En esta conversación, dialogamos con Lev Jardón, investigador del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM que se autodefine como jardinero y carpintero. Su relación con las plantas incluye aspectos tan específicos como el análisis de su evolución genética, así como de la dimensión política y filosófica de la agrodiversidad.
Cuando decimos plantas, ¿a qué nos referimos?
Desde la visión operativa de Lynn Margulis, las plantas son organismos fotosintéticos multicelulares que pasan la mayor parte de su vida sésiles, es decir, viven fijas en un lugar y tienen diferentes formas de reproducción. Las plantas con las que más nos relacionamos poseen semilla, pero hay otras que no la producen, como los musgos, los helechos o las hepáticas. El universo de las plantas está compuesto por más de 390 mil especies descritas. La gran mayoría está representada por plantas con flores, o angiospermas, pero también existen otras, llamadas gimnospermas. Dentro de ellas se agrupan especies importantes para nuestra vida, como las coníferas. Cuando hablamos de plantas nos referimos a un universo enorme, que incluye desde plantas muy pequeñitas, de milímetros de tamaño, hasta especies que pueden conformar algunos de los organismos más grandes del mundo. Y no pienso solamente en las secuoyas: los grandes eucaliptos de Australia de más de cien metros de altura tienen una masa mucho mayor a la de una ballena, o las especies con reproducción clonal, con sistemas radiculares más o menos interconectados. Algunos álamos, comunes en Norteamérica, llegan a formar masas interconectadas y fisiológicamente más o menos continuas que abarcan muchas hectáreas, organismos de millones de toneladas probablemente.
¿Qué otros datos tiene la comunidad científica sobre estas masas clonales?
En distintas partes del mundo hay reportes de estas masas clonales que apenas estamos empezando a entender fisiológicamente. Solemos pensar en los árboles individuales como una de las especies más longevas, así ocurre con el Pinus longaeva, que vive unos cinco mil años, pero lo vemos como árbol individual, no como una gran masa de clones. Pensemos ahora en estas grandes masas clonales de abetos, con una edad que se estima entre diez mil y veinte mil años. Estamos hablando de que estaban ahí antes de la última glaciación. El ciclo de vida de estas plantas de larga duración es muy distinto al de otras que tenemos en el otro extremo, las plantas efímeras, cuyo ciclo es muy corto, pues están asociadas a los deshielos o a los breves periodos de lluvia en los desiertos; ellas emergen a partir de estructuras de resistencia y desarrollan su ciclo de vida durante unos cuantos días.
¿Cómo surgen las plantas terrestres?
Hace aproximadamente quinientos o seiscientos millones de años surge la rama que da origen al grupo que llamamos plantas terrestres. Es una época que casi coincide con el momento en que se formaron los grandes grupos de animales que conocemos: los artrópodos, los anélidos, los moluscos que aún están en el mar. Ellos generaron por entonces lo que en biología se conoce como “su gran plan corporal”. Todos los animales que hoy conocemos se originaron en una ventana pequeña, más o menos por esas fechas. Antes de que las plantas existieran, la corteza terrestre emergida de los grandes cuerpos de agua oceánica seguía siendo fundamentalmente rocosa. No existía el concepto mismo de tierra como suelo con materia orgánica. A partir de que las plantas comenzaron a colonizar esa masa, se abrió un camino muy importante, porque cambiaron las condiciones de vida y permitieron el establecimiento de organismos que formarían ecosistemas muy complejos. Esto tiene que ver con la acción de las plantas, que van rompiendo las piedras hasta hacerlas polvo con sus raíces, y la exposición a la intemperie. Con la llegada de las plantas, los procesos físicos y químicos experimentaron una revolución. No podemos entender el planeta como lo vemos ahora sin este proceso de transformación. Pensemos en la cantidad de gusanos, insectos y otros artrópodos que pueden vivir en un pedacito de tierra… Nada de eso podría existir si no se hubiera dado este proceso de ingeniería ecosistémica.
Si esa fue su acción en la superficie terrestre, ¿cómo se comportaron con la atmósfera?
