Con tantas guías, pruebas parciales, globales y de coeficiente dos, era imposible que no aprendiéramos algo, pero casi todo lo olvidábamos rápido y me temo que para siempre. Lo que aprendimos a la perfección, sin embargo, lo que nunca olvidaríamos, fue a copiar en las pruebas. No sería difícil improvisar un elogio del torpedo, con su letra ínfima pero legible, que reproducía toda la materia en un minúsculo boleto de micro. Pero de poco servía esa obra admirable si no contábamos con la destreza y la audacia necesarias en los momentos claves: con el talento para captar el instante en que el profesor bajaba la guardia y comenzaban los diez, los veinte segundos de oro.
Justamente en ese colegio, en teoría el más exigente de Chile, copiar resultaba más bien fácil, pues muchas de las pruebas eran con alternativas. Faltaban años para que rindiéramos la Prueba de Aptitud Académica, pero la mayoría de los profesores querían familiarizarnos desde ya con los ejercicios de selección múltiple, y aunque diseñaban dos y hasta cuatro formas distintas, siempre encontrábamos el modo de traspasar la información. No había que escribir, no había que opinar, no había que desarrollar nada, ninguna idea propia: solo teníamos que jugar el juego y adivinar la trampa. Claro que estudiábamos, a veces mucho, pero nunca lo suficiente. Supongo que la idea era bajarnos la moral. Incluso si nos consagrábamos por entero al estudio, sabíamos que igual habría dos o tres preguntas imposibles, pero no nos quejábamos, entendíamos el mensaje: copiar era parte del asunto.
Creo que gracias a la copia salimos un poco del individualismo y empezamos a convertirnos en una comunidad. Es triste decirlo de esta manera, pero copiar nos volvió solidarios. De vez en cuando nos invadía la culpa, la sensación de fraude, sobre todo de cara al futuro, pero prevalecían la indolencia y la frescura.
La clase de Religión estaba de más, porque la nota no entraba en el promedio general, pero el trámite para eximirse era tedioso y largo, y las clases de Segovia eran muy divertidas. El profe monologaba sin pausas sobre cualquier cosa menos sobre religión, de hecho su tema favorito el sexo, en especial las profesoras que se tiraría. El momento más gracioso sucedía al final, cuando Segovia hacía una ronda de confesiones rápidas: cada uno debía decir un pecado, y después de escuchar los 45 —que iban desde me quedé con el vuelto y quiero agarrarle las pechugas a la vecina a me corrí la paja en el recreo, todo un clásico— el profe nos decía que ninguno de nuestros pecados era imperdonable.
Creo que fue Cordero el que en una clase confesó que había copiado en Matemáticas, y como Segovia no se inmutó, todos fuimos aportando variaciones de lo mismo: copié en la prueba de Castellano, en el examen de Ciencias Naturales, en el test de Cooper (carcajadas), etcétera. Segovia intentó contener la risa antes de decir que nos perdonaba, pero que no nos pillaran, porque eso sí que sería grave. De repente, sin embargo, se puso serio: si son así de tramposos a los 12 años, nos dijo, a los 40 van a ser peores que los gemelos Covarrubias. Le preguntamos quiénes eran los gemelos Covarrubias y parecía que iba a contarnos, pero se arrepintió. Insistimos, pero no quiso decirnos. Luego indagamos con otros profesores y hasta con el orientador, pero nadie quería contarnos la historia. Los motivos eran difusos: que era un secreto, un tema delicado. Olvidamos pronto el asunto, en todo caso.
Cinco años más tarde, en 1993, cuando ya estábamos en cuarto medio, un día en que con Cordero, Parraguez y el chico Carlos habíamos hecho la cimarra, nos encontramos con el profe de Religión a la salida del pool de Tarapacá. Ya no hacía clases, se había convertido en conductor del metro, era su día libre. Nos invitó a una Coca-Cola y él pidió además un corto de pisco, aunque era todavía temprano para ponerse a tomar. Fue entonces cuando por fin nos contó la historia de los gemelos Covarrubias.
La tradición de la familia Covarrubias dictaba que el primer hijo varón debía llamarse Luis Antonio, pero cuando Covarrubias padre supo que venían gemelos prefirió repartir su nombre entre los hermanos. Durante sus primeros años de vida, Luis y Antonio Covarrubias disfrutaron —o sufrieron— del trato en exceso igualitario que los padres suelen dar a los gemelos: el mismo corte de pelo, la misma ropa, el mismo curso en el mismo colegio.
