dossier El Caribe JUL.2021

No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista

Reflexiones de pandemia desde una isla caribeña

Mayra Santos-Febres

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24 de abril, 2021

Hace un calor increíble. Fui a correr bici con José Arturo. Luego, me puse a limpiar la casa. La nena está triste, no quiere ver gente. Preadolescencia. Mi hijo quiere ir a un centro comercial, ahora que abren con menos restricciones. Tengo que arreglar cosas: el aire acondicionado que goterea… no sé qué le pasa, el asunto de la medición neta con Energía Eléctrica, se está yendo la electricidad a cada rato, y buscar un buen tapicero y rejero para la baranda de la terraza, que se la ha comido el salitre. Hago citas, paso mapos, limpio baños, trato de entender a mi hija y pienso en esta pandemia. No estoy mal, pero tampoco bien. Es increíble cuando sientes que, aunque no quieras, estás conectada con todo un ecosistema bajo ataque. La última ola de contagios, aunque no ha afectado a nadie cercano, me tiene en ascuas. Nos tiene en ascuas. Miro noticias acerca de efectos secundarios de las vacunas —ahora han encontrado que a un porcentaje muy ínfimo de jóvenes les causa miocarditis— e intento decidir si voy a vacunar a mis hijes. A mí no me pasó nada con la vacuna; a mi hermano, nada; a mis suegros, a mis cuñadas, a mi padre, a mis vecinos, nada. Reafirmo la fe. Las vacunas son una respuesta quién sabe si suficientemente segura, pero que nos da herramientas para enfrentar lo que nos acompañará por bastantes años. El COVID-19 no se irá como no se ha ido la influenza, ni el sida ni otras epidemias de las de antaño, esas que no mataban a miles alrededor. Tenemos que encontrar cómo vivir de nuevo, cómo abrirnos a la vida otra vez, aunque sea incierta, porque incierta siempre ha sido. Suben los intentos de suicidio y los suicidios “exitosos”, cada vez en edades más tempranas. Miro las cifras. Se encienden las ascuas. Nada es perfecto y tampoco la vacuna. Pero es una respuesta, una defensa. Abro la página de “vacunas.pr” e inscribo a mi hijo. Mi día sigue normal. Hoy, gracias al Cielo no tengo zooms, ni reuniones, ni libros pendientes, ni nada más que la vida. Eso es bueno. Hay un cansancio virtual que ya no se aguanta y que tiene a la mitad de la gente que conozco con las adrenales virás y con anemia. Durante la primera ola de la pandemia, di talleres virtuales, facetimes y mil vainas; ahora, tengo que admitir que no puedo con tanta exposición en red. Me da vértigo. Quiero volver a la escritura. Tan rica, tan nutridora y acogedora; me convierte en voz invisible. El imperio de la imagen quema. Cuento a mis amigos, los que siguen vivos y saludables, riendo, pariendo, escribiendo, luchando por la equidad y la justicia durante esta pandemia que azota al mundo. Lo veo todo desde esta isla colonizada. Tengo a mis hijes un poco machucados, sobre todo a la menor, que le ha tocado esta vaina tan temprano. Me dan ganas de llorar porque ya no sé cómo protegerla y apoyarla. Vigilo su dieta, su risa, sus horas de sueño. Clases de guitarra, esa maldita escuela con sus miles de asignaciones que la tiene tan ansiosa, la ayudo lo más que puedo. Vitaminas, dietas, irnos de fin de semana. A veces está bien, otras no tanto. Me preocupa. Pienso en todas las madres de hijes preadolescentes que deben estar pasándola peor que yo. No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.

28 de abril, 2021

Hoy el día amaneció nublado. Pienso en George Floyd y en Tariq Quadir Loat. Ése era su nombre. Muchacho de 24 años, negro, con antecedentes penales. Su cuerpo fue hallado en el pueblo de Vega Baja, Puerto Rico, con dos impactos de bala y calcinado. Había desaparecido desde el sábado en La Perla. Nuestro caliente barrio se ha convertido en motivo de peregrinaciones por parte de turistas, sobre todo ahora, en esta segunda ola de contagios, en que la Compañía de Turismo local promociona la isla como destinación de “escape” para visitantes estadounidenses. Llegan miles de turistas afroamericanos al día. Suben los contagios y a ellos no les importa. Escapan de un contagio mayor, una verdadera epidemia de mass shootings que bañan en sangre a la nación norteamericana. La incidencia ha escalado en un 20 por ciento en lo que va del 2021, y la mayoría de las víctimas son afroamericanos y latinos. Los vemos queriendo ir a retratarse a uno de los barrios más pobres de la capital de San Juan, uno de los tantos que se ha hecho famoso desde que se filmó allí el video “Despacito” de Luis Fonsi y Daddy Yankee.