Se piensa que una planta necesita agua y que el ambiente determina su vida. Eso es verdad, pero solo hasta cierto punto. Si recorremos cualquier carretera serrana de México nos encontraremos con neblina en las zonas boscosas. ¿Por qué se forma esa neblina? En parte por la presencia de árboles. Las zonas donde hay más bosques condensan más humedad porque la propia presencia de árboles retiene líquido y se convierte en un atractor de agua. Los patrones de nubes, neblinas y lluvias son producto de la acción de las plantas sobre su entorno. Con mucha displicencia se dice que podemos talar decenas de miles de hectáreas de la selva maya para meter una vía de tren y que no va a pasar nada… Pero esa tala tendrá una implicación en los patrones de lluvia, y no necesariamente estaremos preparados —ya no solo a nivel local, sino incluso como humanidad— para los cambios en el ritmo de captación de agua de la parte sur de la península de Yucatán y los efectos que esto tendrá.
Cuando las plantas fueron creando las condiciones para que los animales pudiéramos colonizar la tierra, ¿de qué modo empezaron a cambiar los restantes reinos en ese entorno terrestre?
Ese es un ejemplo muy bonito de co-evolución: la base de todo lo que comemos tiene que ver con que la energía del sol es capturada en forma de azúcares y grasas por organismos fotosintéticos. Los animales dependemos de esa materia orgánica y de los hongos, los cuales requieren de la materia orgánica que haya sido producida y participan activamente de su descomposición. A partir de ahí hay un montón de interacciones ecológicas muy importantes. Cuando aparecen las plantas con semillas, su capacidad de dispersarlas se incrementa muy notablemente con la llegada de organismos, animales fundamentalmente, capaces de hacerlo. Porque el objeto fundamental de la alimentación del animal es el fruto. Las semillas pasan por su tracto digestivo y son defecadas a cientos de metros o kilómetros de distancia. Estas interacciones simbióticas son más recientes, de sesenta millones de años para acá, protagonizadas por los descendientes de los dinosaurios que quedaron vivos (fundamentalmente las aves), pero a lo largo de toda la historia ha habido distintas formas de interacción. Con los insectos, por ejemplo, la polinización fue muy relevante tanto para su diversificación como para la de las plantas. Una de las grandes preguntas en evolución es por qué hay tantos millones de especies, es decir, cómo pasamos de un mundo en que no había plantas terrestres a uno en el que hay 390 mil especies de ellas. Cómo pasamos de un mundo en el que no había insectos a uno en el que hay ochocientas mil especies de ellos. Si la pregunta filosófica fundamental es “por qué el ser y no la nada”, la pregunta básica en evolución sería “por qué, pudiendo quedarnos con los primeros procariontes que surgieron espontáneamente, no fue así”. Y luego, “por qué hay cambios que toman miles de millones de años en suceder, y de pronto cuando ocurren generan interacciones muy particulares, que a su vez aceleran otros cambios”.
¿Qué hay de la manera en que los seres humanos modificamos lo que llamamos “naturaleza”? Incluso cuando hablamos del Amazonas o de zonas que se consideran “vírgenes”, ¿de qué manera los seres humanos hemos modificado esos ecosistemas?
Los hemos modificado desde el principio de los tiempos. Lo que ha cambiado es nuestro nivel de conocimiento o de conciencia sobre ese cambio. Por ejemplo, se ha estudiado una modificación indirecta pero muy importante en la vegetación de Norteamérica a raíz de la llegada de los grupos humanos. Hay un debate sobre si los mastodontes y los mamuts ya estaban en declive cuando llegaron los humanos, si ya pesaba sobre ellos una condena a la desaparición, pero el hecho fundamental es que cuando llegaron los humanos estos animales se extinguieron. Ellos limitaban el crecimiento de muchos arbustos y otros elementos de la vegetación que hacían que la cantidad de luz reflejada desde Norteamérica hacia la atmósfera fuera otra. Una vez que los seres humanos quitaron al herbívoro y la vegetación floreció, la cantidad de luz que se reflejaba hacia la atmósfera cambió. Todas las sociedades preagrícolas modificaban la naturaleza. En el caso del Amazonas hay una evidencia cada vez mayor de que la distribución de muchas plantas no se corresponde con lo que denominaríamos una distribución “aleatoria” o acorde a lo que esperaríamos si no hubiese habido una intervención medianamente dirigida, en la que los procesos de recolección de mandioca y de otras especies