Al llegar a La Habana, en 1917, el abogado estadounidense Edward Everett pidió, antes que nada, visitar el Club de Ajedrez de la ciudad. En la isla, donde el ajedrez comenzaba a ser una pasión, le recibirían con entusiasmo, más cuando él era considerado de los mejores jugadores de Estados Unidos. Lo ideal, debió pensar Everett, hubiese sido coincidir en el club con la joven estrella ajedrecística del momento, José Raúl Capablanca, pero éste se encontraba entonces en lides muy superiores a la de simples aficionados provincianos, esperando arrebatarle el título de campeón mundial a Emanuel Lasker. Tal y como esperaba, Everett fue recibido en el club entre abrazos y saludos de admiración de parte de unos cubanos inusualmente risueños. Pidió entonces enfrentar al jugador más fuerte y le contestaron que a su debido momento, y que primero jugara con una niña a la que le hacía ilusión conocer a un gran ajedrecista extranjero. Aunque le pareció una ridiculez, accedió por cortesía a enfrentar a una refinada y silenciosa jovencita de 14 años llamada María Teresa Mora Iturralde. Everett inició la partida muy seguro de sí mismo, pero pronto su ofensiva se convirtió en defensa, luego en una huida desesperada y, finalmente, en un jaque mate. A su alrededor todos parecían asombrados. “Una más”, dijo. Esta vez se tomó en serio el juego, calculó cada uno de sus movimientos, repensó mil estrategias, pero nada le alcanzó para evitar otra derrota. Confundido, miró a sus anfitriones, que empezaban a reír a carcajadas. Luego le dijeron que, tal como lo pidió, le habían presentado al jugador más fuerte.
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María Teresa fue la única persona que Capablanca aceptó como alumna. Una docena de lecciones le bastaron para reconocer en su pupila a la mejor ajedrecista de la época y a la mejor acompañante para el Campeonato Mundial de Londres de 1922. En Cuba el talento de la joven se malgastaba y, aunque jamás podría competir en esa élite exclusivamente masculina, Capablanca estaba convencido de que al toparse con los mejores del mundo se revelaría su insospechado máximo potencial. Se conocieron apenas unos meses antes en La Habana, en una de esas simultáneas que el genio cubano concebía como una diversión donde repartir decenas de mates a la vez. La primera ronda fue todo victorias, excepto en la partida con María Teresa, que quedó en tablas. Intrigado, pidió jugar dos veces más con esa jovencita que ya contaba con varios premios en Washington como solucionadora de problemas, además de un elogioso artículo en el American Chess Bulletin, donde Everett narraba sus encuentros. Fue entonces que Capablanca, el “Mozart del ajedrez” que desde los cuatro años parecía imbatible, conoció la derrota, y por partida doble. Algo más que aquellas inesperadas derrotas hizo que el campeón mundial reparara en el talento precoz de María Teresa. Capablanca, por ejemplo, podía ser un jugador exasperante. Rara vez lograba estar una partida entera frente al tablero. En su lugar, prefería pararse a conversar con los espectadores, tomar un café y recorrer el lugar en lo que el contrincante se dejaba los sesos por descifrar su estrategia. Cuando era su turno, regresaba y de manera inmediata movía la pieza correcta al lugar correcto, sin errores. María Teresa jugaba igual, por instinto, como si la partida, en sus infinitas variantes, hubiera sucedido en su cabeza en sólo una fracción de segundo. Aunque, más recatada que su maestro, prefería guardar las formas y no humillar al rival. Capablanca fue el último gran Rey de los viejos tiempos del ajedrez, cuando se jugaba con pura pasión, casi a ciegas, y el virtuosismo natural lo era todo. María Teresa, por su parte, estaba llamada a ser la primera gran Reina de ese estilo. Para cuando llegó el Campeonato de Londres, el ajedrecista fue invitado con todos los gastos pagados. María Teresa, que debía costearse el viaje y el alojamiento, jamás pudo reunir el dinero necesario.