Barrio de la Perla, Puerto Rico, 2017. Fotografía de Michael Au Barrio de la Perla, Puerto Rico, 2017. Fotografía de Michael Au. CC.

La historia es breve y trágica, triste, muy triste. Tariq fue con un amigo y su novia embarazada a comprar drogas ilegales. Luego, intentaron sacarse fotos en el lugar. Ahora Tariq está muerto. La Isla en pandemia se ha vuelto destinación turística para el thug life desde que se empezara a mercadear como destino de escape del COVID-19. Extraños algoritmos nos han convertido en el imaginario estadounidense de la Isla Criminal donde se puede beber en la calle, andar por ahí con las carnes por fuera (según una estética thug que han explotado los medios, las redes, los videos de reguetón). Entonces, pasa el asesinato de Tariq Quadir Loat, joven de 24 años que venía a vivir su fantasía thug a Puerto Rico. De seguro Tariq no conocía nuestra cultura. Puerto Rico es lo que veía por internet. Quizás desconocía nuestro muy autóctono tipo de violencia. Murió sin darse cuenta de que acá opera otra fantasía, la de los motociclistas con la música por todo lo alto, el fronte de títere, el bling bling del cadenú y la “yale” con el “hasta abajo” en high todo el tiempo. Tal vez vio gestos, costumbres conocidas y las pensó idénticas a las que conocía. O tal vez ni le dio tiempo a pensar. En Tariq se entrecruzaron dos violencias sistémicas, dos fantasías de la vida criminal. The fast life nunca le permitió a este muchachito crecer y darse cuenta de que estaba en otro país con otras reglas culturales, que no todo es los Estados Unidos. Que el mundo “globalizado” es más ancho, ajeno y complejo que un post en Instagram o un anuncio por redes de una agencia de viajes; mucho más complejo que el estrecho mundo en el estado de Delaware en que vivió. Tariq sólo tuvo la oportunidad de vivir hasta los 24 años. Yo crecí en Carolina, Puerto Rico, en una urbanización de clase trabajadora que vi, poco a poco, quebrarse. Observé cómo iban muriendo mis amigos y vecinos, cayendo presos, apareciendo en matorrales con moscas en la boca. El body count aumentó. Julito, José el de Inés, Manuel, mi hermano Juan Carlos. No sé exactamente qué pasó, cuándo fue que sus caminos se torcieron y comenzaron a llenarse de frustración, de fronte y de rabia. ¿Fue la pobreza, la falta de oportunidades, extraños ritos de la machería en la calle, las drogas, el alcohol, saberse los últimos en la lista de lo que era valorado, el machismo, la paternidad ausente, la mala suerte, la confusión, el saberse atrapados en un ciclo vicioso de trabajos mal pagados, sueños de hacer dinero, tumbarse a la jeva más rica y no llegar, ver cómo se le escapaba de las manos el chequecito de “trabajo honesto” y, a la vez, notar la paca de billetes enrollados en el bolsillo del pana que trabajaba en el punto? ¿Fueron los sueños de grandeza thug del cadenú rodeado por strippers que les bailaban un lap dance, mientras ellos escanciaban botellas de cerveza a la tierra donde descansan los caídos? Conozco bien esa vida o, más bien, esa fantasía. Sé cómo termina. Tuve que enterrar a un hermano que vivió 36 años entrando y saliendo de la cárcel, entrando y saliendo de programas de rehabilitación, entrando y saliendo de desintoxicaciones que pagaba mi madre con su seguro médico de maestra. No romantizo esa vida, tampoco la critico desde afuera. Supe pronto que había que salir de ahí a como diera lugar. Aposté a ser la comelibros, la hazmerreir de las yales, la que no mostraba ni un canto de carne de más, para no enamorarme de nadie que me fuera a llevar enredá hacia el otro lado de la legalidad. En esos barrios, una nunca sabe en quién puede confiar.

