dossier Mexamérica MAY.2018

Pero no naciste aquí

Amalia Rojas Enriquez

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Escribir esto me tomó justo una semana entera de reflexión. Lo digo sólo porque no ha sido fácil convencerme a mí misma de narrar mi historia. Especialmente en mis circunstancias actuales. Es como si estuviera volviendo a abrir una herida que ha estado intentando sanar. Mi veta de escritora disfruta de crear mundos y relatos que nada tienen que ver conmigo, pero la realidad es que siempre han sido parte de mi historia, ¿o no? He navegado por las novedades de mi “estatus” a través de las líneas del parlamento de un personaje o de algún evento que ocurre en mis obras de teatro. He navegado por la experiencia de crecer como indocumentada. Mi nombre es Amalia Oliva y soy dramaturga. Nací en San Agustín, México, en un barrio de Ecatepec. Me gusta el café helado en toda clase de climas, leer a Chéjov, guardar piñatas rotas y comer los chiles rellenos de mi ma. Crecí en Astoria, Nueva York, un barrio de Queens poblado predominantemente por familias griegas e italianas. Nunca me sentí distinta a mis compañeros de clase. Para ser honesta pasaba mucho tiempo sola, casi siempre coloreando y escribiendo historias, o tan sólo en mi propio mundo. Cuando aprendí a leer, leía todo libro que tenía a la vista. ¡En mis quinces sólo iba a sacar libros! Mi familia me hacía burla, pero a mí no me importaba. Me inmiscuía en mundos que tenían más sentido que el mío. Si bien no me sentía distinta, no quiere decir que no me intimidaran. De niña mi papá me mantenía el pelo corto, y encima era delgada y parecía nerd. La intimidación era sobre mi apariencia y mi falta de sociabilidad. Conforme fui creciendo aumenté de peso y la intimidación se centró más en eso, lo que generó depresión, ansiedad e incluso más aislamiento. Recuerdo haber deseado constantemente dejar de existir. Era en cierta forma irónico: las palabras eran lo único que me quedaba, mi poesía, los libros que leía, y sin embargo me torturaban las palabras malintencionadas que decían los demás. Mi vida empezó a tomar otro camino cuando empecé la preparatoria. Pasé la mitad del primer año sin tomar la clase de español; a decir verdad, era mi última clase y siempre era mejor idea irme a casa. Hasta que, un día, decidí asistir. La maestra de español nos sorprendió con una pequeña puesta en escena que me recordó la primera vez que el teatro llegó a mi vida. Mi mamá, una empleada doméstica muy trabajadora, ahorró suficiente para llevarme al primer show de Broadway en mi vida. Fue un especial y memorable regalo de graduación de quinto año. Recuerdo que la tomaba del brazo mientras esperábamos que comenzara la obra. Teníamos lugares de pie al fondo del teatro, y aunque se me cansaron los pies de estar parada, cada momento valió la pena. La iluminación, la danza, la magia del teatro; el humor, el argumento, la voz de mi mamá cantando “Chiquitita”, el clásico de Abba, en español, mientras los gringos la cantaban en inglés. Mi mamá ha influido mucho en mí, como mujer y como artista. Aunque cuando era niña me decía que estudiara cualquier cosa excepto artes, sé que sabía de mi deseo de escribir, de crear y de sentir. Después de todo, esa noche señaló hacia el luminoso espectacular de “Mamma Mia” y me preguntó: “¿Te ves ahí algún día?” Recuerdo haber tenido miedo de asentir, no por lo que ella dijera, sino por mi propia inseguridad. Esa misma noche mi mamá y yo caminamos por Times Square y comimos hot dogs bajo sus luces, que alumbraban nuestra presencia en la noche. Antes de que acabara la noche, mi mamá me volteó a ver y me dijo: “Yo sí te veo ahí”; miró de nuevo las luces de Broadway y siguió su camino. Al término de la función de teatro que organizaba nuestra maestra de español, yo estaba felicitándola por su excelente trabajo cuando, de pronto, entrecerró los ojos y me dijo: “Únete a mi grupo de teatro y te prometo que no reprobarás esta clase”. Realmente no tenía opción, pues la idea de reprobar me hacía evocar el miedo que le tenía a mis padres. Reprobar no es una opción, sobre todo si eres una hija mexicana. Mi primer ensayo con Raíces Latinas siempre será la presentación más vergonzosa de mi vida. Me hizo darme cuenta de que mi español era terrible. Mis padres habían llegado de adolescentes a Estados Unidos. No tenían un inglés fluido, pero entendían preguntas y respuestas. Así crecí. No fue sino hasta que empecé a actuar en español que me di cuenta de la belleza de ser bilingüe. Quizás ése era el objetivo de la señora Agudelo y ella procuraba conducir a sus alumnos de vuelta a sus raíces a través del teatro y del español. Conmigo lo logró. Me ayudó a desarrollar un orgullo por México, una cultura, una disciplina como alumna y, sobre todo, me dio el valor de intentar cosas nuevas. Ese mismo año hice una audición para la obra de otoño y me inscribí a mi primera clase de teatro. Descubrí mi pasión por el teatro, la iluminación y los personajes. Me convertí en una