La relación más larga y constante de mi vida es con el Vive Latino. Es el último festival de música al que asistí antes del coronavirus. Y también el primero de mi vida. Para la edición de 2020 yo tenía siete meses de embarazo y me hubiera encantado llevar a Nico en la panza porque la experiencia de ver, escuchar y compartir con otras la música en vivo cambia cuando eres dos personas en una. Nada es lo mismo en el proceso del desdoblamiento. Un mes antes fuimos a ver a Wilco en el Teatro Metropolitan de la Ciudad de México sin saber que ese sería el último concierto en un buen tiempo. Para el Vive Latino 2020 la pandemia ya estaba devorando cuerpos en todo el mundo y en México apenas empezábamos a tener miedo, apenas empezábamos a cuidarnos. Todavía no terminábamos de creérnosla, pero ese marzo extraño muchas personas no fuimos por un instinto de protección que resultó, lamentablemente, acertado. Solo la amenaza de un virus pudo interrumpir nuestra relación, aunque es cierto que fue cambiando a lo largo de los últimos años. Cada vez pasaba menos horas en el festival. Ya no llegaba temprano, como en las primeras ediciones, para ver el primer día a las primeras bandas ni me iba el tercer día después del gran cierre. A mi primer Vive Latino fui con 23 años y un gafete de prensa para hacer entrevistas, que hoy guardo como reliquia. Lo recuerdo como uno de los días más felices de mi vida: corriendo de un escenario a otro para ver a tantas bandas como fuera posible, anotando en una libretita las canciones que tocaban, detalles del grupo, del público, del ambiente, la conexión, la sensación de fiesta; corriendo tras ellos después de que se bajaran del escenario a la conferencia de prensa, levantando tímidamente la mano para hacer una pregunta que ojalá no fuera muy estúpida; comiendo tacos y pizzas miniatura entre toquines, tomando cerveza de a litro, calculando bien en qué momento ir al baño para no perderme el set de ninguna de mis bandas favoritas. Así todo el día, todos los días.
Es difícil describir el contacto que hacemos con la belleza en los festivales de música, que para mí han sido el gran ritual colectivo. Es difícil nombrar cómo se siente ser un cuerpo entre tantísimos otros cuerpos escuchando la misma canción al mismo tiempo, coreando el mismo verso. Lo primero, desde luego, es la música: las canciones en vivo tienen otra vocación. Aunque toquen las versiones como en el disco, no son las mismas que escuchas en un mp3 o un vinilo. Los instrumentos y las voces en directo desde el escenario se conjugan con las voces del público, los aplausos, los gritos, los movimientos de una coreografía caótica de miles, a veces decenas de miles, de manos y brazos. Las canciones en vivo tienen un ánimo trascendental que busca la conexión en ese momento específico. Nunca olvidaré a Prince vestido de blanco en el escenario principal de Coachella en 2008 diciendo: “You are in the coolest place on earth right now”. Hay una experiencia del presente, de lo irrepetible. Siempre he tratado de explicarme qué es lo que acontece en ese momento: a qué origen nos devuelve esa experiencia de unión, por qué lloramos cuando volteamos a ver a nuestro alrededor y encontramos miles de rostros compartiendo el mismo sentimiento, por qué nos estremecemos, qué son esos escalofríos, esa piel de gallina, esa inquietud del cuerpo, qué nos recuerda lo que habíamos olvidado y por lo cual volvemos cada año, de qué manera nos inspira, cómo reverbera en nuestra vida cuando salimos de ahí. La explicación científica apela a nuestra animalidad y me interesa, pero no termina de desentrañar el misterio. Michael Spitzer explica que cuando estamos frente a una o varias personas sin darnos cuenta replicamos sus movimientos y gestos, y ellas los nuestros.1 Las neuronas espejo en nuestro cerebro activan simulaciones motoras. Ver a un cantante o un bajista en el escenario nos hace pensar que nosotros también podemos cantar y tocar. Además, liberamos dopamina y sentimos esa clase de placer que suelen llamar “skin orgasm”. Mucho se ha estudiado por qué la música puede provocar orgasmos y queda mucho por descubrir sobre el vínculo entre música y sexo, pero por ahí va el cómo y el por qué de ese desprendimiento necesario para la catarsis. Se activan los sistemas de recompensa, movimiento, acción y predicción. Hay una respuesta sofisticada y primitiva al mismo tiempo cuando escuchamos y cantamos en compañía, porque escuchamos con todo el cuerpo y también más allá del cuerpo propio: se activan las áreas responsables de socializar y queremos compartir ese proceso complejo e intenso de escape y placer; queremos