El nombre del viaje

Viajes / dossier / Septiembre de 2024

Viridiana Carrillo

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A journey, for example, begins with a voice calling your name out behind you Anne Carson


A STRANGER IS MASTER OF NOTHING1

En marzo del 2021 volvimos a Chile luego de vivir cinco años en México. La estancia, que imaginamos breve, se prolongó debido a la pandemia. Las restricciones y el miedo continuaban: para viajar era indispensable hacernos pruebas de covid, usar mascarilla y careta. A mi hija le compré una careta con lentes en forma de flor amarilla y dibujos en la parte superior y un cubrebocas rosa con la esperanza de que le resultara divertido y no se los sacara durante el viaje. Llevábamos a nuestras dos perras chihuahuas. Nos tomamos una foto en el avión. Ella no podía saber que ése sería el último viaje que haríamos como familia. Que probablemente nunca volveríamos a vivir en Sinaloa. Durante esos años en México, el padre de mi hija y yo decidimos separarnos en cuanto regresáramos a Chile, como si fuese necesario cumplir con un tiempo circular. Pasamos juntos los catorce días de cuarentena obligatoria; durante ellos, sólo la presencia de la niña reconfortaba el espacio que dependía de ella de manera vital. Al término de la cuarentena, él se fue a su casa en el campo. Se llevó a mi hija para que estuviera con sus abuelos; me pareció lógico, dado que llevaban cinco años sin verla. También se llevó una perra chihuahua. Yo renté una casa luminosa y blanca y me quedé con mi perra Mona. Cuando la niña regresó a Santiago le mostré su nueva habitación, pegó stickers de Mario Bros en las paredes y pusimos luces navideñas. Era la habitación más cálida de la casa, pero nunca durmió en ella; prefería dormir conmigo. Ese primer tiempo fue uno de luz, de espacios enormes que se acentuaban por la ausencia de muebles; ése ir explicando torpemente los nuevos mecanismos de lo cotidiano; la tristeza o la ira por las promesas incumplidas; el llanto, mientras mi hija intentaba adaptarse al ir y venir. Aquel tiempo fundó las bases —que hieren, cómo hieren— de lo que vivimos hasta ahora.

​ Cuando hace poco leí Territorio de luz, de Yuko Tsushima, lamenté no haber conocido antes la novela; identificarme con su protagonista fue revelador. Ni ella ni yo, hasta antes de separarnos, sabíamos hacer gran cosa sin que alguien nos dijera cómo. El mundo nos parecía nuevo y brillante y tropezábamos enceguecidas. El mundo era una casa llena de luz. Pero Fujino, mal que bien, había sabido conservar con ella a su hija y yo no. Por estupidez o arrogancia. Por ingenuidad.

​ Al llegar el verano, no fui capaz de seguir pagando la renta. A pesar de mis intentos, no encontraba un empleo que me permitiera sostenernos. Mi vergüenza era tan grande como mi desesperación. Recuerdo la tristeza de mi hija cuando le dije que debía buscar otro lugar para vivir: “¿cuál, mamá?”, “no sé, otro, uno que nos guste, uno para ambas”. Y supe que mentía. “Será mejor que mi hija se quede aquí mientras arreglas tus asuntos”, expresó su padre cuando llamé para saber cómo estaba y cuándo la traería conmigo. Dijo eso en lugar de “bueno, eso te pasa por dejarme, diles a tus amantes que te mantengan” o bien “sabía que sin mí no podrías hacer nada”. Pudo haber dicho cualquier cosa, aunque en realidad propuso “puedes volver a la casa” o algo parecido, pero me negué.

​ “Mi hija”, el pronombre resonaba en mi cabeza escarbando con sus dientes afilados. Mi, no nuestra, no tuya. Una vez leí que el lenguaje es laberinto, aunque no recuerdo dónde. Dijeron mis parientes: “Te fuiste a entregar a la niña. A andar de puta tranquilamente”. Y me veía a mí misma dando un pedazo de mi carne y girando sobre mis talones, desnuda.

Heinrich Campendonk, *Joven pareja*, 1915. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, dominio público.Heinrich Campendonk, Joven pareja, 1915. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, dominio público.


HOW ELSE WOULD YOU KNOW IT’S TIME TO GO?

