dossier Plantas JUN.2022

Nuestro espejo en un bosque

Sarah Aguilar Flaschka

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En nuestra relación con la naturaleza, la dominación y el extractivismo son hábitos complementarios que atraviesan la agricultura convencional y ocupan el centro de la medicina moderna. Ambas prácticas se caracterizan por una profunda incomprensión de cómo funciona la red de la vida en toda su complejidad. La agroindustria se encarga de las plagas y las malas hierbas por medio de pesticidas, la medicina lo hace a través de las cirugías y los fármacos.

​ Al destruir nuestras relaciones tradicionales con la tierra y las de unas formas de vida con otras, la agricultura industrial también ha diezmado nuestras ecologías internas. Los pueblos originarios, que siguen conectados a su territorio, han sabido durante miles de años lo que la ciencia moderna apenas empieza a entender: la buena salud tiene que ver con sostener relaciones recíprocas de hospitalidad. No es una metáfora que los seres humanos seamos holobiontes: un ensamble de plantas, animales, microbios, virus y hongos. Las cosmovisiones tradicionales comprenden las plantas no solo como alimento, sino también como medicina y como material de construcción de la vida. Desde su perspectiva, ellas encarnan un conocimiento ecológico vivo que, por desgracia, se está perdiendo.

México, dos veces semillero

Este país le ha dado al mundo muchas de sus especies hoy predilectas —maíz, jitomate, cacao o aguacate, por nombrar solo algunas—, pero lo que se cuenta menos es que también fuimos el semillero de la transformación industrial agrícola que se conoce como la Revolución Verde. El Programa de Agricultura Mexicana de la Fundación Rockefeller (FR) operó de 1943 a 1965 en colaboración con el gobierno, para acreditar que un paquete tecnológico estandarizado —semillas mejoradas, fertilizantes y pesticidas, prácticas de irrigación y capacitación técnica— podía elevar la productividad milagrosamente. El modelo era replicable globalmente y acabaría de una vez y para siempre con el hambre, liberando a los pueblos del yugo de la economía de subsistencia.

​ Una evaluación global de los impactos deja claro que para la gente del campo la promesa no se cumplió. Cayeron los precios de lo que producían; subieron los de los insumos; los grandes terratenientes encarecieron las rentas y compraron a los pequeños productores, que no resistieron las condiciones del mercado; se marginó al campesinado sin tierra que ha tenido que emplearse en las ciudades con salarios muy precarios. El agronegocio transnacional se apropió las pretensiones filantrópicas originales, así como la narrativa de erradicar el hambre como estrategia publicitaria. Sin embargo, el problema de fondo está lejos de resolverse: en 2018, el 49.7 por ciento de la población mexicana padecía inseguridad alimentaria.

Paul Klee, *Flor blanca en el jardín*, 1920 Paul Klee, Flor blanca en el jardín, 1920

​ Hoy sabemos que la Revolución Verde ha tenido además graves consecuencias ambientales, entre ellas la pérdida de la agrobiodiversidad. En la actualidad mil 386 millones de hectáreas (casi la totalidad de las tierras cultivadas en el mundo) están reservadas para tan solo 52 cultivos. El criterio para su selección tiene que ver con su rendimiento, no con su valor nutricional ni cultural, y se engarza con otra faceta del sistema agroindustrial: los alimentos ultraprocesados. Aproximadamente el treinta por ciento de la ingesta diaria de energía de los mexicanos viene de estos productos. En los preescolares representan casi el cuarenta por ciento de las calorías. Paralelamente, la obesidad infantil aumentó del 7.5 por ciento en 1996 al 17.5 por ciento en 2018 y se asocia con más de catorce causas de mortalidad. Se estima que las enfermedades relacionadas con el sobrepeso reducirán más de cuatro años la esperanza de vida en México durante las próximas tres décadas.

El metaeslabón invisible

En esta historia una de las grandes batallas la estamos librando de manera invisible. Se trata del ataque a la microbiota.

​ La microbiota humana —la comunidad de microbios que hace hogar dentro y sobre nosotros— está compuesta por casi dos mil organismos distintos. Toda esa vida contiene al menos doscientos millones de genes que juegan un rol aún muy desconocido en la regulación de nuestra propia condición biológica humana.