Frank S. Nicholson, _Discover Puerto Rico U.S.A._, 1940. Work Projects Administration Poster Collection, Library of Congress Frank S. Nicholson, Discover Puerto Rico U.S.A., 1940. Work Projects Administration Poster Collection, Library of Congress

30 de abril, 2021

Ayer lo supe mientras hablaba con mi amiga y comadre y con una maestra del Departamento de Educación. Chicos y chicas de 14, 15, 16 años que se están suicidando. Caen como moscas. Sus padres, en afán de protegerlos, los aíslan de sus amigos. Las escuelas permanecen cerradas, pero los centros comerciales están abiertos y no les dicen NADA de cuándo van a volver a ver a sus amigos, a estudiar, a tener algo parecido a una vida normal. Se habla de que mientras sigan subiendo los contagios, el gobierno no puede dar la orden de reabrir escuelas, pero siguen llegando turistas contagiados, los siguen dejando pasar, sin tomar en consideración las necesidades de nuestras poblaciones más vulnerables, que han pasado de ser los envejecientes a ser los jóvenes y preadolescentes. Mientras tanto, estos últimos aguantan callados. Les exigen que se conecten horas imposibles de sostener por un año, desde las 7:30 am a las 4 pm sin salir de su cuarto. Somos el único “territorio” de los Estados Unidos con las escuelas cerradas. Ahora, con estas nuevas cepas que atacan a poblaciones que no se han vacunado —es decir, a las más jóvenes— no sabemos cómo lidiar con el problema. La familia entera se afecta y nadie en Salud que no sean los epidemiólogos, responde. “No se puede. Tenemos que proteger a la población. Los niños están en riesgo”. Pero los epidemiólogos no contemplan el dilema de las enfermedades mentales por cierre de escuelas. La medicina tradicional sólo ve la parte, no el todo. Por ello, por debajo de la cuarentena repta otro peligro aún más feroz: el suicidio y las enfermedades mentales de nuestra población más joven.

4 de mayo, 2021

Desde el azote del huracán María en 2017, varios colectivos feministas en Puerto Rico (Paz para la Mujer, Colectivo Feminista en Construcción, Tod@spr, Taller Salud y otrxs) vienen insistiendo en que se declare un estado de emergencia que atienda de manera concertada un alza alarmante de casos de violencia contra la mujer y de feminicidios. Llevan cuatro años alertando lo que hoy nos explota en la cara. Se lo pidieron al infame exgobernador Ricky Roselló. La respuesta no llegó. Movilizaron a todo un pueblo para obligar al infame a que renunciara. Eso sí tuvo efecto. La gobernadora interina Wanda Vázquez, luego de la renuncia del infame, declaró estado de emergencia. En papel quedó la cosa. Llegó la pandemia y los colectivos feministas alertaron nuevamente de un repunte en casos de violencia familiar, violencia de género, feminicidios, recrudecidos ahora por la cuarentena obligatoria y la pandemia. Vinieron las elecciones y ganó el actual gobernador. Se reitera desde el podio que se tomarán medidas para implementar el estado de emergencia para detener feminicidios como el de la nueva víctima de esta semana, Keishla Rodríguez. A Keishla la mató su novio boxeador, fundamentalista cristiano y casado. Llevaban doce años en una relación tóxica. Keyshla le anunció que estaba embarazada de él. El boxeador pautó un encuentro, le pegó, la drogó con heroína y la arrojó desde el puente Teodoro Moscoso a la Laguna San José, que bordea el aeropuerto de San Juan. Las autoridades la buscaron durante días, desde que su madre la reportó desaparecida. Su cuerpo apareció flotando en la laguna. Félix Verdejo, el perpetrador, se entregó a las autoridades el 2 de mayo. Ya van más de sesenta mujeres asesinadas en la Isla por violencia de género en este año. Algunas de nuestras senadoras y asambleístas y hasta el nuevo gobernador dicen que se tomarán medidas. Veremos a ver… Les juro que no estoy del todo convencida. No me convence esta vaina del momento, porque lo que hay que hacer es sencillo, pero nadie lo hace porque temen la pérdida de votos de una sociedad conservadora que se alimenta de lo que digan los pastores, clérigos y amigotes con poder patriarcal: “La culpa de los feminicidios la tiene la víctima”. Si se hubieran quedado en casa, si hubieran observado las reglas de moral para la mujer virginal, recatada, casi monja, obediente y sumisa, no estarían apareciendo muertas en pastizales, lagunas, ni marquesinas. Se vuelve a recurrir a la responsabilidad “individual” como única respuesta a los males sociales. Si trabajas mucho, prosperas; si te quedas en casa, no te enfermas de COVID-19; si no te metes con hombres casados, de Dios, no amaneces muerta. Yo creo en la ley y en el poder de mejorarla. Sobre todo, creo en los protocolos que hacen que las leyes en papel se conviertan en actos que reorganizan la realidad. Mi vida entera da fe de que la creatividad, el poder de las becas Pell y de la educación gratuita, libre, inclusiva y obligatoria, lleva a acciones concretas y palpables que cambian la vida. Gracias a la ley de la abolición de la esclavitud, la ley del derecho al voto para la mujer (PR1932-35), la ley del aborto (1973), la ley del divorcio por mutuo acuerdo (gracias, licenciado José Enrique Colón Santana, gracias, gracias, gracias) y a otras leyes, mi vida es mejor. No me importan las purezas “ideológicas” que las desestimen. Mi vida es mejor porque dichas leyes y protocolos sociales han ayudado a configurarla.

