Entre el fin de la escritura y el comienzo de la publicación
Pondré la coda, la nota bene, la posdata, el remate, la cola del texto aquí, al inicio (la cola siempre al inicio): el plagio ha vuelto a dar la nota. La nota es triste; es política, es jurídica, es burocrática, es académica, pero bueno, el plagio ha vuelto a darla. Y dice: ¡Yasmín Esquivel? Por lo que a mí respecta (¿así se dice?), estoy a favor del plagio, pero en contra de la flojera y, sobre todo, de la cobardía. Dar gato por liebre siempre me ha parecido mezquino.
Pero no quisiera aprovecharme de la coyuntura y desenrollar o desarrollar un plagio. No me interesa. Prefiero hablar de la culpa.
Qué divertida es la culpa. La culpa católica, quiero decir. Y la culpa del otro, claro está. Qué divertido ver el teatrito que arma alguien en culpa. “Hacer una escena”, dice Roland Barthes. Carlota está molesta, Werther está excitado. Una afirma, el otro niega. El acuerdo es lógicamente imposible: es ese lenguaje cuyo objeto se ha perdido. En la escenita el lenguaje nunca es demostrativo o persuasivo, sino inmediato: los sujetos se adhieren a lo que acaba de ser dicho. Carlota: “Me deseas porque es imposible”. Werther: “La decisión debe venir de Alberto”. Lo explica Barthes:
Ninguna escena tiene un sentido, ninguna progresa hacia un esclarecimiento o una transformación. La escena no es ni práctica ni dialéctica; es lujosa, ociosa: tan inconsecuente como un orgasmo perverso: no marca, no mancha.
El teatrito del amor es un pantano: el análisis, el silencio y la huida resultan contraproducentes, la solución solo puede venir de afuera (de Alberto). La escenita de la culpa, el teatrito ansioso de alguien en falta consigo mismo, es divertidísima porque es solo uno —un uno neurótico— quien despliega una diversidad de sentidos en lucha.
Estoy hablando de un personaje de Woody Allen, de Éric Rohmer, de John Cassavetes. Estoy hablando de Sade, de Jakobson, de Kierkegaard. Estoy hablando del más reciente libro de la colección Editor de Gris Tormenta. Estoy hablando de Un texto en camino, de Javier Jiménez Belmonte.
El libro tiene el mismo alto, ancho y grosor que este otro de la editorial española Acantilado: La muerte de Napoleón (1986), de Simon Leys. La novela de Leys —según me entero, exitosísima— tiene un postfacio donde su editor le pide, para esta nueva reedición, una especie de mea culpa:
El inconsciente funciona de manera incomprensible, pero su acción resulta a veces sorprendente. Poco después de la publicación de mi novela, un viejo amigo me preguntó un día, a bocajarro: “Charlie Chaplin acarició en algún momento el proyecto de hacer una película sobre Napoleón, contando cómo se evade de Santa Elena y vuelve a vivir de incógnito en Francia… ¿Lo sabías?”. Se me cortó la respiración. Me quedé sin habla. Vértigo de la memoria: por supuesto que lo sabía —o, más exactamente, lo había sabido treinta años antes (más tarde encontré dos líneas que había anotado en un diario de juventud, a fines de la década de 1950, sin duda copiadas de alguna lectura) y luego lo había olvidado por completo hasta el momento en que mi amigo me hizo esa pregunta—. De haber retenido esa información en la memoria, probablemente no habría regresado para inspirarme con una fuerza tan apremiante. Se trabaja con todo lo que se recuerda, pero no se crea más que con aquello que se ha olvidado.
Y pues Javier Jiménez Belmonte lo olvidó. O al menos eso es lo que él mismo se reclama. Un texto en camino es eso, el síntoma de un presunto olvido o descuido o tragedia.
Javier Jiménez Belmonte es un académico español de 50 años que recientemente publicó su primera novela: Desentierro (Maclein y Parker, 2022). Aunque existe la figura de “la joven promesa”, cada quien publica cuando quiere, o cuando puede. Cortázar tenía 36 cuando publicó Bestiario y Lampedusa 61 cuando terminó de escribir El gatopardo. Es curiosa la inocencia tardía. “Volver a los 17 / después de vivir un siglo / es como descifrar signos / sin ser sabio competente”, cantaba Violeta Parra. “Ay, sí, sí, sí”. Y sí: Javier Jiménez Belmonte es el Pnin cordobés: se toma un año sabático, viaja de su cubículo en Nueva York a una casa señorial en Querétaro, termina una novela (Desentierro), la manda a una editorial (Maclein y Parker), la editorial se la acepta, le dice que en unos meses estará publicada y Javier Jiménez Belmonte espera. El que ama es el que espera, dirían Barthes o Villaurrutia.