artista comprometida con seguir ese camino. Seguí actuando durante toda la preparatoria y encontré un lugar bajo el ala de la señora Erickson, profesora de drama y directora de todas las obras de otoño. Ella me dio el entrenamiento y la disciplina que se requieren para empezar como artista teatral. Me mostró a Chéjov, Molière, Mamet y otros dramaturgos fenomenales. Un viernes de función, que realmente era como un micrófono abierto para sus clases de drama, presenté uno de mis primeros monólogos. Al terminar la clase me preguntó si me gustaba escribir. ¡Me encantaba escribir! Ella me alentó a escribir más. En su clase escribí mi primera obra, titulada “Oye, ¿dónde está mi perro?” Qué más puedo decir después de eso… escribí y escribí, presenté una obra tras otra, me eligieron para una audición frente a un panel de Broadway. Produjeron mi obra. En mi último año había ganado varios concursos y me había publicado Samuel French. Me esforcé mucho preparando ensayos y muestras de escritura para la universidad, entrenando mi mente y mi alma para vivir la experiencia de ir a perseguir el sueño de triunfar bajo aquellas luces de Broadway. Recibí la aceptación que añoraba, la que me proponía lograr, pero para ello mi escuela de ensueño requería que presentara mi paquete de asistencia financiera. Y para ello necesitaba que mis padres me dieran información legal específica. Cuando mi mamá llegó a este país por primera vez no tenía muchas expectativas sobre Estados Unidos. Se imaginaba trabajando lo suficiente como para poder volver y construir su hogar ideal. El plan era volver a México. Cuando se embarazó de mí aquí, en Estados Unidos, acababa de cumplir 18 años. Pero le tenía miedo a los hospitales, y a la idea de que por el impedimento del lenguaje y el estatus legal me pasara algo. Así que voló de regreso a la Ciudad de México y me tuvo a las dos semanas. Dos meses después emigró, por segunda vez, a los 18 años, pero ahora con un bebé de dos meses en la espalda. Con la ayuda de mi tía cruzó por Nogales, Arizona.
No tienes papeles No tienes papeles No naciste aquí Qué Qué Qué Nunca me preguntaste Sí eres de aquí Creciste aquí Pero no naciste aquí.
No recuerdo con exactitud lo que dijeron, excepto que era indocumentada. Recuerdo la sensación, y que salí corriendo de nuestro departamento de dos recámaras. Me acuerdo de su cara: una combinación entre apologética y temerosa. No podía culparla; sólo me enojaba que no me lo hubiera dicho. Traté de reconstruir mi vida. ¿Cómo podía ser indocumentada? Viajamos de estado en estado, a mi mamá le encantaba la aventura y nos íbamos de vacaciones en familia. ¿Cómo podría haber ocultado algo así durante todo ese tiempo? ¿Cómo no temía que alguien la detuviera? No fue sino hasta tres años después cuando me di cuenta de cómo lo había logrado, de cómo ella estaba más allá del valor y del miedo. Una vez, en un viaje a Georgia, mientras esperábamos en fila para subir a nuestro camión en Florida, teníamos a los de seguridad nacional a metro y medio de distancia. Miré a mi mamá con lágrimas en los ojos; ella me miró seria y me susurró: “Relájate, actúa normal”. Ése era el secreto de mi mamá: actuar normal. Aunque lo fuéramos. En una entrevista reciente con Univisión, me preguntaron si alguna vez había querido ser normal. Miré al entrevistador y volteé los ojos hacia arriba frente a la cámara. Soy normal, soy como cualquier otro adulto en sus veintes; estoy confundida y no tengo dinero. La diferencia es que, en términos de oportunidades, no juego en la misma cancha, y eso es algo que quiero dejar claro. Los indocumentados son como cualquier otra persona. Los sentimientos humanos como la depresión o la alegría no discriminan con base en el estatus legal, que no sabe de experiencias ni de edad. Aun así, pasamos por todos los movimientos y situaciones de la vida. Ser un inmigrante indocumentado no significa ser ilegal. Ningún humano es ilegal. Con mucho trabajo y apoyo de más profesores y mentores maravillosos, logré terminar mi licenciatura. Mi mentora y madre teatral, Susana Tubert, una famosa directora de teatro, me alentó a terminar mi carrera. A menudo me recordaba que aunque mi estatus fuera un “no” constante en la vida, yo tenía que buscar mi propio “sí”. A decir verdad, terminar la licenciatura fue difícil. Tuve tres empleos y no quería seguir batallando con el trabajo y la escuela. Había perdido mi pasión creativa, y esto tenía preocupada a Susana. Fue en esa época cuando realmente entendí por qué hacía arte y por qué necesitaba escribir. Me había salvado la vida cuando sentía que no había nada más para mí. Me tomé otro año para reflexionar sobre esto y ahorrar para el siguiente capítulo de mi vida, mientras trabajaba y aprendía al lado de Susana, que dirigía el Festival Internacional de Teatro Latino. Empecé a sentir nuevamente la chispa para crear y escribir. Que las fronteras de este país me restringieran no significaba que los mundos que yo creara tuvieran que estar restringidos también.