escuchar en y con otros cuerpos también. Se sabe que las ballenas y los pájaros, por ejemplo, cantan por solidaridad, para conectar con sus iguales. Con los ruidos, muchos de los monos se acarician sin tocarse. Se sabe que la música evolucionó de diferentes comportamientos animales y que también está basada en patrones, algunos naturales y otros aprendidos. Las variaciones en los patrones crean expectativas y clímax, y despiertan diferentes emociones. Darwin argumentó que las emociones tienen funciones adaptativas: ayudan a los animales a sobrevivir ante la adversidad. Spitzer propone que la música es lo más importante que hemos aprendido como humanidad. La experiencia de la música es un fenómeno multimodal en el que contribuyen el montaje en el escenario, la calidad del sonido, el performance de los músicos, los visuales, lo abierto o cerrado de los espacios, el clima, la cercanía o distancia con las otras personas. Son muchos elementos además de las canciones los que nos estimulan. La música nos hace felices incluso cuando una canción es triste. Vamos a los conciertos para recuperar la capacidad de asombro, sentir alegría pura y compartirla con los extraños a nuestro alrededor. Vamos porque ahí nos deshinibimos, probamos la libertad. Vamos a los festivales de música para obtener una sobredosis de esta experiencia de la felicidad. Ahora tengo 38 años y no aguanto un festival de música entero. Me interesa más tomarme un whisky y platicar sentada con los amigos que ver a la mayoría de las bandas. Lo que antes me parecía emocionante ahora me cansa: las distancias entre los escenarios, la marea de personas que hay que atravesar para llegar de un rincón a otro, las filas larguísimas para comprar comida, las cervezas calientes en vasos tamaño caguama. Ya me duelen las rodillas. No quiero tener que aguantarme las ganas de ir al baño por no perderme una canción. Ahora me importan la mugre y los meados voladores. Ahora me parece una pesadilla esperar, ya con el cuerpo descompuesto, a los amigos para poder irnos, las horas para salir del estacionamiento o para encontrar un taxi libre a la salida, pagar tarifas ridículas para volver a casa a media noche, pues el metro ha cerrado. Hace años que lo que quiero es ver a un solo grupo que haya hecho una buena prueba de sonido, que suene de puta madre, que toque un set memorable de dos horas en las que me vuele la cabeza y me funda con las otras personas en el público, que nos manden al cielo para tener una experiencia religiosa que nos haga olvidar quienes somos y tengamos que abrazarnos entre extraños cuando todo haya terminado, porque lo que acabamos de vivir no tiene nombre. Pero hubo una época, durante muchos años, en la que podía tener una catarsis tras otra durante tres y hasta cuatro días seguidos. Hay una edad para las orgías. Hay una edad en la que, como dice mi amiga Leos, no hay mejor plan que pasar el día viendo bandas y bebiendo. O conviviendo con los amigos con música en vivo de fondo, como dice mi amiga Andrea. Antes tenía un hambre insaciable de experiencias de ruptura y en los festivales de música encontré las grietas perfectas a la cotidianidad. Siempre he pensado que los conciertos nos congregan de una manera parecida a la misa, pero sin creencias. Hay otras formas de la religión. Hay otras experiencias de la espiritualidad. Y los festivales de música multiplican ese rito que conduce al trance. Lo intensifican. A veces viajas a un lugar lejano, apartado de lo ordinario: la familia, la casa, el trabajo. En ese desplazamiento inicia el quiebre. Tal vez al Foro Sol en metro, tal vez en avión al desierto californiano de Coachella o al centro de Austin para SXSW o Austin City Limits. No es la misma experiencia un festival en medio de la ciudad que un festival lejos de toda urbanización, donde muchos de los asistentes acampan en los alrededores del lugar. Ese rush que no sé cómo traducir al español, esa energía súbita unos segundos antes de que el grupo salga al escenario, se alimenta de los procesos previos a llegar hasta el recinto y situarnos en el lugar elegido frente al grupo. Estamos dispuestos a lo extraordinario. Las amistades que nacen en los festivales de música con frecuencia duran toda la vida. Haber vivido aquello juntos se vuelve un eslabón fundamental en la historia entre dos o más personas. A mi amigo Wenceslao le gusta ir solo a los festivales porque se concentra más en la música y porque le gusta observar cómo las masas reaccionan ante diferentes artistas, pero tarde o temprano comparte cervezas y drogas con desconocidos con los que entablará una relación de segundos o de años.