Cuando los niños tenían 10 años, Covarrubias padre instaló en la habitación un tabique divisorio y convirtió el antiguo camarote, a serrucho limpio, en dos camas idénticas. La idea era dar a los gemelos cierta privacidad, pero el cambio no fue tan importante, porque siguieron hablando a través del tabique todas las noches, antes de quedarse dormidos. Habitaban ahora en hemisferios diferentes, pero era un planeta muy chico.
A los 12 años entraron al Instituto Nacional, y esa sí que fue una separación. Como los alumnos de séptimo eran distribuidos aleatoriamente, por primera vez los gemelos estuvieron en cursos distintos. Se veían medio perdidos en ese colegio tan masivo e impersonal, pero eran fuertes, estaban dispuestos a sobrellevar sus nuevas vidas. A pesar de la avalancha incontrolable de miradas y bromas estúpidas de sus compañeros (“parece que estoy viendo doble”), se juntaban siempre en los recreos a comer la colación.
A final de séptimo básico debían elegir entre Artes Plásticas y Música, y los dos eligieron Artes Plásticas, esperando que el azar los reuniera, pero no hubo suerte. A final de octavo, cuando debían optar entre Francés e Inglés, pensaron en elegir Francés, que como era una alternativa minoritaria prácticamente aseguraba que volvieran a estar juntos, pero después de un sermón de Covarrubias padre sobre la importancia de saber inglés en el competitivo y salvaje mundo de hoy, tuvieron que resignarse. No les fue mejor ni en primero ni en segundo medio, cuando la división era por notas, a pesar de que ambos tenían buenas calificaciones.
Al pasar a tercero eligieron el área Humanista y por fin quedaron en el mismo curso, el Tercero F. Volver a ser compañeros, después de cuatro años, era divertido y raro. El parecido físico seguía siendo asombroso, aunque el acné se había ensañado en la cara de Luis, y Antonio quería distinguirse por su pelo largo o por lo que entonces podía entenderse como pelo largo: la capa de gel que ordenaba sus mechones le daba una apariencia menos convencional que la de su hermano, quien mantenía el corte clásico, a lo milico, con el pelo a dos dedos de la camisa, como estipulaba el reglamento. Antonio usaba también pantalones más anchos y, desafiando las normas, solía ir al colegio con zapatillas negras en lugar de zapatos. Durante los primeros meses, los gemelos se sentaban juntos, se protegían, se ayudaban mutuamente, aunque cuando peleaban parecían odiarse, lo que, como se sabe, es lo más natural del mundo: hay momentos en que nos odiamos a nosotros mismos, y si tenemos enfrente a alguien que, en casi todos los aspectos, es igual a nosotros, se hace inevitable orientar el odio hacia esa dirección. Pero a mediados de año, sin una explicación clara, las peleas se volvieron más arduas, a la vez que Antonio perdió todo interés en los estudios. Luis, en cambio, siguió un rumbo ordenado, mantuvo intachable su hoja de vida y su informe de notas fue muy bueno, fue el primero del curso ese año. Contra todo pronóstico, su hermano fue el último, por lo que los gemelos tuvieron que separarse de nuevo.
El orientador del colegio —que era solo uno para 4 mil y tantos estudiantes, pero le interesaba el caso de los gemelos, así que él mismo llamó a sus padres a una reunión— impuso la teoría, no necesariamente cierta, de que Antonio había buscado repetir el curso por el deseo inconsciente (el orientador les explicó, de forma rápida y certera, qué cosa era el inconsciente) de no estar en el mismo curso que su hermano.
Luis terminó su cuarto medio como un trámite, con calificaciones altas, y consiguió puntajes sobresalientes en todas las pruebas de ingreso a la universidad, en particular en Historia de Chile y Ciencias Sociales, en las que estuvo cerca de alcanzar los puntajes máximos a nivel nacional. Ingresó, con una beca de excelencia académica, a estudiar Derecho en la Universidad de Chile.
Los gemelos nunca estuvieron tan separados como durante los primeros meses universitarios de Luis. A Antonio le daba envidia ver a su hermano, ya sin el uniforme escolar, partir a la facultad, mientras él seguía varado en el colegio. Algunas mañanas sus horarios coincidían, pero gracias a un acuerdo tácito y elegante —quizás alguna versión de la famosa telepatía— nunca se subían a la misma micro.
