En 2013 la Feria del Libro de Fráncfort recibió como invitado de honor al Brasil de Lula da Silva, aquel epicentro —ya pasado— del mundo en vías de desarrollo que se creía a punto de erradicar la pobreza de su territorio. Luiz Ruffato fue designado para ofrecer el discurso de apertura. Se notaba nervioso e incómodo en ese atuendo de traje gris, camisa blanca y corbata roja de nudo ancho que le impuso la solemnidad del asunto. Ante quienes lo escuchaban desde la tribuna más importante de la industria global del libro, Luiz se preguntó lo que significaba escribir “en un país ubicado en la periferia del mundo, un lugar donde el término capitalismo salvaje no es una metáfora”. Evidenció que el emperador carioca iba desnudo y acusó a su país de machista, cobarde e hipócrita, construido “sobre la negación explícita del otro, a través de la violencia y la indiferencia”. La literatura de Ruffato es una radiografía del proletariado brasileño nacido de las ruinas del proyecto civilizador. Sus personajes no son miserables sino pobres a secas, almas anónimas que apenas figuran como estadística. Publicó en 2019 O verão tardio [El verano tardío], una novela que también es una metáfora de la sociedad contemporánea, donde se ha roto la posibilidad del diálogo entre dos clases sociales que, cuando cruzan sus caminos, sufren el riesgo inminente de destruirse mutuamente. Hijo de una madre que lavaba ajeno y un padre que vendía palomitas en la plaza del pueblo, Luiz llegó a la adolescencia sin haber abierto nunca un libro. A los doce años entró en una biblioteca pública y la encargada le extendió una novela sobre las masacres de los nazis en Ucrania: Babi Yar de Anatoli Kuznetsov, donde descubrió la crueldad humana y la inclemencia del frío. Se inició así como el lector caótico que después de trabajar en un taller mecánico terminó por estudiar periodismo. En esta conversación de 2019, Luiz explica cómo en nuestros países no es posible escapar del infierno, pero admite que se puede construir un refugio propio para ser feliz. Dice que vive con dos gatos que le ayudan a soportar la idea de que “el mundo afuera es hostil”. Hasta hace poco tenía cierta esperanza de que Brasil caminaría hacia un lugar mejor. Ahora mismo le queda apenas “un desaliento absoluto”. Aquella noche de su discurso en Fráncfort, Ruffato concluyó con el optimismo resignado de quien sabe que las cosas no tienen remedio y sin embargo se empeña en cambiarlas:
"Hemos cedido a la soledad, al egoísmo, nos hemos negado a nosotros mismos. Para contrarrestar eso, yo escribo: quiero afectar al lector, cambiarlo, transformar su mundo. Es una utopía, lo sé, pero yo me alimento de utopías. Porque creo que el destino final de cada humano debe ser únicamente éste: alcanzar la felicidad en la Tierra. Aquí y ahora".
Te preguntas qué significa escribir desde la periferia. ¿Escribir es un acto de amor para pertenecer al mundo?
Sin duda. La buena literatura es la que cuestiona qué hacemos aquí. Los escritores verdaderos son muy cuestionados por sus autoridades, porque se les acusa de hablar mal de su país o región. Pero es un acto de amor, porque aquel que ama verdaderamente tiene interés en que el otro mejore. Mejorar a una persona, una región o un país, sólo es posible si posees una visión crítica.
En la periferia uno escucha las historias terribles que suceden alrededor. ¿Cuál es la relación de esa vida cotidiana tan cercana con tu literatura?
Para mí, existe una memoria colectiva con la que simplemente converso. Debo tener humildad para comprender las historias que tengo que contar. Claro que es doloroso, porque fui afectado por esas historias. Pero hay una mediación importante, que es el lenguaje. La literatura que importa es ésa en la que cuando uno cierra el libro, comienza la historia. Ahí inician la discusión, las preguntas… La literatura que afecta al lector propone una acción efectiva de su parte. Busco ese diálogo en que el lector y yo compartimos una pasión.
Si se es pobre, uno casi nunca elije su camino. ¿Cómo las cosas que no elegiste marcaron el camino que te llevó a ser escritor?
Más que en Brasil, nací en Minas Gerais y, más aún, nací en Cataguases. Mis parientes vivían en una colonia italiana de un pueblito próximo, así que las vacaciones las pasaba en el campo y el día a día en la ciudad. Fui testigo del suceso más importante de la segunda mitad del siglo XX en Brasil: el pasaje brutal de lo rural a lo urbano, con un sentido de clase obrera. Tuve el privilegio de mirar el mundo desde ese lugar. Es también una maldición y una fatalidad. Claro que la literatura es más que eso: tengo cosas por contar desde una mirada de la clase trabajadora, pero debo encontrar la forma adecuada para hacerlo.
¿Cómo se reveló para ti la idea de poner el concepto del infierno de Walter Benjamin en el núcleo de tu realidad literaria?