modificaron a su vez la distribución de las semillas de esas plantas. Tenemos pruebas de que en el caso del Amazonas hubo grupos que fueron parcialmente agrícolas o que originaron lo que se llama la “Terra preta”, que son zonas boscosas donde la cantidad de materia orgánica y la conformación del suelo no son iguales a las del resto del bosque. Es probable que eso estuviera mediado por el trabajo humano. Entonces, lugares aparentemente vírgenes ya no lo son tanto, en el sentido de que ha habido un metabolismo de lo social con la naturaleza que viene de muchos años atrás. También hay factores que se vinculan con el manejo de la materia vegetal. Intentemos pensar como alguien que nunca ha visto a nadie sembrar. Durante la Revolución neolítica hubo un montón de estadios de manejo en los que la gente, en muchos lugares del mundo, intencionalmente cortó algunas plantas para favorecer el crecimiento de otras, o dejó que se acumulara materia orgánica para ayudar a su desarrollo. La cuestión es si somos conscientes o no de ese metabolismo a gran escala. La gente que vive localmente suele tener una conciencia mucho más inmediata, por ejemplo, que los grandes gobiernos. Pensemos otra vez en la selva maya. Cada vez es más claro que durante muchísimo tiempo ha sido manejada por las comunidades locales en ciclos de rotación bastante largos donde la tierra se deja madurar hasta que se vuelve otra vez selva. O que hay una promoción muy activa de árboles frutales de interés local, como el ramón o el chicozapote que siembran las comunidades, los cuales hacen que la composición de estos bosques ya no esté intacta. Desde una perspectiva moderna se piensa solo en dinero, pero las comunidades locales probablemente contemplan también necesidades de un orden lúdico, espiritual e intelectual. No basta con tener la cuestión calórica resuelta, sino que hace falta comer la comida con la cual produces tu propia identidad y la recreas. Eso tiene implicaciones sobre el manejo del agrosistema, sobre la relación con las plantas, sobre cómo valoras los quelites, los romeritos o los distintos tipos de chile.
Cuando estudio las plantas domesticadas siempre trato de pensar en el impulso que lleva a la gente a diversificar los tipos de cultivo. Oaxaca, por citar un ejemplo, produce entre el 0.5 y el uno por ciento del volumen global de chile de México; porcentualmente es nada. Sin embargo, este estado contiene la tercera parte de los tipos de chile del país. Esa diversidad no se explica por el puro interés de tener mucho chile, sino por la intención de contar con varios tipos de chile que se consuman de maneras diferentes y digan cosas distintas de lo que significa la comida para los humanos desde el punto de vista cultural. Esa es nuestra distinción como especie, que el capitalismo y su ideal del mercado global se empeñan en erosionar. En los últimos cien años se ha establecido una tendencia que apunta hacia la homogenización de las dietas del mundo justamente porque ese tipo de consumo es cuantificable y permite imponer más impuestos y especular sobre cualquier cultivo. El pequeño productor de un chile que se llama tabaquero en el sur de Campeche no suele pensar en la exportación y en los grandes beneficios que le anuncian al ponerle un tren para exportar, pues quizás ese no es su objetivo fundamental. Tal vez ese pequeño productor disfruta por sobre muchas cosas esa peculiaridad que tiene el tabaquero de, al ser comido seco y recién cortado, contener sabores que recuerdan adobos muy complejos. Al pensar la producción agrícola desde los rendimientos por hectáreas y los valores de exportación, se pierde inevitablemente su multidimensionalidad. En México producimos suficiente chile para exportar y satisfacer el consumo nacional. Sin embargo, que buena parte de esa producción esté en manos de grandes compañías exportadoras ha provocado un déficit interno, el cual se intenta resolver mediante la importación de chiles que vienen de otros países. Así, por ejemplo, el chile guajillo tiene un sabor importado de China, no el que nosotros decidimos como colectividad que queremos que tenga. Actualmente el mercado nos expropia la tradición y el valor cultural de la agricultura que heredamos de las comunidades campesinas. Las lógicas del capitalismo buscan extenderse a todos los ámbitos y terrenos, incluyendo a aquellos espacios de la vida social que aún no sucumben a la monetización absoluta de sus vínculos e interacciones con el universo vegetal.
Imagen de portada: Robert Jacob Gordon, Orbea verrucosa, 1977-1786. Rijksmuseum