Me hubiera gustado ver a Bob Dylan tocar por primera vez con guitarra eléctrica en el Newport Folk Festival de 1965. No pude ver a Jimi Hendrix prenderle fuego a su guitarra en el Woodstock del 69. No vi a Led Zeppelin tocar en vivo “Immigrant Song” en el Bath Festival de 1970. No vi a Johnny Cash en el Glastonbury del 94, ni a David Bowie en el de 2000. Sí pude ver la pirámide de Daft Punk en Coachella en 2006. Sí estuve en el Rock en Seine de 2009 cuando Oasis se separó unos minutos antes de salir al escenario y fue lo mejor que nos pudo haber pasado, porque Madness tomó su lugar y vimos a la leyenda del ska tocar dos veces en un día. Sí vi el holograma de 2Pac cantar con Snoop Dogg en Coachella en 2012. Cada quién tiene su canon. Mis mejores recuerdos de festivales de música son siempre momentos épicos donde además de esa sensación extática de unión, esa vinculación que para mí resulta muy rompedora y muy esperanzadora, además de la conciencia de presenciar un momento histórico, hay siempre un componente político. La Historia también se cuenta a través de la música y la música en vivo. Recuerdo a Café Tacvba tocando en Coachella ante miles de mexicanos reivindicando la diferencia por la que son discriminados, celebrando una identidad nostálgica de la tierra que los obliga a migrar. Recuerdo la reunión de The Specials en el V Festival de Hylands Park en Chelmsford, Inglaterra, frente a una marea de personas diez o veinte años mayores que yo bailando y cantando ese ska mezcla de punk y calipso jamaiquino que en los años setenta se opuso al racismo y al abuso policial. Todavía hay mucho contra qué luchar, gritaban. Recuerdo la explanada principal del Foro Sol llena de personas mentándole la madre a Felipe Calderón después de que Saúl Hernández de Caifanes empezara a hacerlo. En países endogámicamente festivos como México los rituales de duelo se entretejen con los rituales de la fiesta: lloramos a nuestras asesinadas y protestamos contra la violencia de género y celebramos que estamos vivas y estamos juntas con bailes multitudinarios y consignas entre canciones que unen generaciones de mujeres inconformes. La resistencia tiene oportunidad en las masas. La revolución social se concentra en los espacios donde los cuerpos se reúnen para gritar de tristeza y de alegría; luego se dispersa. Se cuela con dificultad en los espacios cotidianos donde estamos solos. Para mi compadre Erich Martino los festivales de música de antes del 2000 eran un acto de rebeldía, a partir del amor que se profesaba por la música y los grupos. Asistías a ellos para participar en la contracultura que tomaba una ciudad en nombre del rock. Así fueron los Live Aid en 1985. Los grupos más importantes del mundo tocaron sin cobrar en un festival que se transmitió globalmente con el objetivo preciso de unir y concientizar al mundo sobre los problemas sociales, como la pobreza extrema en Etiopía y Somalia. Pero la mayoría de los festivales ahora tienen poco de contracultural. El neoliberalismo se traga también la contracultura, es una de sus especialidades. Muchos festivales se han vuelto franquicias. Como dice mi amigo Lucas, cada vez se trata menos sobre la música; ahora son escaparates de marcas y parecen expos comerciales del WTC. Expo Chavo. Sin embargo, creo que todavía se asiste a los festivales para pertenecer a una tribu con una identidad con la que encuentras sentido. El Vive Latino en México ha concentrado por veintiún años a los grupos más importantes del rock en español para celebrar una identidad. El mismo festival se intentó llevar a cabo en otros países de Latinoamérica y fracasó porque en Chile o en Argentina no se ven a sí mismos como latinos. En México es un éxito a pesar del riesgo de contagio de un virus pandémico. En el Electric Daisy Carnival ves a ríos de jóvenes disfrazados bailando música electrónica. El Domination, antes Hell and Heaven, congrega a los metaleros, que sabemos que suelen ser los melómanos más nobles e inteligentes. El Coca-Cola Flow Fest es la prueba de que hace tiempo que el reguetón es el género dominante. Mutek es de música de culto y experimental. Una busca a los suyos. Cada quien sus templos. Una disfruta, se deja sorprender y se reafirma en un festival de música, aunque a veces lo que reafirmas es que ya no eres esa persona que solía pertencer.
Imagen de portada: Yurex Omazkin, La marea, 2021