​ Nuestros ecosistemas internos pueden resistir muchos embates, pero hay un umbral de destrucción a partir del cual se precipita el colapso. La *disbiosis *—la destrucción de una ecología microbiana sana— ha llegado con los agrotóxicos, los aditivos en los alimentos, el uso de antibióticos, la exposición reiterada a contaminantes, el estrés y algunas enfermedades. Este deterioro ha provocado la extinción de especies de microbios que coevolucionaron con nosotros desde nuestro origen y nos mantuvieron vivos.

​ Las consecuencias biológicas de un planeta cada vez más estéril son patentes en el mundo y en nuestros cuerpos. A nivel colectivo, la deforestación y la agricultura industrial están mermando una rica diversidad microbiana en el suelo, la clave para la retención del agua y el carbono.

​ La microbiota del suelo se conecta con nuestro microbioma, por lo que vemos la misma tendencia en el intestino y en el suelo: la biodiversidad microbiana en los sitios con actividad humana moderna está desapareciendo. Y como parte de esta retícula de interdependencias vivas, también ha declinado el conocimiento tradicional, in situ, de estas correlaciones.

​ La que sigue es una entrevista a tres voces con las mujeres de Remedios del Bosque, un proyecto de regeneración de la tierra y las comunidades en la sierra y la costa de Oaxaca, que ha respondido al llamado de alerta y está buscando nuevas formas para revitalizar la cultura, el lenguaje y el conocimiento etnobotánico en un contexto contemporáneo. Ellas son María Violante, fundadora de la marca y herborista por la Universidad Autónoma Chapingo, Alicia Hernández Cortés, aprendiz de las plantas medicinales y productora de la Sierra Sur de Oaxaca, y Erika Guadalupe Martínez Maldonado, agricultora orgánica autodidacta. ​​ ¿Cómo y cuándo las alcanzó el llamado del bosque?

María Violante: Estudiaba artes escénicas y me invitaron a organizar un encuentro de parteras en el altiplano potosino. Ahí me fui dando cuenta de esa energía mágica que está alrededor de las plantas y de la gente que tiene una conexión con ellas. Yo me preguntaba: ¿qué realidad es esta?

A mi regreso empecé a aprender de las parteras de mi zona y me metí a estudiar herbolaria mexicana, luego hice un diplomado de agricultura regenerativa y vi cómo el problema se vinculaba con el cambio climático, la salud del suelo, de la tierra, del agua y de nuestro cuerpo y con los microrganismos que viven dentro de ellos; lo que en la antroposofía llaman salutogénesis.

Cuando llegué con mi esposo, embarazada, a vivir en la sierra, seguimos ese modelo. Empezamos a sembrar y a entender qué especies debíamos reintroducir para que ocurriera la regeneración de ese bosque de coníferas devastado por la exportación de pino, principalmente a Japón. La gente de la comunidad empezó a decirnos “este árbol estaba aquí hace mucho tiempo y estoy viendo que tienen un guajolotillo que antes no venía”. Se generó algo impresionante, un terreno muy biodiverso.

Entonces, las mujeres de la zona empezaron a querer sembrar sus terrenos y a preguntar por la señora de los remedios. Con mis conocimientos básicos de partería recibí a algunas mujeres en casa. Las primeras formulaciones para Remedios del Bosque nacieron de las necesidades de la comunidad: un aceite para el dolor, porque los mayores habían trabajado muchos años con hacha y motosierra y ellas tejiendo y torteando; un jarabe para la tos; las tinturas para la gripa y la indigestión. Hasta el día de hoy, ya crecidas como empresa, seguimos haciendo el aceite para la artritis que está en las tienditas de la sierra.

Erika Guadalupe Martínez Maldonado: Mi esposo Yoni y yo pasamos un tiempo en Estados Unidos y volvimos para que naciera nuestro hijo acá, al rancho de mi papá, donde yo nací también. Yo era ama de casa y mi marido manejaba un taxi. Al pueblo llegó un proyecto de un huerto comunitario que no tuvo mucho éxito porque la forma de vida en la costa ya no te permite trabajar en algo que no dé ingresos diarios. Pero igual decidimos rescatar el proyecto en familia. Nunca usamos agroquímicos. Empezamos a ver que sí es algo viable y nos cambió la vida.