Conocí Chile en 2009, cuando viajé para vacacionar con la familia de él. Teníamos una amiga azafata que nos compraba vuelos baratísimos, pero la aerolínea donde trabajaba no tenía ruta a Chile, sino a Argentina. Así que llegamos a Buenos Aires e hicimos el camino a Santiago por tierra. Era primavera y la cordillera aún conservaba bastante nieve. Fue una impresión tremenda: era la primera vez que salía del país y veía una hilera de enormes montañas. ¿Cómo hacían las personas para no sentir que les caerían encima? Cuando el verano terminó volvimos a Acapulco, dispuestos a trabajar y a ahorrar cada peso para volver a Chile en un par de años, por tierra, recorriendo la Panamericana. Él daba clases de teatro; yo conseguí un empleo de mesera en un Hooters y daba clases en una escuela de actuación. Compramos una combi, una estufa pequeña, un frigobar y un convertidor de energía. Él construyó una cama para la combi y un lavaloza al que yo llamé Frankenstein. A principios del 2011 salimos de Acapulco. Llevábamos a nuestras dos perras chihuahuas.

​ El viaje duró varios meses, he olvidado nombres y muchos pequeños pueblos que visitamos. Pero recuerdo que en Chiapas, don Amancio nos enseñó a ordeñar una vaca. Y que por un instante pensé en buscar a la familia de mi madre, a los hermanos que ella había dejado de ver cuando era una niña. En Guatemala vi el lago Atitlán, rodeado de volcanes, y visitamos Panajachel y Antigua. Seguimos la ruta del café; cada tanto había depresiones tropicales y el ruido de las gotas contra el techo de la combi era ensordecedor. En El Salvador me alimenté sólo de pupusas. Conocimos Perquín (donde vendían café con pimienta y trigo), su Museo de la Revolución Salvadoreña, la tumba de un chileno que murió desactivando una bomba y la historia de la masacre en El Mozote. Recuerdo las playas de Nicaragua, un lago con oleaje, dos volcanes de fondo y tiburones de agua dulce. La belleza de Granada. La casa blanca de Rubén Darío. El ron Flor de Caña. Las bolitas de cacao que derretíamos en nuestras bocas.

​ En Costa Rica vi monos aulladores y capuchinos. Me aterraban tantas serpientes y arañas; lo siseante de las noches. Una tarde, mientras cocinaba en la combi, se estacionó a nuestro lado una Land Rover negra; de ella bajó un hombre delgado que cojeaba un poco, nos preguntó de dónde éramos y qué hacíamos. Dijo que él añoraba viajar así, pero que su mujer jamás haría lo que yo, y no supe si sentirme halagada u ofendida. Se fue y volvió enseguida; su padre, que nos miraba desde la camioneta, nos invitaba a comer. Lo seguimos hasta un restaurante lujoso donde comimos una crema de mariscos con langosta. Vi el canal de Panamá. Perdí mi pasaporte. El embajador mexicano era de Sonora, como yo, y hablamos de tacos de carne asada, de hot dogs y de la laguna del Náinari durante mi visita a la embajada. En Colón las lluvias tropicales nos mantuvieron encerrados varios días y una pareja nos invitó a su casa a ver la pelea de Manny Pacquiao contra Juan Manuel Márquez.

​ Existen varias maneras de cruzar de Panamá a Colombia; nosotros fuimos en avión. En Cartagena conocimos a un alemán y a una rusa que esperaban el conteiner que traía su camioneta. Nos hicimos amigos. Él era carpintero, había recibido una herencia y estaba dispuesto a gastarla surfeando en Perú. Ella era maestra de geografía. Cada mañana tomábamos un tinto con canela o un guarulo. Cada mañana nos ofrecían cripy. En Santa Marta se me pegaron los piojos y él me rapó. Recuerdo mi confusión al sentir la lluvia directo sobre mi cráneo. Sentir el viento, el calor, el frío. Y vimos el río Magdalena. Visitamos Aracataca, donde todo dice que no es Aracataca, sino Macondo. La casa de García Márquez con su cuarto de los pescaditos de oro, el corredor de las begonias y el árbol “frondoso y hospitalario” donde imaginé amarrado a José Arcadio Buendía. Me alimenté sólo de arepas. En Ecuador pasamos las fiestas de Navidad con nuestros amigos Susy y Moty. Susy me regaló un collar de coral rojo y Sisa, su hija, un cactus. En Perú comí el mejor ceviche que había probado en mi vida, pero sentí que, de alguna manera, traicionaba al ceviche y al aguachile de Culiacán. Vi mucha propaganda a favor de Keiko Fujimori. Nos dijeron que no paráramos en Trujillo. No fuimos a Machu Picchu.

