Qué duda cabe de que nuestro país está atravesado, al menos durante la última década, por violencias continuas, crecientes y de diferentes tipos que muchos han caracterizado como una “guerra” con aspectos de “exterminio masivo” en cuanto a la magnitud de los asesinatos, las desapariciones (110 mil en cifras oficiales, el triple según organizaciones de familiares de víctimas) y los desplazamientos forzados; y de “exterminio selectivo” con un permanente “piso represivo” contra activistas sociales, defensores de derechos humanos, periodistas, candidatos y autoridades políticas en tiempos electorales.
La paz: un largo proceso de humanización de nuestra especie
A nivel mundial y nacional, las respuestas oficiales a las violencias parten del concepto de paz negativa que, como dirían Johan Galtung y John P. Lederach, desde tiempos del Imperio romano y su Pax se relaciona con la aparente ausencia de guerra o violencia directa, así como con la conservación del statu quo —situaciones asociadas a la militarización del orden social—. Agregaría a esto, además, el concepto de paz armada, que subsume la idea de “paz” a la de “seguridad”, a pesar de que ambas cuentan con orígenes históricos muy diferentes —seguridad es un término militar—. Para que esto haya sido posible y casi uniforme en términos globales, fue necesaria una construcción social centrada en la “siembra de la inseguridad” y el “aterrorizamiento” de las poblaciones bajo muy diversas formas, en muchos casos provocados por los gobiernos, los medios de comunicación, la ilegalidad y el desempleo.
La reflexión y la búsqueda de respuestas respecto a las violencias y la militarización no deben ser absolutizadas ni ideologizadas. Habiendo sido objetor de conciencia al servicio militar y antimilitarista durante toda mi vida, y en parte por mi disciplina de historiador y mis experiencias de acción directa noviolenta, he aprendido que nuestra especie no ha llegado a los niveles de humanización y conocimiento necesarios para detener procesos y acciones de muy avanzada violencia material sin contraponerles una violencia material, en parte equivalente : “Ante todo, ¡detener la mano del agresor!” “¡Ya basta!”. Sin embargo, el gran desafío de la construcción de paz reside en plantear estrategias y realizar acciones que puedan detener de manera efectiva la violencia material (que ataca y destruye) sin activar una espiral del odio, la venganza, la violencia y la guerra. Se trata de una tarea de enorme complejidad en muchos campos inter e intradisciplinarios, que no solo exige un conocimiento táctico de este tipo de acciones, sino también un entendimiento profundo acerca de los largos procesos epistémicos de humanización de nuestra especie.
En este aspecto, creo que nuestra universidad podría asumir una función a futuro muy importante en la construcción de un modelo cada vez más identificado con formas de paz positivas, comunitarias y humanizantes para todas y todos los actores sociales.
Estudié, y desde hace muchos años trabajo, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y siempre he creído que nuestra universidad tiene un rol central en la promoción de este modelo porque su raíz fundadora se basa en lo mejor del humanismo mexicano, latinoamericano y universal. Por tanto, la UNAM está llamada a investigar y desafiar las corrientes predominantes de paz armada, aterrorizamiento social y reproducción de la espiral de violencia que rigen en nuestro orden y cultura social.
Como escribió Gandhi en su autobiografía, hay muchos “experimentos con la verdad” que podrían hacerse desde la universidad y sus muchas comunidades de pensamiento y acción, sin embargo, ello exige asumir dos de las mayores virtudes de la cultura de paz noviolenta: humildad y audacia. Esta sería una forma muy concreta —y la actual coyuntura mexicana resulta una verdadera oportunidad histórica para hacerlo— de aportar a la construcción de una paz más asociada a lo “positivo”, es decir, a la justicia, la igualdad, la comunidad, la cooperación social y la dignidad de los derechos humanos.
UNAM: sujeto social clave de la “reserva moral” nacional
En el terreno del conocimiento histórico y sociológico de las luchas y conflictos sociales existe una categoría importante que ha servido de “arma noviolenta” dentro de la resistencia civil y resulta central en la primera impugnación de toda lucha: lo moral. Las experiencias de contrucción de paz noviolenta y violenta nos enseñan que todos los bandos persiguen, en primer lugar, ganar la batalla de la acumulación de “fuerza moral”, es decir, la legitimidad —incluso antes que de “legalidad”, pues no son mecánicamente sinónimos—.