Cuando empecé a leer la literatura brasileña con una mirada más crítica, descubrí que el universo de la clase media baja no estaba representado, así que decidí que quería escribir sobre eso. Pero tener simplemente un tema no lleva a nada. Empecé a estudiar crítica literaria, historia, geografía… Y encontré las Tesis sobre el concepto de historia de Walter Benjamin, que concibe la idea del “ángel de la historia”, que va de espaldas al futuro y mira aterrado hacia atrás, donde lo único que queda es la devastación absoluta. Si yo quería contar mis historias debía tener eso en mente. También tengo la frase de Mayakovski, que decía que un contenido revolucionario ha de tener una forma revolucionaria. Esas dos ideas están siempre presentes en mi plan para escribir.
Murilo Mendes, también de Minas Gerais, inspira el título de Infierno provisorio: “Prefiero el infierno definitivo a la duda provisional”. ¿Es posible escapar del infierno o aprendemos a ser felices ahí?
Ésa es la gran paradoja. Fui cayendo en la cuenta de que la búsqueda de la felicidad es el concepto más revolucionario posible en los países de la periferia. Es imposible para alguien con una mínima conciencia política ser feliz en un lugar donde hay personas terriblemente infelices. Los valores que hay que ofrecer son los que necesita la gente para tener una situación mínimamente confortable: casa, comida, educación, salud, agua. Cuando eso no se ha conseguido, vives en el infierno. De todas formas, es posible buscar otra verdad. Tienes que encontrar una manera de sobrevivir en un espacio muy tóxico. Desafortunadamente, cada vez más tóxico. Soy feliz, pero esta sensación de conflicto está de la puerta de mi casa para afuera. Cuando la abro, estoy en la vida de miedo y violencia. Mi casa es mi refugio.
Tus relatos más recientes parecen escritos en una etapa distinta de tu realidad literaria: el dolor de las vidas en el infierno aún acompaña al narrador, pero parece estar del otro lado del horizonte. ¿Estás de acuerdo con eso?
Quienes vivimos en América Latina tenemos esta esquizofrenia en que es posible ser feliz en lo individual pero infeliz colectivamente. Tengo una trayectoria literaria, dos hijos muy lindos, amigos… Soy una persona feliz, que superó obstáculos y que ahora está en un buen momento. Pero vivimos hundidos en una sociedad extremadamente desigual, violenta, intolerante, donde se cultiva el odio. Es imposible ser feliz en ese contexto. Cuando vuelvo a mi ciudad, hay quienes me dicen que a mí no me gusta Cataguases. Yo les respondo que sí me gusta, pero porque pude salir y conseguir un lugar. Los personajes de mis libros no. Ellos no están bien con el país porque el país no ha sido bueno con ellos.
Desde que publicaste tu primer libro han pasado veinte años. ¿Cómo eres diferente y cómo eres el mismo de aquel Luiz Ruffato?
Pasé todo el 2016 trabajando en la versión final de Infierno provisorio. Había una sensación de ponerme en unos zapatos donde ya había estado antes. Desde lo formal hay una ganancia al comprender mejor los caminos que tenía que andar. Desde el punto de vista del contenido, hay un aclaramiento de la historia, porque cuando empecé la zaga vivíamos una etapa muy joven de nuestro camino hacia la democracia. Para cuando terminé el último volumen ya estábamos en pleno gobierno de Lula. Había un cierto optimismo, por eso Infierno provisorio termina con una carrera en el último día del año, donde todas las personas avanzan hacia la misma dirección. Quise incluir ese clima en el libro porque era lo que se vivía en aquel momento. Pero ya no es así en mi última novela [O verão tardio]. Aquí ya hay un desaliento absoluto por el rumbo que hemos tomado colectivamente. Infierno provisorio, en cambio, cierra con cierto optimismo que ha desaparecido.
¿Hay una línea que vincula tu literatura con la tradición literaria de la América Latina hispanohablante?
Nací en el momento en que en Brasil había cierto interés por la música y la literatura de los pueblos vecinos. Para cuando llegué a la universidad ese diálogo había terminado, pero me tocó profundamente, porque percibía que había un esfuerzo de esos artistas por componer una visión de la América Latina muy distinta a la que tenía la literatura europea de entonces, que era muy aburrida. La tradición de la literatura latinoamericana fue muy importante para que yo comprendiese que era posible hacer buena literatura sobre los pobres, porque hasta hoy, tanto en México como en Brasil, la literatura es de la clase media, media alta, o si no de los miserables a los que tanto ama la literatura contemporánea. A los pobres nadie los ama.
¿Crees en el formalismo en la novela, ese género que inventa la burguesía para oponerse a la aristocracia pero que quizá resulta siempre insuficiente para su objetivo? ¿La novela contemporánea puede ser una herramienta política?
Tengo muy claro que en Brasil el impacto de la literatura o del discurso intelectual es cada vez menor. Sería muy mentiroso decir que mi literatura cambia la vida. Los lectores de Brasil son poquísimos y la importancia de la literatura en la sociedad es muy pequeña. Quiero creer que quienes leen mis libros pueden cambiar individualmente, porque les ofrezco una reflexión al respecto de la vida que propone un cambio de actitud. Sí creo que la literatura cambia a los lectores. Me gustaría que cambiase a la sociedad. En mi mundo utópico eso puede ser verdad, pero no en mi Brasil.
Imagen de portada: Luiz Ruffato. Fotografía del Portal SESCSP, 2014.