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María Teresa llegó al ajedrez doblemente tarde y, a la vez, demasiado temprano. Tarde porque ya en 1927 ese estilo impulsivo suyo y de su maestro cedió ante la premeditación y el estudio metódico del ruso Alexander Alekhine, padre del ajedrez moderno. En los días previos al Campeonato Mundial de ese año, mientras Capablanca descansaba, Alekhine estudió todos los juegos de su rival y encontró lo que ni siquiera el cubano había logrado descubrir: una tendencia en aquella forma aparentemente aleatoria de mover las piezas. Tarde también porque, como reconociera Capablanca, el sosiego espiritual que llega con los años suele ser el tiro de gracia al genio natural, y la sangre fría y el “pensar demasiado” vienen a buscar explicaciones donde el talento innato se conformaba con los hechos. Por otra parte, la edad de oro de María Teresa coincidió con una época que le imponía trabas por doquier. Por aquel entonces el ajedrez no era considerado una profesión en Cuba y, excepto por el pequeño club provincial, era imposible que una mujer midiera su talento en competiciones mixtas. Capablanca tenía un futuro asegurado como deportista internacional. María Teresa, en cambio, tuvo que encontrar otras maneras de ganarse la vida y para ello estudió inglés, un bachiller en ciencias y letras, escribió en varios periódicos y perfeccionó otro de sus talentos naturales: la música. A la fuerza, tuvo que aceptar que una partida sólo le servía para asombrar a los curiosos y no para poner un plato de comida en su mesa. Los conciertos de violín y mandolina, aunque no eran suficientes, sí lo hacían. De a poco se distanció de los tableros, y lo que alguna vez fue su pasión pasó a ser un simple pasatiempo. La falta de práctica hizo que sus habilidades disminuyeran, pero no demasiado. Para 1938, cuando el ajedrez se institucionalizó en Cuba y los juegos mixtos en el club se volvieron profesionales y divididos por sexos, ninguna mujer estaba a su altura.
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María Teresa murió en 1980, en la casa que compartía con uno de sus sobrinos. Aunque durante mucho tiempo se la conoció como una de las mujeres más coquetas del país, con varios romances y pretendientes, jamás se casó ni tuvo hijos. El machismo ya le había tronchado lo que pudo haber sido una carrera deportiva extraordinaria como para someterse a él por otras vías. Además, el tiempo apenas le alcanzaba para sus múltiples trabajos, y aquellas horas libres que le quedaban prefería dedicarlas al ajedrez antes que a una vida doméstica tradicional. Aun así, tuvo su momento de gloria, fugaz, sólo una mísera porción de lo que pudo ser. Entre 1940 y 1950 consiguió participar en dos campeonatos mundiales. No tuvo mucha suerte, aunque en el segundo logró derrotar a dos campeonas estadounidenses y a una rusa, para finalmente caer ante Liudmila Rudenko, la ucraniana que se haría con la corona esa vez. Pese a todo, recibió el primer título de Maestra Internacional concedido en Iberoamérica. Ya en 1960 decidió abandonar su corta carrera profesional. En Cuba nunca conoció la derrota de manos de otra mujer. Por muchos años su historia quedó en el olvido, hasta que un periodista, enterado de su relación con Capablanca, decidió entrevistarla poco antes de morir. Fue en aquel encuentro que María Teresa supo del libro de memorias de su antiguo maestro y de un fragmento dedicado a ella:
Había en La Habana una joven de 12 o 14 años que me interesaba mucho. No sólo era inteligente y modesta en todos los aspectos, sino que, además, jugaba al ajedrez bastante bien. (Creo que hoy es probablemente la jugadora más fuerte del mundo)…
María Teresa, que memorizaba cada una de sus partidas, reveló entonces los movimientos que acabaron en tablas en su juego con Capablanca, aunque prefirió ocultar las otras dos partidas, según ella, por respeto a su maestro. Pero no siempre fue igual de condescendiente. Cuentan que, cerca de su retiro, jugó con uno de los mejores ajedrecistas cubanos del momento. A lo largo de la partida, su rival parecía cada vez más incómodo ante la facilidad con la que una mujer lo dominaba. Mientras tanto, María Teresa, divertida, hacía del juego una cacería implacable y humillante. Cuando se decretó la victoria, entre avergonzado y furioso, el hombre aceptó estrechar su mano. Ella, fingiéndose sorprendida, sólo dijo: “Ay, qué pena, cómo le he ganado”.
Imagen de portada: María Teresa Mora Iturralde en una partida con Edward Everett