Bandera de Puerto Rico en un edificio en La Perla, 2017. Fotografía de Tate Blessing Bandera de Puerto Rico en un edificio en La Perla, 2017. Fotografía de Tate Blessing. CC.

Éste NO ES EL CASO con muchas mujeres. La verdad es que vivimos en un país donde TODAVÍA hermanas, primas, hijas, amigas y vecinas dependen económica, emocional y socialmente de maridos, jefes y padres; comunidades de fe y laborales que acatan la ley patriarcal. Actúan en beneficio, protección y defensa del privilegio de los hombres. Se resisten a la enseñanza de perspectiva de género en las escuelas, a campañas públicas de educación sexual, de prevención de violencia contra la mujer y las personas feminizadas, a examinar la manera en que iglesias/comunidades de fe y agencias gubernamentales y judiciales/policiales desestiman casos de violencia de género, liberan y apoyan a acusados convictos de feminicidio o de acoso, dándoles sentencias leves o haciendo que se caigan casos.

10 de mayo, 2021

Sigo pensando en todas las cosas que han pasado en este año y medio de cuarentena, ahora que parece que se relajan los férreos controles que nos han traído hasta aquí. La incertidumbre, siempre la incertidumbre imperará. La vida es incierta y eso lo he aprendido desde el huracán María pacá. Pero veo con felicidad que se ha acabado este semestre virtual (del diablo), que ya estoy vacunada; todos, de hecho, hasta la más chica de la casa, y que tal parece que el semestre que viene nos vamos al modo presencial. No quiero desaprovechar la oportunidad para la reflexión. He aprendido mucho en estos 1.4 años de cuarentena. Tener conciencia de este proceso es vital para asumir lo que se nos presenta como horizonte. Ahora vivo con mayor conciencia afrofeminista, decolonizada y local/global. Me reconozco más tocada por la violencia familiar y de género, me lanzo a proyectos de vida, con paso firme. He visto un ciclo de contagios cerrarse, y otro abrirse. Ahora, con la vacuna, nos va a tocar ver cómo se implementa en el resto del globo y qué nuevos disturbios surgirán para atender lo que late en las sombras de lo social. He aprendido a escuchar a mis hijes, aunque no les entienda; aunque me dé miedo lo que dicen, aunque preferiría no saber, y seguir andando en la nube de Valencia, imaginándome ser madre de gente que no son como yo imagino que son. Ser madre de una preadolescente en pandemia ha sido duro, duro, duro, duro. Escucharle, aceptar y amarle incondicionalmente me ha costado canas, malos ratos, ir a terapia, buscar terapista juvenil, esperar al destranque, vigilar asignaciones, patrones de sueño, cambiar y cambiar y cambiar dieta hasta descubrir una anemia-depresiva-pandémica que ocasionaba trastornos de ánimo que me dejaban sin respuestas; escuchar, escuchar, escuchar, no entender, seguir preguntando y escuchando, acompañar en silencio (ufff, qué duro), acompañar en timidez, en ese dolor que es ver crecer. Pero sobre todo aprendí que la belleza salva. La belleza de los amaneceres, de los atardeceres, de las amistades feroces que no te dejaron sola en pandemia, del mundo en ascuas que aprovecha la muerte pa renacer, la belleza de las aguas limpias del mar, de los charcos paradisiacos, la belleza de la Isla, de las palabras de los escritores y escritoras de aquí, la guerrera belleza de las palabras de sus periodistas y políticas comprometidas, de sus canciones, de los abrazos, de las sonrisas en los ojos, a boca cubierta, la belleza por zooms y redes, denunciando la injusticia por todas las esquinas del planeta. La belleza salva. La belleza y los afectos. Sin los afectos, la solidaridad y el amor no vale la pena haber sobrevivido hasta aquí esta pandemia del COVID-19. No vale la pena vivir, ni escribir, ni un carajo de nada. Si esto no nos ha quedado claro, nos merecemos otra pandemia.

Imagen de portada: Barrilera marchando en Puerto Rico, 8 de marzo de 2021. Fotografía de José L. Fuentes @titofuentesjlf