Manifestación frente a la Trump Tower, 15 de agosto de 2017. Foto de archivo

En 2014 solicité un apoyo CUNY BECAS a la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Esta beca, financiada por el Instituto de Estudios Mexicanos Jaime Lucero, otorga un financiamiento semestral completo a los alumnos, sin importar su estatus migratorio. El objetivo de la beca es apoyar a los alumnos de primera generación y alentarlos a que sirvan a su comunidad en el proceso. En esa época yo trabajaba en un café como organizadora comunitaria para inmigrantes víctimas de violencia en Brooklyn, y como niñera. Recuerdo haber enviado la solicitud con vistas a que me permitiera continuar con mis estudios y titularme en teatro finalmente. Recibir esta beca me cambió la vida. No sólo me permitió tener un solo trabajo y concentrarme en la escuela, sino que me dio la oportunidad de conocer a mis mejores amigos: Antonio, Jazmín y Yatziri, compañeros dreamers que, como yo, trataban de escribir sus historias en un país que no los hacía sentir bienvenidos. Antonio nació en Veracruz, México. Emigró cuando tenía once años de edad. La primera vez que escuché su historia estábamos sentados en un restaurante tomando micheladas, una tradición nuestra. Emigró junto con sus padres, dejando atrás a sus abuelos y a su hermano menor. La cara de Antonio esbozaba una distancia y, al borde de las lágrimas, nos empezó a contar sobre su travesía por la frontera. Lo llevaron primero a la Ciudad de México y, después, voló a Hermosillo, donde lo esperaba una camioneta. Pasó tres días en una casa en medio de la nada, antes de saber que era momento de cruzar la frontera con sólo tres botellas de agua, latas de atún y maíz. En un punto se les terminó el alimento y el agua. La madre naturaleza les brindó un canal de riego a la mitad del desierto, nos contó mientras le daba un trago a su michelada. Recuerdo haber sentido ganas de abrazarlo. Después de tres días llegaron a Arizona, de ahí a Los Ángeles y luego, por último, a Nueva York. Honestamente yo no podía imaginar mi vida sin Antonio, pero era egoísta pensar en eso conforme él terminaba su historia. Llegar aquí implicó para él tener que aprender un idioma, una nueva cultura pero, sobre todo, vivir sin sus abuelos y su hermano menor. En 2011 el mundo de Antonio se volteó de cabeza: murió su abuelo y, en 2012, le siguió su abuela. Inconsolables, sus padres decidieron que era hora de volver, pero Antonio se quedó y desde entonces vive con su tía. Para este punto de la historia yo me había acabado la michelada y había pedido otra, mientras Jazmín abrazaba a Antonio. Jazmín, la más joven de los tres, nos miró antes de hablar. Su historia de inmigrante es distinta. Nacida en la Ciudad de México, cuando tenía cinco años su papá empacó sus cosas y un día la despertó, subieron a un camión blanco y nunca miraron atrás. La dejaron en una casa; él le explicó que ella se quedaría ahí por unos días, y que debía prestar atención y escuchar a todos. —Antes de que él se fuera, la mujer que estaba con otros tipos me hizo memorizar mi nuevo nombre y me dijo quiénes serían mis nuevos padres y hermanos ficticios. —Espera —interrumpí—. ¿Tuviste que fingir que eras hija de alguien más? —Creo que sí —respondió. —Hace poco empecé a tener remembranzas de cuando estábamos con la guardia fronteriza, que revisaba una y otra vez documentos para asegurarse de que quienes los traían eran quienes decían ser. Era una camioneta de tres filas de asientos: yo estaba en la segunda fila, y en la última había un bebé que habían dejado ahí junto a mí. Recuerdo que no paraba de llorar. Todos nos reímos. —Mientras conducíamos hacia la frontera me dijeron que me quedara bien callada y quieta. Me acuerdo de que el oficial se asomaba dentro del auto y de haber visto vagamente mi reflejo en sus lentes oscuros, pero era de noche, muy tarde. Después fuimos a McDonald’s —dijo bajando la mirada y jugando con sus manos—. Cuando mi papá y yo estábamos en México solíamos viajar de Puebla a la Ciudad de México, y adonde quiera que íbamos pasábamos por un McDonald’s. Así comprendí que las cosas habían cambiado. Todos voltearon hacia mí y esperaban que yo contara mi historia, pero yo no sentía que la tuviera. No tenía recuerdos. Sentía como si acabara de brotar