El aire está copado de expectativas. La directora argentina Lucrecia Martel ha convocado multitudes. Estudiantes, maestros, creadores emergentes y representantes destacados de la industria cinematográfica se han dado cita en la Sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario para escuchar lo que esta mujer tiene que decir. ¿Qué incendios irá a provocar? Esto de dar charlas ante auditorios repletos se ha vuelto cotidiano para la cineasta. Cosa que hasta cierto punto le resulta preocupante, porque Lucrecia es una mujer que desconfía de la comodidad. No quiere producir un destilado fácilmente digerible. Lo suyo es la movilización del pensamiento. El resquebrajamiento. La posibilidad de la falla. Pero es diligente, así que trae consigo una libreta donde tras cada clase toma nota de lo que debería mejorar. Lo que no se dijo, el momento en que perdió el hilo. Ha llegado a las últimas páginas del cuaderno. “Ésta debería de ser buena”, dice. Lucrecia Martel tiene una metodología propia. Su enfoque es el resultado de una educación no formal que tuvo que forjarse sola porque cursó la carrera en un momento en que Argentina pasaba por una crisis económica brutal. “Como ahora”, apunta. La crisis es de las pocas cosas estables en nuestra región. Así que si comparte lo que sabe no lo hace con ínfulas magistrales, sino con el afán de que alguien más sea capaz de inventar sus propias herramientas. Empieza por el principio, con la infancia. Nos sitúa frente a La noche estrellada. El cuadro de Van Gogh que colgaba en el cuarto de costura de su abuela paterna. No sabía quién era el autor. Se lo atribuía a su otra abuela, la materna, a la que le gustaba pintar. Cuando Lucrecia lo miraba sentía que estaba bajo el agua. Que el lienzo describía un mundo subacuático. Fue así como apareció por primera vez la idea de la inmersión. “La primera experiencia de inmersión en el agua la recordarán todos, es una experiencia importante para el mundo de los que respiramos aire.” Con sus palabras, Martel nos lleva al fondo de una alberca para percibir que alguien nada junto a nosotros sin que lo veamos. Sabemos que está ahí por el movimiento del agua, podemos advertir lo que ocurre al cerrar los ojos y escuchar. Pide a los técnicos que bajen la luz. La sala se queda a oscuras sintiendo la presencia de Lucrecia. Y en esta oscuridad ella genera un esquema de lo que es el cine con un tupper sobre el que coloca un celular con una brillante pantalla azul. Una analogía de lo que se observa desde el fondo de la piscina. Un rectángulo de luz y un volumen (de aire en el caso del cine, de agua en el caso de la alberca) en el que nos encontramos sumergidos. El esquema se reproduce igual con todo tipo de pantalla, porque lo que no cambia es aquella masa de aire en donde el sonido se mueve. Para Lucrecia el cine es sonido; no es que reniegue de la imagen, sino que sospecha de ella. Producir un punto de vista sobre el mundo toma tiempo. En el caso particular de Martel la metáfora de la inmersión nos habla también de su enfoque como cineasta. Se exige estar atenta a la cultura en la que vive sumergida. Intentar salir de ella, producir un instante en donde podamos ser conscientes de lo embebidos que estamos en el sistema. A este momento le llama la falla. Dura apenas unos segundos. Como aquellos que vive un pez que sale del agua jalado por la caña de pescar, pero que vuelve al lago tras zafarse del anzuelo. ¿Qué le pasa a ese pez tras la experiencia de la tierra firme? ¿Cómo continúa su existencia ahora que pudo ver el agua? Lo que Lucrecia persigue a lo largo de su cinematografía es esa falla. Para ello toma la cámara, busca mostrar lo artificial de aquello que asumimos natural. La falla es que nos recuerda que somos mortales, que la pobreza es algo que se puede combatir, que el lenguaje es un invento. El auditorio se mantiene en vilo, en un silencio donde algo se entiende porque se mira de otra manera. “Lo que digo lo digo con vehemencia porque para mí es muy útil.” Habla con humildad, pero enarbola un llamado. La latinoamericana se volvió a encontrar años después con Van Gogh en una exposición de sus dibujos en Viena. Y en ellos, en aquellas imágenes bidimensionales, encontró el sonido. Porque no hay manera de evitarlo. No podemos resistirnos a su vibración. Y así como el sonido queda plasmado en el cuadro, su vibración percute los cuerpos. De la misma manera en que la cultura que nos rodea imprime sus estructuras de poder. “¿Cuál es el barrio más pobre de la Ciudad de México?”, pregunta la argentina. “¿Hay alguien de ese barrio acá?” Una persona levanta la mano. Es un joven que solía vivir en Tláhuac. En realidad la colonia más pobre de la Ciudad de México se encuentra en Iztapalapa y, porque a los mexicanos no nos falta ingenio, se llama Lomas del Pedregal (homónima de una colonia acaudalada al sur de la ciudad). Estamos en un espacio universitario que alberga a 724 espectadores y sólo uno guarda relación con aquella pobreza sobre la que indaga Lucrecia. “El discurso del cine es muy homogéneo. Está en manos de nosotros: la gente blanca o casi blanca o que se cree blanca de clase media alta.” Allí está inmerso el séptimo arte. Que avanza técnicamente pero que no es capaz de compartir los medios de producción con otro tipo de personas. Lucrecia describe a los presentes. Atina. Su pericia provoca risas incómodas. “Hay que intentar perturbarse.” Estamos educados para no ver. El cine, que provoca discursos públicos con su mirada, debería estar consciente de lo reducido de su visión. Tomar distancia del sistema para observarlo agudamente, producir artificios que nos permitan salir de la pecera. El primer paso para Martel es sacudirse aquello que llama la tontera, que finalmente es otra forma de nombrar a nuestros privilegios. Sin esa zarandeada no se puede combatir la domesticación.
