El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) avaló hace unos días las devoluciones automáticas de migrantes en Ceuta y Melilla, los enclaves que España conserva en el norte de África y la única frontera terrestre de Europa con este continente. La decisión del TEDH se basa en la fantasía de que los inmigrantes que saltan la valla de manera irregular han tenido, desde antes de llegar a ella, abundantes posibilidades de solicitar protección internacional. Podrán entonces ser expulsados sin más contemplaciones. Esta afirmación, que contradice todo lo que sabemos acerca de un sistema de asilo meticulosamente obstructivo, ilustra bien el juego de espejos en el que se ha convertido la política migratoria europea. Por un lado están las obligaciones legales internacionales, la comparación con otros corredores migratorios aún más complejos, la abrumadora bibliografía académica sobre los beneficios económicos de la movilidad humana o, sencillamente, los intereses demográficos de la UE en el largo plazo. Por el otro, un debate desinformado en el que los hechos importan mucho menos que las percepciones. Las sociedades que vencieron a los fantasmas de la historia y protagonizaron el experimento histórico más ambicioso de integración política y social, las que abrieron un espacio de libre movilidad para cientos de millones de personas, se repliegan sobre sí mismas y ven al otro como un costo y una amenaza. Si tuviésemos que resumir en pocas líneas la cronología de esta regresión política habría que empezar en 2008, cuando la Gran Recesión resquebrajó la complacencia de las sociedades europeas y las enfrentó a un futuro de precariedad e incertidumbre. Éste fue el ánimo social y económico con el que el continente enfrentó entre 2014 y 2016 la crisis de desplazamiento forzoso provocada por el conflicto en Siria y otras regiones de Oriente Próximo y África. En pocos meses, la UE se vio obligada a gestionar la potencial llegada de varios millones de personas que amenazaban con colapsar las estructuras de algunos de sus Estados miembros más vulnerables —como Grecia— y ante la que carece del entramado legal e institucional que sostiene otras políticas comunes. La primera respuesta no fue reforzar estas estructuras, dotarlas de recursos y repartir solidariamente la responsabilidad de la acogida, sino salir en estampida dejando a su suerte a los Estados fronterizos. Sólo Alemania y algunos países nórdicos jugaron el papel de “hombres justos” en medio de la locura colectiva. La segunda respuesta fue comenzar a construir una política migratoria común basada en la idea de una Europa-fortaleza: expansión de las medidas policiales, militares y tecnológicas de control fronterizo; proliferación de los acuerdos de repatriación con los países de origen; programas de cooperación condicionados a la colaboración migratoria, y devoluciones masivas en frontera. La realidad es que durante los últimos años la UE no ha vivido una crisis de refugiados, sino de acogida. No es ésta, sin embargo, la interpretación política interna. La percepción (justificada) de caos no castigó a los culpables sino a sus víctimas. Pura gasolina en el fuego de un populismo ultranacionalista que ya había prendido con fuerza durante la crisis económica y que ha terminado por consolidarse durante estos años. Desde el punto de vista ideológico, la deriva de la UE se fundamenta en una suerte de “franquicia antinmigratoria” que adapta un mismo mensaje ideológico a diferentes mercados políticos. En palabras de Steve Bannon, referente del movimiento:
Los detalles cambian en cada país, pero la filosofía es la misma: llevar la toma de decisiones cerca de la gente, soberanismo, seguridad y economía […] A eso le llamo colocar el producto.