de la tierra, cuando por fin Yatziri habló: —Llegué a Estados Unidos cuando tenía dos años de edad. Vine con mis padres, mis hermanos todavía no nacían. Vinimos porque mi mamá y mi papá tenían un deli a la vuelta de donde vivíamos, pero empezó a venir gente nueva y a decirle a mi papá que tenía que empezar a pagar un monto mensual si quería mantener “seguro” su negocio. Mi papá tenía alguna idea de lo que estaba pasando, así que con el tiempo supo que no podría mantener la tienda. También quería una mejor vida para mí y para mi mamá, y lo mejor para nosotros era mudarnos a Estados Unidos. Mi tía había llegado un año antes porque mi primo estaba muy enfermo, no sabían qué tenía; los doctores en México no le decían nada, y tampoco tenían dinero para pagarle ahí a médicos de la industria privada. Pensaban que si venían a Estados Unidos y trabajaban duro podrían llevarlo al doctor allá. Y así es como terminamos en Nueva York. Cuando pensaba en esto, me di cuenta de que Yatziri nunca contó cómo cruzó. Le pregunté y respondió “por la frontera”, y cuando le pregunté si se acordaba, se quedó callada. —Ojalá me acordara, ojalá hubiera visto lo que pusieron frente a mí. Y en cambio recuerda algo más: lo vi, pero no me gusta tocar el tema con ellos porque me imagino lo difícil y traumático que pudo haber sido el viaje, y no quiero hacer que mis padres pasen por eso una vez más. Además, siento que también les detonaría emociones sobre cómo dejaron atrás a sus familias. Nunca consideré estas cuestiones, y reflexionar sobre esta respuesta me hizo darme cuenta de que tal vez por eso mis padres lo mantuvieron en secreto: querían darme alas aunque fuera para tocar el cielo un momento. Aun hoy, cuando me acuerdo de ese día me da un sentimiento de nostalgia, tristeza y consuelo. No estaba sola con los efectos de carecer de un estatus. No estoy sola. Hay 3.6 millones de dreamers en Estados Unidos. En 2012 solamente 1.8 millones calificaron para obtener el DACA —las siglas en inglés del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia—, como lo hicimos Jazmín, Antonio y yo. Hay un total de 11.3 millones de inmigrantes indocumentados que rememoran lo que dejaron atrás en sus países originarios. Pasamos el resto del tiempo juntos hablando sobre nuestra infancia, nuestros sueños, las clases que tomábamos; pasamos el resto del tiempo siendo alumnos universitarios normales y tomando nuestras micheladas. Nuestra amistad radica en conversaciones de WhatsApp, salir a bailar, organizar a nuestra comunidad y participar en protestas. Honestamente, en la universidad quise dejar de luchar en varias ocasiones, por salud mental, pero fueron l@s becari@s y mis amigos quienes me dieron la voluntad y la energía para insistir. El día de mi graduación estaban todos conmigo, animándome mientras caminaba para recibir mi título. De toda mi familia, al norte y al sur de la frontera, fui la primera en titularse en la universidad. Aunque me tomó seis años, lo logré. Un mes después me ofrecieron trabajo y me salí de casa de mis padres. La independencia y vivir sola me permitieron, finalmente, encontrar mis propias respuestas a cuestiones como qué quería en realidad, a dónde quería ir, qué tan lejos podía llegar realmente. Noviembre de 2017 me trajo de vuelta a la realidad. En el aire flotaban rumores sobre el fin del DACA, y en realidad todos sabíamos que ocurriría tarde o temprano. ¿Estábamos listos? ¿Acaso hay alguien que alguna vez esté listo para algo así? En dos semanas expirará mi DACA, y no hay señales de que vaya a llegar una nueva pronto. Me preparo mentalmente para lo que me espera. Trato de ser positiva sobre lo que vendrá. Ser positiva es lo único que me queda. Me consuela saber que mi estatus no me define, y que no estoy sola. Al menos saqué lo mejor de mi experiencia: terminé la escuela, viajé a México después de veintitrés años, trabajé y me hice de un nombre. Me consuela saber que, aunque no pueda trabajar legalmente, eso no me impedirá escribir, y ésa es mi forma de resistencia. Me consuela saber que en este momento de mi vida tengo la oportunidad de escribir este texto y, así, honrar mi historia.

Ilustración: Licenciado Domínguez, 2018

Imagen de portada: Manifestación frente a la Trump Tower, 15 de agosto de 2017. Foto de archivo.