Siguieron evitándose, saludándose apenas, aunque sabían que la distancia no podía durar mucho tiempo más. Una noche, cuando Luis ya estaba en su segundo semestre de Derecho, Antonio volvió a hablarle a través del tabique. Que cómo era la universidad, le preguntó. ¿En qué sentido? Con las minas, precisó Antonio. Bueno, hay minas muy muy ricas, respondió Luis, intentando no sonar jactancioso. Sí sé que hay minas, pero cómo lo hacen. ¿Cómo hacemos qué?, preguntó Luis, que en el fondo sabía lo que su hermano estaba preguntando. Que cómo lo hacen para tirarse peos delante de las minas. Hay que aguantárselos nomás, respondió Luis. Esa noche la pasaron, como antaño, como cuando eran niños, hablando y riendo mientras competían con sus peos y sus chanchos, y a partir de entonces volvieron a ser inseparables: mantenían la ilusión de independencia, sobre todo de lunes a viernes, pero los fines de semana salían siempre juntos, bebían a la par y desarrollaban algunas suplantaciones divertidas, aprovechando que, gracias al pelo largo y a la recuperación del cutis de Luis, el parecido físico era de nuevo casi absoluto.
El rendimiento de Antonio había mejorado notoriamente, si bien ya no era un alumno ejemplar. Hacia el final de cuarto medio, sin embargo, le vino la angustia. Aunque se sentía bien preparado para la Prueba de Aptitud, no estaba seguro de obtener los altísimos puntajes que necesitaba para estudiar, como su hermano, Derecho en la Universidad de Chile. La idea fue de Antonio, naturalmente, pero Luis aceptó al tiro, sin chantajes ni condiciones , y sin una gota de miedo, pues en ningún momento consideró posible que los descubrieran. En diciembre de ese año, Luis Covarrubias se presentó con el carnet de identidad de su hermano Antonio a dar la prueba por segunda vez, y se esforzó lo suficiente como para obtener puntajes aún mejores que el año anterior: sacó, de hecho, puntaje nacional en la prueba de Ciencias Sociales.
Pero nosotros no tenemos hermanos gemelos, dijo Cordero aquella tarde, cuando Segovia terminó su relato. No sé si llovía o lloviznaba, pero recuerdo que el profe usaba un impermeable azul. Se levantó a comprar cigarros y al volver a nuestra mesa se quedó de pie, quizás para restablecer un orden perdido: el profesor de pie, los alumnos sentados. Les va a ir bien de todos modos, ustedes no saben lo privilegiados que son, nos dijo. ¿Por estar en el Nacional?, le pregunté. Se quedó callado un rato lo suficientemente largo como para que ya no fuera necesario responderme, mientras fumaba y respiraba con ansiedad, tal vez ya medio curado, pero respondió: el Nacional está podrido, pero el mundo está podrido, dijo.
Los prepararon para esto, para un mundo donde todos se cagan entre sí. Les va a ir bien en la prueba, muy bien, no se preocupen: a ustedes no los educaron, los entrenaron. Sonaba agresivo, pero no había en su tono desprecio, al menos no un desprecio dirigido a nosotros. Seguimos en silencio, ya era tarde, casi de noche. Volvió a sentarse, se veía absorto, pensativo. Yo tenía buenas notas, dijo, cuando creíamos que no habría más palabras: era el mejor de mi curso, de todo mi colegio, nunca copié en un examen, pero en la prueba me fue como el forro, por eso tuve que estudiar Pedagogía en Religión, ni siquiera creía tanto en Dios. Le pregunté si ahora, como conductor del metro, ganaba más plata. El doble, respondió. Le pregunté si creía en Dios y respondió que sí, que ahora, más que nunca, creía en Dios. Nunca olvidé, nunca olvidaré este gesto: con el cigarro encendido entre el dedo índice y el medio, miró el dorso de su mano izquierda como buscando las venas y enseguida la dio vuelta, tal vez para comprobar que las líneas de la vida, de la cabeza y del corazón seguían ahí. Nos despedimos como si fuéramos o hubiéramos sido amigos. Él entró al al cine y nosotros enfilamos por Bulnes hacia el Parque Almagro a fumar unos pitos.