Hoy es posible identificar en no menos de una docena y media de los Estados de la UE fuerzas políticas abiertamente xenófobas que determinan la actividad parlamentaria e incluso gubernativa. La verdadera fortaleza de estos grupos no está en su representación electoral sino en la capacidad de contaminar el debate público y de llevar a los partidos tradicionales conservadores y socialdemócratas a posiciones que hace unos años habrían sido sencillamente impensables. España es un caso reciente y doloroso en el que un partido nacional populista como Vox ha logrado introducir en sus coaliciones con el Partido Popular (conservadores) y Ciudadanos (liberales) el discurso del odio identitario. El hecho de que lo haya logrado aupándose en la crisis creada por el nacional populismo de los independentistas catalanes es una ironía propia de nuestro tiempo. Para el Reino Unido fue el Brexit el que permitió colar en la agenda un ideario contra los inmigrantes y refugiados. La melancolía tradicionalista sirvió al gobierno de Hungría y la crisis social a los neonazis griegos. Hoy todo es mucho más complicado que hace una década. Como en tantos otros lugares del planeta, las sociedades europeas han sustituido el eje izquierda-derecha por el de ellos-nosotros. La atomización digital de las conversaciones y la debilidad de los intermediarios tradicionales —medios de comunicación, ONG, think tanks, organismos internacionales— contribuyen a extender la desinformación y la narrativa del miedo. Un esfuerzo en el que participa la próspera industria del control migratorio surgida durante estos años. Como ya se ha documentado en sectores como el de la defensa y el farmacéutico, las puertas giratorias y la influencia mediática permiten a actores privados realizar un eficaz ejercicio de captura política que sólo lleva a cavar más hondo en el mismo agujero. Nada queda descartado cuando se trata de detener a inmigrantes. Ni convertir la ayuda internacional en un juego de soborno o chantaje a países de origen y tránsito, ni pactar devoluciones al infierno de Libia, ni encerrar a niños durante meses en centros insalubres. Nada. La deriva de la política migratoria europea es insensata, además de inmoral. Perjudica nuestros intereses económicos, demográficos y diplomáticos en beneficio de agendas electorales de cuatro años. Corregirla exigirá marcar líneas rojas en la protección de los derechos fundamentales y denunciar los numerosos abusos de mafias y gobiernos. Pero éste es sólo el primer paso. El verdadero desafío está en la innovación de narrativas y políticas públicas. La movilidad humana es un fenómeno racional y sujeto a incentivos, tanto como otros fenómenos de la globalización en donde hemos logrado introducir reglas e instituciones. El Pacto Mundial por una Migración Ordenada, Legal y Segura establece un marco de trabajo que ya se había empezado a experimentar de manera parcial en diferentes rincones del planeta. Nueva Zelanda lleva años desarrollando un modelo de migración temporal y definitiva que protege sin histrionismos los intereses de todas las partes involucradas: migrantes, país de origen y país de destino. Europa y América Latina cuentan con acuerdos de portabilidad de derechos sociales que facilitan la movilidad de trabajadores. Alemania forma en sus lugares de origen a las enfermeras que sostendrán su modelo de bienestar. Son sólo algunos ejemplos entre cientos, que operan en un preocupante vacío de la gobernanza internacional. Algunos think tanks, como el estadounidense Centre for Global Development, han puesto en marcha iniciativas para identificar estas experiencias de éxito y llevarlas a mayor escala, pero su trabajo sigue siendo la excepción. Lo que es igualmente importante: necesitamos una verdadera revolución narrativa que sustituya el marco actual de debate público. Sabemos que las estrategias reactivas y basadas en datos funcionan mal ante un marco esencialmente emocional. Por eso necesitamos encontrar enfoques que, desde la cultura, el periodismo, el marketing y las acciones ciudadanas más rutinarias, nos ayuden a explicar las migraciones como un fenómeno natural, atávico y esencialmente positivo. La UE se enfrenta a una encrucijada histórica. La deriva regresiva de una Europa-fortaleza recuerda a los errores de hace un siglo y atenta contra el alma misma del proyecto continental. Atenta contra la inteligencia y las razones de un mundo en el que resulta imposible ponerle puertas al mar. Cuanto antes nos demos cuenta, antes emprenderemos el camino de vuelta.
Imagen de portada: Manifestantes junto al perímetro fronterizo en Ceuta. Fotografía de Laura Ortiz, 2015.