​ En enero del 2012 llegamos a Arica y los del Servicio Agrícola y Ganadero tiraron el cactus de Sisa, varios huevos, comida embutida, fruta y un par de palitos de madera. Desinfectaron la combi. No pudimos ingresar a Chile esa tarde porque a las perras les faltaba el certificado de una vacuna. Debíamos volver a Tacna, Perú, y buscar un veterinario, pero anochecía. Dormimos entre Arica y Tacna; un carabinero se acercó y nos dijo “aquí es tierra de nadie; si les pasa algo no es nuestro problema”. En el desierto de Atacama vi el cielo con estrellas, como si las hubieran dejado a puñados. Vi zorros. En La Serena sentí el mar frío, las algas, el viento. Cuando pasamos por Mejillones cantamos “En Mejillones yo tuve un amor/ que no lo puedo olvidar/ quizás en estas playas/ esperándome estará”. Unos días después llegamos a Santiago, nos comimos un completo, y días más tarde llegamos a la región del Maule. Yo tenía tres meses de embarazo. Cuando mi hija cumplió cuatro años regresamos a México. Para una estancia breve, como dije.

Paul Gauguin, *Arearea no Varua Ino*, 1894. National Gallery of Art, dominio público.Paul Gauguin, Arearea no Varua Ino, 1894. National Gallery of Art, dominio público.


A STRANGER IS POOR, VORACIOUS AND TURBULENT

A medida que avanzaban los meses y 2021 llegaba a su fin, yo continuaba sin visa, sin trabajo y sin dinero, así que cuando encontré un empleo de mesera en donde contrataban extranjeros sin contar con los de documentos al día, lo acepté sin rechistar. Cuando el dueño del restaurante me preguntó si tenía experiencia, dije que sí, como hace catorce años en Acapulco. Hizo un gesto de aprobación. Satisfecho. Para algunos extranjeros Acapulco aún suena a paraíso exótico. Me fui de la entrevista recordando que mi compañera Alejandra, la más joven de todas, un día desapareció. Encontraron su cuerpo semanas más tarde.

​ A quienes les contaba los pormenores de mi nueva vida, me respondían con recelo “¿por qué te fuiste?”, como si les dijera que estaba cambiando de dimensión. “Bueno, es mientras tanto”, me animaban. Pero a mí no me causaba ningún conflicto. Me gusta el trabajo duro y me gusta el dinero. Sin embargo, pronto comencé a sentir un profundo abatimiento. Me embargaba una pesadumbre en cuanto ponía un pie en la calle. En el silencio del camino iba tomando conciencia de mí y de mis circunstancias. Ya no era la chica joven y feliz que fue mesera en Acapulco. Había cambiado de país, había tenido una hija y me había separado. Y esa hija no vivía conmigo. Para verla, tan sólo los fines de semana, debía viajar cuatro horas hacia el campo. Supuse que estaba deprimida y esa “conciencia que nos hace volver la mirada y ver todo lo que ha quedado atrás, lo que hemos perdido”, como escribió Joke J. Hermsen, me sumergía en un estado de completa soledad. “Mientras tanto”, me decían los amigos. Pero ¿qué se hace en el mientras tanto?, ¿cuánto tiempo y espacio abarca?


A STRANGER IS SOMEONE WHO COMES ON THE WRONG DAY

En algún momento, confundí la melancolía con aburrimiento. Sabía que no estaba aburrida, pero era un nombre más amable, algo más fácil de manejar. Un día busqué en internet “¿qué hacer para no aburrirme mientras viajo en metro o autobús?”. Mi recorrido duraba una hora y media: tres diarias en total. Cuando era estudiante de letras leía mucho: tres horas equivalían a noventa páginas bien leídas, pero internet me recomendaba encontrar la belleza en las cosas cotidianas, en lo simple. ¡Qué fastidio! Además, como dijo Chantal Maillard, la belleza no es más que una argucia para mantenernos con vida. Belleza que, una vez en el andén, nos disuade de arrojarnos a las vías. En esas horas de camino lo que quería era no pensar; anhelaba la inercia. Me aferré a no ver el mundo. Lo ignoraba como el niño que se obliga a no ver hacia lo más oscuro de su habitación por temor al monstruo que lo acecha.