Lucrecia insiste en esto porque la dificultad del cine no está en los financiamientos, sino en salirse de las estructuras existentes para que la creación no sea un reflejo limitado a la experiencia propia. Un ejemplo claro está en el guion. Ahí donde el oído puede delatar la mediocridad del diálogo (o la limitada esfera de conocimiento de quien lo escribe). En sus talleres, Martel pide a los alumnos que realicen grabaciones de campo de diversas conversaciones. Tras el registro, transcriben lo dicho y lo comparan con una página de su guion. Incluso visualmente las diferencias son abismales y revelan la complejidad de la palabra hablada frente a la regularidad de la palabra escrita. Es muy fácil, advierte la cineasta, confundir el argumento con lo narrativo. ¿Cómo escapar al orden establecido del mundo? Ésa es la problemática. La pregunta está flotando en la Sala Miguel Covarrubias. Retumba con fuerza porque la creadora argentina está forzando al público a admitir lo cómplice que puede ser con el statu quo. Posee una lengua afilada, la usa para hablar de las series televisivas y vuelve a producir esa risa nerviosa que es resultado del reconocimiento. “Hay que ser vivos”, nos ruega Martel, “nada se construye con tal devoción como la propia estupidez”. Un estudiante inicia la ronda de preguntas: quiere saber qué criterios utiliza la cineasta para determinar lo que constituye un buen diálogo. Martel es implacable: “Un buen diálogo es aquel que sucede entre personas”. Ahí donde lo que no se dice es igual de importante que lo que se nombra. Si un diálogo no tiene ausencias es casi imposible saber con qué clase de personaje se está tratando. “Me sirve escribir los diálogos pensando en los personajes como monstruos. En una naturaleza inestable. El monstruo es puro presente.” Ahí donde no es posible la regularidad. Ahí donde el personaje está construido por su singularidad. La monstruosidad de lo que no puede ser vendido al por mayor. Una joven le pregunta sobre la dificultad emotiva de enfrentar el artificio de la realidad. “Nos han educado para tener miedo a eso”, explica la cineasta. Crecemos con la impronta de actuar de forma predecible, sin embargo, esas predicciones fallan. Y que eso ocurra nos aterra. Tememos esos momentos. A sentirnos en el borde del abismo que implica el sinsentido. “Que la existencia no tenga sentido te devuelve el valor del tiempo presente”, pugna Martel. Ahí donde no hay recompensa final está lo que emociona a Lucrecia. “Los personajes que más sufren son los que piensan que las cosas van hacia algún lado.” Las palabras de Martel son implacables porque buscan que algo se sacuda: “Los dolores inútiles te vuelven quieta. Del otro lado está la responsabilidad: si esto no tiene sentido, le voy a dar yo el sentido”. Son esos los personajes que ella persigue, los que le sorprenden mientras los escribe porque son los que están menos domesticados. En una cultura como la nuestra, tan radicada en la visión, creemos que cuando vemos el mundo, aunque sea por un instante, lo entendemos. El sonido, cuyas ondas requieren desplegarse por el espacio, nos obliga al tiempo. A ser un poco más humildes. En esa humildad es donde puede ocurrir la sacudida. En una mirada dilatada. Martel pidió a un voluntario dibujar la imagen de una mujer mirando un reloj de alarma. Con el dibujo desglosó los lugares comunes donde se esconde el régimen establecido, aquello que del mundo no alcanzamos a entender, por más que lo tengamos frente a nuestras narices. “La tensión se crea cuando empezamos a romper esos lugares comunes.” Mientras el joven dibuja, ella comparte su proceso, cómo pasa de la revisión de intereses dispersos a la construcción de una excusa que le permita empezar un proyecto. Aunque aclara que carece de recetas porque no existen, resulta patente que el oído es para ella una herramienta primordial. El suyo está entrenado para detectar los patrones que puedan revelar edades, clases sociales, situaciones y emotividades. Han transcurrido ya dos horas de este intersticio, una clase magistral que se ha convertido en una fisura del devenir cotidiano. Con sus palabras, Lucrecia Martel ha provocado una falla generosa. “Mirar es mucho más dominar, escuchar es mucho más someterse al mundo. En la escucha estamos más atentos al mundo que en la visión.” Emergemos de su charla con una mirada cargada de conciencia y una renovada responsabilidad ante el sinsentido.
Imagen de portada: Lucrecia Martel. Foto: Darren Hughes