Sadie Rivas no eligió migrar. En 2018, cuando tenía diecinueve años, se sumó a las protestas contra la violencia de Estado del gobierno de Nicaragua y en represalia recibió amenazas de encierro y de muerte. Sus padres, en un acto de desesperación, la obligaron a huir entre lodosos senderos clandestinos hacia el país vecino, Costa Rica. Así renunció al inicio de su juventud y se embarcó en una odisea que todavía no termina, dentro de una nación extraña. Sadie es una de las más de 90 mil nicaragüenses que han solicitado refugio en Costa Rica desde que en 2018 explotó la más reciente crisis sociopolítica en la región, según los datos oficiales. Fue en ese año que el gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional , formado principalmente por el presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, implementó una serie de reformas inconstitucionales al Seguro Social de ese país, provocando protestas en todo el territorio, muchas lideradas por activistas comunitarios y estudiantes universitarios. Ortega, que en enero de 2022 cumplió quince años ininterrumpidos en el poder, respondió enviando a la policía y al ejército para asesinar y perseguir a los manifestantes. Según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), al menos 328 personas fueron asesinadas en el contexto de las protestas de 2018 y, desde entonces, al menos setecientos opositores han sido encarcelados por razones meramente políticas. Actualmente el Mecanismo para el reconocimiento de personas presas políticas en Nicaragua contabiliza casi 170 presos políticos, en un país que registra alrededor de seis millones de habitantes. Al inicio de la crisis, en 2018, el gobierno de Ortega dirigía sus fuerzas contra líderes comunitarios, periodistas independientes, miembros de movimientos sociales y estudiantes involucrados en los grupos opositores. Fue así como se conformó el nuevo perfil de la migración: jóvenes que salen del país centroamericano por miedo a perder su vida. Los registros de la CIDH evidencian que entre abril y diciembre de 2018 al menos 70 mil nicaragüenses salieron del país, 50 mil con destino a Costa Rica. No obstante, la línea se vuelve más borrosa con los años y ahora se persigue a toda persona que manifieste no estar de acuerdo con las acciones de Ortega y su gabinete. La migración nicaragüense está en su apogeo.
Nicaragua y Costa Rica comparten profundas relaciones migratorias, rodeadas por crisis sucesivas. Un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) rastrea el inicio de movimientos migratorios masivos de nicas hacia el país vecino desde inicios de los años setenta, primero a causa de un terremoto que destruyó Managua y luego por la crisis económica causada por la dictadura somocista.1 El estudio también afirma que los movimientos migratorios repuntaron a finales de los ochenta, con el bloqueo comercial de Estados Unidos contra el gobierno (también liderado en ese momento por Daniel Ortega), durante el contexto de la guerra civil tras la Revolución Sandinista. En ese momento, los nicaragüenses que llegaban a Costa Rica eran personas mayores de treinta años con baja escolaridad que buscaban mejores oportunidades laborales para apoyar a sus familias en su país de origen. A partir de 2018 el perfil del migrante cambió: la migración comenzó a tener rostro de mujer joven, estudiante, que no tenía planes de vivir permanentemente en el exterior. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) reporta que en 2020 había más de 700 mil nicaragüenses migrantes alrededor del mundo. Para un país pequeño, de 6.6 millones de habitantes, esto implica que al menos el 10.8 por ciento de su población vive fuera del territorio nacional.
Hoy Sadie Rivas cuenta su historia con tranquilidad desde un rincón de la capital costarricense, el lugar que la recibió cuando hace casi cuatro años su país la expulsó. Pasó de ser una estudiante universitaria normal a tener que reconstruir con sus propias manos, en un país que hasta hace poco era desconocido para ella, una vida que le fue arrebatada. Hoy organiza eventos para migrantes emprendedoras en Costa Rica y sigue siendo fiel activista para denunciar las violaciones de derechos humanos que ocurren en su país.
Sadie pensó que iban a ser los meses más difíciles de su vida, pero que al cabo de un breve tiempo, cuando Daniel Ortega renunciara al poder, podría regresar a su casa. Conoció a las mujeres con las que ahora construye redes para sostenerse, con la idea de que frecuentar a migrantes nicaragüenses como ella iba a disminuir el “golpe” emocional del regreso. Se abrazó a otras refugiadas: activistas, estudiantes, campesinas, líderes comunitarias y jefas de hogar perseguidas por el gobierno de Ortega, todas escondidas en un país desconocido. Eran amigas efímeras, porque en sus cabezas su estancia en el extranjero también lo sería.