Paul Gauguin, _Eva (La pesadilla), ca_. 1899-1900. J. Paul Getty Museum, dominio público.Paul Gauguin, Eva (La pesadilla), ca. 1899-1900. J. Paul Getty Museum, dominio público.


A STRANGER IS SOMEONE DESPERATE FOR CONVERSATION

Cuando viajaba en metro fijaba mi vista en el mapa de la línea o en la pantalla de recorrido. Si por error veía un par de jóvenes, deseaba tener su edad. Si veía una mujer vestida como ejecutiva, quería su empleo. Me estremecía de envidia. Si alguien subía a pedir dinero enseguida me avergonzaba de mis extremidades completas. Me creía un personaje de Octavia Butler, sufriendo de hiperempatía. Pero lo que me hería en lo más hondo era ver una mujer de mi edad llevando de la mano a su hija. “Ésa debería ser yo”, pensaba. Por suerte, de regreso a casa mi cansancio no me permitía pensar, y el dolor emocional era sustituido por unas piernas enfebrecidas, un dolor de lumbago que me adormecía los dedos del pie izquierdo. Debido a ese dolor, muchas veces preferí ir de pie: “usted es alguien que no puede sentarse. De ninguna manera. Cada vez que se sienta, un dolor agudo le atraviesa, terebrante, ascendiendo por la médula, del coxis al cerebro”, dice Maillard en La mujer de pie. Mis compañeras, igual de cansadas, pero trece años más jóvenes que yo, empujaban a quien fuera por un asiento. Todas eran venezolanas; querían juntar plata, viajar a otros países, mandar dinero a su familia. Las imaginé en el Hooters de Acapulco vestidas con el diminuto short naranja, el top blanco y en patines. Les iría bien, son guapas. Podrían ir y venir. Abandonar todo en su camino. Y al final estaríamos aquí mismo, en el tren, quejándonos de la negligencia de los chilenos con nuestras visas. Decidí renunciar; quería pasar más tiempo con mi hija.


EVERY STRANGER IS A VILLAIN IN THE TRUE SENSE

La primera vez que mi hija se subió a una oruga del Transantiago le impresionó ver cómo se doblaba al dar una vuelta; le resultaba irreal, como si el espacio no fuera otra cosa que papel. Ahora las orugas ya no circulan. Cuando pasa días conmigo y tomamos el metro, va divertida, queriéndose parar en cada carrito que vende chucherías; lo quiere todo: dulces, figuras hechas con hama beads, stickers de Demon Slayer, cuadernos y lápices chinos. Yo me emociono ante la joyería de plata, el skin care coreano, las almohadas de Pedro Pascal, los inciensos Nag Champa. Nunca compramos nada. Le gustan las líneas 3 y 6, que son las más nuevas y tienen puertas que sólo se abren cuando el tren está alineado. “¿Por qué tiene esas puertas?”, me pregunta. “Para evitar que la gente se aviente a las vías.” “¿Por qué alguien quisiera aventarse a las vías?”, me responde horrorizada. Porque ha perdido la belleza, pienso. Me doy cuenta de que se asusta, le digo que puede ser por accidente, al tropezar. Se queda pensativa. Agrego: “o alguien puede empujarlos”. Se horroriza aún más. Soy esa madre que no ofrece alivio. No puedo ocultarle la realidad ni suavizar la infancia.