Parte de esta acumulación en la lucha y la conflictividad social es la “reserva moral” de una sociedad. Toda sociedad tiene una reserva moral constituída por cuerpos e identidades que poseen una mayor acumulación de “poder social”, ya sea por razones históricas, políticas, económicas o sociales. Esto no significa que sean mejores moralmente que otros cuerpos e identidades, sino que su historia y su poder social tienen la capacidad de presionar y lograr cambios en las autoridades o fuerzas opresivas que otros no podrían a corto o mediano plazo. La reserva moral también puede adoptar la forma de grandes masas de cuerpos movilizados de manera continua y permanente. Sin embargo, la historia nos enseña que muchas veces la reserva moral de una sociedad (jerarquías eclesiales, académicas, sindicales, políticas, intelectuales, artísticas…) no ha salido masivamente junto al pueblo a la calle, al espacio público, en acciones proporcionales a las de la violencia para expresar su “¡Ya basta!” desde la resistencia civil noviolenta. También cabe destacar que estas acciones deberían ir unidas a la “firmeza permanente”, una característica básica de la determinación moral noviolenta: “No nos iremos de aquí hasta que se corrija esta injusticia”. En la coyuntura mexicana, la última gran movilización de la reserva moral se dio en los primeros días de la acción genocida en Iguala contra los normalistas de Ayotzinapa, pero duró poco tiempo en relación al nivel de las violencias enfrentadas y de las complicidades que las posibilitaron.
UNAM: comunidad y paz
En muchas universidades del país, y particularmente en todos los niveles académicos de la UNAM, en el segundo semestre de 2019 se produjeron acciones muy significativas y masivas de protesta estudiantil en las que destacaron las reivindicaciones de grupos feministas, especialmente contra situaciones de violencia de género y abuso de poder que se vivían y normalizaban en los diferentes espacios de esta institución. Se trató de una conflictividad social de alta intensidad que, a través de diálogos, negociaciones y, sobre todo, cambios en los procesos institucionales, legales y reglamentarios, ayudó a tomar mayor conciencia de la imperiosa necesidad de cambios profundos en nuestra universidad. La lucha y los cambios continúan hasta hoy, y necesitarán más tiempo antes de que tengamos comunidades reales de paz y noviolencia en todos los espacios universitarios.
Uno de los frutos de ese proceso de lucha social ha sido la creación de la Coordinación para la Igualdad de Género UNAM (CIGU), una instancia con la que diversos grupos hemos trabajado de cerca, por ejemplo, en cursos con la Colectiva de Paz y Noviolencia que tenemos en un Papime (Programa de Apoyo a Proyectos para Innovar y Mejorar la Educación) de la Facultad de Filosofía y Letras, lo que me ha permitido apreciar los esfuerzos y el compromiso que desarrollan sus integrantes en sus muchas áreas. No obstante, quisiera destacar un aspecto poco observado socialmente, clave en la cultura y la construcción de paz que están construyendo las mujeres implicadas, y es que no solo buscan detener puntualmente violencias de género a través de la transformación positiva (asociada al aprecio por los derechos humanos) de los conflictos, sino que se han propuesto capacitarse en cultura de paz y noviolencia, asumiéndola como un contexto cultural desde el que se puede abordar la conflictividad. Se trata de una acción muy profunda que va más allá de transformar los conflictos y abona de veras a la construcción de otra cultura. Me parece que ese es el enfoque que deberíamos ampliar en nuestra universidad y en el país.
En esta cultura de paz noviolenta resulta fundamental, entre otros aspectos, humanizar siempre a los adversarios; tratar a los medios como fines (decía Gandhi: “de una semilla podrida no puede nacer un buen árbol”); evitar la espiral del odio y la violencia en los conflictos; ser capaces de desobedecer las órdenes deshumanizantes que recibamos. El lema “Comunidad UNAM” es muy apropiado para el espacio en que esta cultura debe difundirse, pues reafirma la necesidad de hacer un acompañamiento institucional y legal comprometido con los miembros violentados de la comunidad, por ejemplo, la estudiante del Colegio de Letras Hispánicas Mariela Vanessa Díaz Valverde, desaparecida desde el 27 de abril de 2018, o Andrés Tirado, el recién egresado del Centro Universitario de Teatro que fue brutalmente asesinado el 16 de diciembre de 2022. Cuanto más plena, rápida e integralmente se realicen este tipo de acciones de construcción de paz, unidas a muchas otras en los terrenos de la educación y la cultura de paz, nuestra universidad podrá asumir públicamente su rol de sujeto clave de la reserva moral nacional en una coyuntura histórica de gran violencia social.
Imagen de portada: Edificio de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM con pintas del movimiento feminista, 2020. Fotografía de Trevor Pritchard. Flickr