Mientras espera, una librería. En la librería, un libro. El libro: Una niña en camino (1997), de Raduan Nassar. Javier Jiménez Belmonte en la librería, el libro en la mesa de novedades. Javier Jiménez Belmonte ve el libro, lo agarra, le da la vuelta, lee la contraportada. Curiosidad, sorpresa, emoción, pasmo, diosmío diosmío, ¡tragedia!: Javier Jiménez Belmonte se lee a sí mismo. No lo dice —porque no tiene lenguaje—, pero su sonrojada cara lo revela: The horror! The horror! El doctor en literatura española, el académico avezado, el investigador curtido de pronto se encuentra en crisis: ¡he plagiado a Raduan Nassar! Mi primera novela, producto de esa crisis de la mediana edad, es santo y seña de Una niña en camino. The horror! The horror! ¡La policía del plagio! ¡El Guillermo Sheridan que vive dentro de mí! ¡Ah de la vida! ¿Qué hago ahora!
Javier Jiménez Belmonte busca una respuesta. La respuesta es la evasión: la noche, el alcohol, los amigos, la cantina, el delirio. Está en Querétaro, la cantina es Don Amado. Los amigos son bohemios, son pintores, The horror! The horror!, ¡son editores! Sus amigos son editores. Sus amigos lo escuchan: escuchan su neurosis, se ríen de su culpa, le responden con un brindis. Salud, salud. Pero Javier Jiménez Belmonte insiste en su culpa; Javier Jiménez Belmonte es, a fin de cuentas, español: Javier Jiménez Belmonte se clava: “Mi primera novela es un plagio, soy un escritor tardío y soy un fraude”, o algo así le dice a sus-amigos-los-editores-del-pueblo. Sus amigos editores piensan esto: “Aquí lo tenemos, ha llegado”. Y le dicen: “Escribe esto, escribe tu sorpresa, escribe tu sospecha, escribe lo que pasa entre el fin de la escritura y el principio de la publicación”. Los editores le dicen eso y Javier Jiménez Belmonte hace caso. Javier Jiménez Belmonte escribe. Y lo que escribe es Un texto en camino.
Todos los versos tienen un anverso. ¿Qué pasa detrás de la lectura de un libro? Esa es la pregunta de la colección Editor de Gris Tormenta, que hasta ahora asciende a nueve títulos (y la colita se me mueve): el testimonio de una traductora felizmente arrepentida (Wolfson), los bobos embates contra la miseria de un escritor de pronto premiado (Bernhard), el adinerado sacrificio de un editor involuntario (López Lamadrid), el autodesprecio de un escritor talentosísimo (Duarte), el lloriqueo de una escritora profesional (Gould), el diario de un editor heroico (Muchnik), la clínica de un guionista necio (Pauls), la vana pretensión de quien no tiene nada que decir y más bien poco que mostrar (Lahiri). Y el noveno que nos convoca: el académico cincuentón que de pronto decide echar una cana al aire.
Javier Jiménez Belmonte es un profesor universitario. Tiene 50 años. Entre tanto paper, escribe un libro. Lo orea, lo saca a pasear, consigue que se lo publiquen. Entre el “sí” de la editorial y la mesa de novedades de una librería, Javier Jiménez Belmonte imagina que su libro es una farsa. Y entonces la culpa: ¿qué he hecho de mi vida?
Un texto en camino es la crónica de lo que pasa entre el fin de la escritura y el comienzo de la publicación. “El que ama es el que espera”. Javier Jiménez Belmonte sabe esperar: escribe un libro mientras espera la publicación de otro. Javier Jiménez Belmonte sabe amar. Un texto en camino es la prueba de esa espera, de ese amor.
Gris Tormenta, Querétaro, 2022
Maclein y Parker, Sevilla, 2022
Imagen de portada: Piet Mondrian, Lirio de cola de zorro, ca. 1909