No obstante, pese a las exigencias de los grupos opositores nacionales e internacionales, Daniel Ortega no renunció a su mandato. En 2021 logró aferrarse al poder por cinco años más, mediante unas elecciones presidenciales irregulares: el gobierno arrestó a los candidatos opositores meses antes de los comicios, no hubo escrutinio internacional y no se permitió que los migrantes enviaran votos desde sus países de residencia.
Como Sadie, los exiliados vieron ante sus ojos que los días se hacían semanas, las semanas meses y los meses años. Tuvieron que buscar domicilios y fuentes económicas más estables: los pocos ahorros que llevaban desaparecieron en cuestión de poco tiempo. El futuro apremiaba. “Yo pensé que venía por unos meses, pero han pasado más de tres años y sigo aquí, intentando hacer mi vida”, cuenta Sadie.
Los nicaragüenses que llegaron a Costa Rica entre 2018 y 2019 por razones políticas se autocalifican como “la primera camada de refugiados”. El grupo de estudiantes con los que Sadie llegó a Costa Rica, por ejemplo, no inició su proceso migratorio de solicitud de refugio sino seis meses después de entrar irregularmente al país.
Recuerda Sadie:
Nosotros no pensábamos a futuro porque no planeábamos migrar. No veníamos con dinero suficiente, no sabíamos sobre las leyes migratorias del país. Al final no lo veíamos relevante porque el plan siempre era regresar.
Para el abogado y activista exiliado del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca+, Braulio Abarca, la incertidumbre fue una de las características principales en este fenómeno migratorio. Debido a que la mayoría de los jóvenes salieron del país improvisadamente, se toparon de inmediato con la falta de empleo, vivienda y salud, algo que en su país de origen no experimentaban.
Con la llegada del COVID-19 la situación de los migrantes nicaragüenses en Costa Rica alcanzó un punto crítico. El turismo, una de las fuentes con mayor oportunidades para ellos, entró en la temporada cero: cero ingresos, cero clientes y cero visitas. Los trabajadores de este sector fueron los primeros despedidos de sus empleos, muchos se quedaron sin ningún tipo de ingreso. Además, Costa Rica congeló todos los procesos legales migratorios en el país, dejando a miles de nicas con trámites en el limbo. Sadie entre ellas. Esa fue la razón por la que comenzó a hacer trueques con las mujeres migrantes que hasta hace pocos meses eran solo amigas, o conocidas, que compartían el trauma del exilio. Ellas también estaban en situaciones económicas críticas e idearon estrategias para intercambiar comida y otros suministros del hogar. Los trueques poco a poco fueron popularizándose y transformaron una actividad espontánea en una feria de emprendedoras migrantes que ofrecían a otros migrantes sus productos, creados en su mayoría a partir de la crisis sanitaria. “La feria como que nos dice el camino tan largo que hemos recorrido en este país”, destaca la joven: “Nos empoderamos para tener una vida digna”. La actividad pasó de ser una estrategia de supervivencia pura a recrear un espacio de tertulia e identidad migrante. Las mujeres, que en Nicaragua trabajaban dentro de organizaciones sociales o desempeñaban carreras totalmente distintas, fincaron su resiliencia en la venta de comida, ropa, accesorios y todo lo que resultara posible crear con las manos. La feria, que organizan una vez al mes, es ahora una forma de expresar el orgullo de ser nicaragüense en un espacio libre de agresiones o discriminaciones. Aunque Costa Rica afirma tener una política de brazos abiertos hacía los migrantes, también han sucedido grandes actos xenófobos en contra de esta población. En septiembre de 2018, por ejemplo, un grupo de personas agredió a migrantes que estaban en un parque histórico de desplazados, donde se hacen trueques entre nicas. Esa xenofobia, afirma Abarca, también puede ser encontrada en los trámites burocráticos exclusivos para la población nica:
Hay autoridades que dicen, por ejemplo, que los nicaragüenses son una carga pesada para el estado costarricense. Esas palabras empoderan a las personas en instituciones públicas para rechazarlos o decir comentarios abusivos.
Sadie explica que, en vez de concentrarse en ese tipo de agresiones, dedica su energía a cosas que la hacen sentir plena. Ahora la veinteañera proporciona asesorías a los nuevos migrantes que siguen llegando a Costa Rica escapando de la represión en Nicaragua, especialmente a mujeres jóvenes como ella. Cuenta que juega el rol de la persona que ella misma necesitaba en sus primeros días de terror. También está intentando reconstruir la vida que dejó en pausa en Nicaragua. Sabe que no volverá y que tampoco eligió estar en donde está, pero su única alternativa ahora es rodearse de fuerza migrante y seguir caminando.
Imagen de portada: Manifestación del día del estudiante, Nicaragua, 2018. Fotografía de Jorge Mejía Peralta. Flickr