Alicia Hernández Cortés: No está de moda pasar tiempo en el campo, eso ha modificado la estabilidad de la naturaleza. Pero yo decidí quedarme porque me gusta la tierra, el aire, observar el bosque, habitar en un lugar tranquilo. Y la idea de ir a cuidar una planta medicinal me ayuda a ver que no es solo una planta para mí, es una planta para todos los que la necesitan.

©Naandeyé García Villegas, de la serie *El bosque y yo*, 2021. Cortesía de la artista ©Naandeyé García Villegas, de la serie El bosque y yo, 2021. Cortesía de la artista

¿Ustedes sienten un cambio en su salud desde que trabajan amablemente con la naturaleza?

Erika: Cuando empezamos, nuestra hija tenía dos años y mi hijo seis. La niña desde los nueve meses tuvo asma y el niño, problemas de alergias. Gastamos mucho en alergólogos y pediatras, pero luego fuimos sembrando y comiendo lo que producíamos, y nuestra mentalidad cambió. Poco a poco fuimos viendo que la salud de los niños mejoraba. Hace tres años que la niña ya no tiene ninguna crisis y los dos están súper grandes para su edad.

Alicia: Sembrar plantas medicinales ha influido en nuestra alimentación, porque siempre hemos sembrado maíz y frijol, pero ahora nos concentramos en la salud. Es algo que lleva tiempo y dedicación, pero al final una ve los resultados y pues es bonito decir: estoy cuidando esta tierra pero también me estoy cuidando a mí.

Quizás es difícil sentir el vínculo con nuestro paisaje alimentario porque lo han convertido en un monocultivo, inabarcable a pie, estéril, que quema y huele tóxico. Si otro campo es posible, ¿ustedes cómo creen que se impuso esta versión?

María: El otro día me enseñaron un libro de la Secretaría de Educación Pública de cuarto grado y ahí se explica cómo aplicar pesticidas a los cultivos. Los niños vierten pesticidas en comunidades según el modelo educativo del Estado, en coordinación con la agroindustria. No hay filtro en la alimentación, llegan Coca Cola y las cerveceras a las comunidades y son la mejor alternativa porque su acuífero ya está contaminado. Eso ya lo sabemos, pero no sé cuánto más podemos obviar que tiene implicaciones negativas para la salud física, mental y emocional. Es muy difícil trabajar con agricultores mayores, ya no quieren, les robaron la ilusión y su sentido más profundo de agencia. Es muy difícil sembrar vitalidad cuando te alimenta un sistema que se beneficia con tu dependencia, la cual es promovida por los programas de gobierno. Los agricultores han ido perdiendo la posibilidad real de disfrutar sus tierras. Allí ya no hay sentido de pertenencia. Lo que queda es mucho miedo.

Erika: Era muy niña cuando las empresas transnacionales trajeron un programa que se llamaba Kilo por Kilo mediante el cual nos cambiaban un kilo de semilla mejorada por lo que tuviéramos de semillas criollas; de esa manera fuimos entregando las semillas nativas. Les decían a nuestros papás que iban a tener mejor rendimiento y todas esas cosas que ya sabemos que no son ciertas porque dependen de determinadas condiciones e insumos. Y al año siguiente ya tenían que comprar semillas porque las suyas no se podían reproducir. Así se fueron decepcionando los campesinos y decidieron dejar de producir.

¿Cómo se pueden alumbrar los caminos de la resistencia desde el gozo y la salud?

Alicia: Yo veo que están viniendo personas más grandes a preguntarme por plantas, a mí que soy más joven. Y eso me hace sentir muy bien porque veo que quizás van a dejar que mi generación los ayude.

Erika: En la costa estamos cambiando nuestra finalidad; queremos convertirnos en un centro de educación ambiental con una vocación productiva. Mi hijo va al bachillerato y lleva un módulo que es técnico-agropecuario en donde aprende otras formas de trabajar el campo. Nosotros pensamos que lo más importante vendrá con otro tipo de educación sobre nuestra relación con la tierra.


Escucha el Bonus track de Sarah Aguilar Flaschka, con Fernando Clavijo