Nunca más supe de Segovia. A veces, en el metro, cuando me subo al primer vagón, miro hacia la cabina del chofer y pienso que el profe está ahí, apretando botones y bostezando. En cuanto a los gemelos Covarrubias, entiendo que no volvieron a separarse. Se convirtieron en abogados idénticos; dicen que es difícil saber cuál es el más brillante y cuál el más corrupto. Comparten un bufete en Vitacura y cobran lo mismo, cobran lo que un servicio así de bueno vale: carísimo.
Ejercicios
67 . De acuerdo con el texto, la experiencia de los gemelos Covarrubias en el nuevo colegio:
A) Marcó el alejamiento definitivo de los valores que sus padres les habían inculcado. B) Fue traumática, porque los obligó a tomar decisiones prematuras y los fue separando irremediablemente. C) De a poco los convirtió en sujetos valiosos para la sociedad chilena. D) Transformó a dos gemelos buenos y hermanables en unos inescrupulosos hijos de puta. E) Supuso el comienzo de un periodo duro, del que salieron fortalecidos y listos para competir en este mundo despiadado y materialista.
68 . El mejor título para este relato es:
A) Cómo entrenar a tu gemelo. B) Al maestro, con cariño. C) Las formas solidarias de la copia. D) Contra los abogados. E) Contra los abogados gemelos.
69 . Sobre las pruebas de selección múltiple o de alternativas, el autor afirma que:
I. Eran habituales en ese colegio, con el objetivo de preparar a los alumnos para las pruebas de ingreso a la universidad. II. Era más fácil copiar en esas pruebas, desde todo punto de vista. III. No había que desarrollar un pensamiento propio. IV. Los profesores las preferían porque de ese modo no tenían que pasar el fin de semana corrigiendo como malos de la cabeza. V. La alternativa correcta casi siempre era la D.
A) I y II B) I, III y V C) II y V D) I, II y III E) I, II y IV
70 . El hecho de que repartiera su nombre entre sus hijos gemelos demuestra que Luis Antonio Covarrubias era:
A) Innovador. B) Ingenioso. C) Ecuánime. D) Masón. E) Huevón.
71 . Del texto se puede inferir que los profesores de ese colegio:
A) Eran mediocres y crueles, porque adherían sin reservas a un modelo educacional podrido. B) Eran crueles y severos: les gustaba torturar a los estudiantes llenándolos de tareas. C) Estaban muertos de tristeza porque les pagaban como las huevas. D) Eras crueles y severos, porque estaban tristes. Todos estaban tristes en ese tiempo. E) Mi compañero de banco marcó la C, voy a marcar esa yo también.
72 . Del texto se desprende que:
A) Los estudiantes copiaban en las pruebas porque vivían en una dictadura y eso lo justificaba todo. B) Copiar en las pruebas no estaba mal si se hacía con prudencia. C) Copiar en las pruebas es parte del proceso de formación de cualquier ser humano. D) Los estudiantes con peores resultados en las pruebas de ingreso a la universidad suelen convertirse en profesores de Religión. E) Los profesores de Religión son divertidos, pero no necesariamente creen en Dios.
73 . La finalidad de este relato es:
A) Insinuar una posible salida laboral para estudiantes chilenos de alto rendimiento académico y escasos recursos (son pocos, pero existen), que podrían dedicarse a suplantar a estudiantes flojos y ricos. B) Denunciar problemas de seguridad en la implementación de las pruebas de ingreso a la universidad, y de paso promover algún emprendimiento relativo a lectores biométricos u otro sistema que permita corroborar la identidad de los postulantes. C) Promocionar un bufete de abogados, a pesar de lo costosos que deben ser sus servicios. Y pasarlo bien. D) Legitimar la experiencia de una generación que podría describirse, sin más explicaciones, como una manga de tramposos. Y pasarlo bien. E) Remover heridas del pasado.
74 . ¿Cuál de las siguientes frases del profesor Segovia es, a su juicio, verdadera?
A) A ustedes no los educaron, los entrenaron. B) A ustedes no los educaron, los entrenaron. C) A ustedes no los educaron, los entrenaron. D) A ustedes no los educaron, los entrenaron. E) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
Fragmento de: Alejandro Zambra, Facsímil, Anagrama, Barcelona, 2021, pp. 75-90. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Werner Drewes, Trespassing, 1984. ©Smithsonian American Art Museum