territorios o a comunidades, y el desarrollo de la historia recae sobre varias personas. En menor medida, he hecho lo contrario: historias que recaen sobre una persona, como personaje central, a partir de la cual se recupera el relato de la comunidad.

​ Rescatar los relatos, hacer memoria, contar la paz sin nombrarla. De nuevo, la literatura que es comprensión y que, a la vez, desencadena preguntas. Respecto a la ficción, Álvarez afirma que “no sabría situar una tradición de libros que hayan estado preocupados por los procesos de paz”. Y es que, en efecto, es poca la literatura de ficción que tiene la paz o los procesos y acuerdos como eje de su escritura.

​ Ejercicios de memoria que también crean trabajos simbólicos para retratar las violencias residen en novelas como Delirio (2004) de Laura Restrepo, La forma de las ruinas (2015) de Juan Gabriel Vásquez, Río muerto (2020) de Ricardo Silva Romero, Colombian psycho (2021) de Santiago Gamboa o Sepultar tu nombre (2022) de Daniel Ángel son parte de un copioso listado que se extendería por páginas.

​ Cabe destacar El asedio animal (2021), de Vanessa Londoño, quien explica que, aunque su novela transcurre en un territorio fantasmagórico que no necesariamente corresponde a Colombia, escribió el libro durante el desmonte del proceso de paz, el cual quedó inscrito de manera simbólica en su escritura, evidenciando la condena histórica que supuso el rechazo a los procesos de paz, representado en una serie de personajes que nunca pueden salir de un territorio condenado.

El asedio animal opera también en lo simbólico, dice la autora, en un territorio “de miembros fantasma que siguen contando historias y oponiéndose a la ausencia. La reconstrucción de un cuerpo colectivo habla, precisamente, de la construcción de una memoria histórica, la única manera de superar los conflictos que nos han atravesado”.

​ Seguiremos ávidos de una literatura de ficción que narre la paz en Colombia y que —ojalá— cuente el episodio del reencuentro nacional, como lo hizo García Márquez cuando escribió: “Allí estaban por primera vez juntos en una misma mesa, cicatrizadas las heridas y disipados los rencores, los dos bandos de las guerras civiles que habían ensangrentado al país desde la independencia”.

Juan Miguel Álvarez, La guerra que perdimos, Anagrama, 2022.

Imagen de portada: William Gilpin, un paisaje con montañas y un lago, ca. 1772. Metropolitan Museum of Art, dominio público.

  1. Roland Barthes, “La respuesta de Kafka” (1960) en Ensayos críticos, Seix Barral, Buenos Aires, 2003, p. 167. 

  2. Love’s Knowledge: Essays on Philosophy and Literature, Oxford University Press, 1990, p. 5. 

  3. Tácticas y estrategias para contar [historias de la gente sobre conflicto y reconciliación en Colombia], Centro de Competencia en Comunicación para América Latina, Friedrich Ebert Stiftung, Bogotá, 2010, p. 34. 

  4. Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera, Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1985, p. 365. 

  5. Conversación personal del autor. En lo sucesivo, cuando no aparezca la cita de un texto en específico, tal es el caso. 

  6. “¡Viva la paz! Que cuando suene en el cuadrante de los pueblos la hora blanca de la libertad, siempre habrá entre el rescoldo cuatro tizones mal apagados para juntarlos con cuidado, soplar con fuerza, y hacer que se prenda la llamarada que será el alba de mejores días”, dice el general Landáburo. 

  7. Asunto que la escritora Vanessa Londoño pone de relieve cuando examina la novela Mancha de aceite (1935) de César Uribe Piedrahita, por ejemplo. 

  8. Así se denominó el conjunto de hechos ocurridos el 9 de abril de 1948 en Bogotá (y, por extensión, a los levantamientos que se sucedieron en otros territorios del país) tras el asesinato del líder popular liberal Jorge Eliécer Gaitán. 

  9. Antonio Caballero, capítulo 11, “La Violencia”, en Historia de Colombia y sus oligarquías (1498-2017), Ministerio de Cultura y Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá, 2014. 

  10. La Comisión de la Verdad cuenta doce intentos de paz con los grupos armados en la historia reciente; la Fundación Paz y Reconciliación (Pares) enumera alrededor de quince. 

  11. Natalia Franco et al., Tácticas y estrategias para contar…, op. cit., p. 78.