​ Sin embargo, pronto olvida lo que le he dicho y entra emocionada al tren. Me pregunto hasta cuándo ella se dejará en manos de quien la acompaña. Envidio su entrega, la facilidad con la que se libera de sí, de sus límites corporales y del conocimiento del camino. Para ella el trayecto es sólo eso: un camino que se acaba de golpe cuando me pongo de pie o la sacudo para despertarla. Yo era igual cuando de niña viajaba con mi madre. En una ocasión mi madre me llevaba de una mano mientras con la otra cargaba a mi sobrina dormida de apenas un año. Esperábamos para cruzar una avenida grande. Un hombre se nos acercó y le dijo que la ayudaría; de repente, el señor me tomó de la muñeca y me jaló tan fuerte que me solté de mi madre. Se lanzó a la calle corriendo, sorteando los autos que tocaban la bocina. Yo iba atónita, sintiendo la presión de sus dedos; apenas podía correr a su ritmo, era pequeña y mis piernas eran cortas. No opuse ninguna resistencia, no grité. Me dejé llevar, estupefacta. Del otro lado, mi madre gritaba, agitaba su mano vacía, pedía auxilio. Del otro lado de la avenida,algunas personas que habían escuchado los gritos se nos acercaron. El hombre me empujó y yo caí al suelo. Él se subió por la puerta trasera a una pesera que se perdió entre los autos. Una señora me ayudó a levantarme. Me preguntó si estaba bien; recién entonces me invadieron el pánico y la humillación. Mi madre llegó sin aliento y llorando; mi sobrina también lloraba. A menudo me pregunto qué sería de mí si ese hombre me hubiera subido a la pesera con él.

Paul Gauguin, Paul Gauguin, *Naturaleza muerta con pájaros exóticos*, 1902. Museo Pushkin, dominio público.Paul Gauguin, Naturaleza muerta con pájaros exóticos, 1902. Museo Pushkin, dominio público.


WHO IN A NIGHTMARE CAN HELP HIMSELF?

Ahora mismo es invierno, llevo tiempo sin trabajar pero no he tenido apuros de dinero. Tengo una casa que es un hogar; en ella hay una hija, un hombre, la hija de ese hombre y una gata. Vamos y venimos; somos una familia intermitente. Amorosa. Mi perra chihuahua ha muerto. Mi visa se ha vuelto a vencer. Mientras escribo esto, me llaman de aquel antiguo trabajo de mesera y me preguntan si quiero volver. Sonrío. Pienso que no es urgente aceptar. No hay ninguna calamidad desarrollándose. Y nadie sin urgencia ni calamidad aceptaría el empleo. Pero quiero viajar a Sinaloa. Así que respondo que sí, que por qué no. Me viene a la memoria ese poema de Kavafis donde nos pide que anhelemos siempre que el camino a Ítaca sea largo, aunque en mi caso no hay ninguna Ítaca, sino un nombre. El de mi hija, por ejemplo. “Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte.”

​ Alguien podría decir que he aprendido muy poco; que no he ganado nada en el camino. Yo estaría de acuerdo, aunque pronto vacilaría, no dejaría las cosas sin discrepar un poco. Los motivos de cada viaje no me han sido del todo desconocidos. Puedo señalar la aventura como lo esencial de aquel viaje por tierra; puedo decir que mi motivo era la pasión. Fue eso lo que me llevó a dejar la casa familiar para irme a vivir con un hombre a Acapulco y luego a dejar Acapulco por Santiago. Si aquello resultaba en infelicidad o no, era en todo caso una infelicidad necesaria. ¿Necesaria para qué? No estaba segura, pero quería experimentarlo todo, incluso si era doloroso. Cuando tuve a mi hija me dediqué por completo a su cuidado y experimenté el bienestar del hogar. La pasión había sido diluida, pero la felicidad que me embargaba tampoco me desconcertaba. Luego nos preparamos para el retorno, y alcancé a vislumbrar, desde que hicimos el equipaje, en qué términos volveríamos. De manera que la necedad puede ser mi motivo, o la ferocidad, o el deseo. Algunos amigos me han dicho que este viaje fue por mi hija y aparece, entrevista, la palabra sacrificio. “Lo hiciste por ella”, afirman. Pero yo no estoy convencida de ser capaz, voluntaria o accidentalmente, de sacrificarme. Sé, sin embargo, que en ciertos viajes, como en las familias, siempre habrá un dejo de violencia; alguien sale herido. Es normal. Los recuentos vienen más tarde. Mientras los nombres permanezcan, la realidad, mi realidad, es decible. Y con eso me basta.


Escucha el Bonus track de Viridiana Carrillo, con Fernando Clavijo M.

Imagen de portada: Paul Gauguin, Naturaleza muerta con pájaros exóticos, 1902. Museo Pushkin, dominio público.

  1. Todas las líneas en inglés pertenecen a The Fall of Rome, de Anne Carson.