I.A. Inteligencia actoral. Flavio González Mello

A favor de la duda

Viajes / crítica / Septiembre de 2024

Juan Villoro

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“Todo el mundo es un teatro y todos los hombres y mujeres meramente actores”, dice Jaques en la comedia de Shakespeare As you like it (Como gustéis). El antropólogo Roger Bartra lo demostró de forma impecable cuando fue invitado a hablar en la última función de El filósofo declara. En vez de pronunciar elogios de rutina, el autor de El salvaje artificial agregó otro acto a la obra. Con las libertades que concede la memoria, recupero lo que dijo aquella noche: “Los intelectuales nos representamos a nosotros mismos en el teatro de las aulas”, comentó Bartra: “Yo soy más irreal que los actores que han visto en escena porque me dedico a especular; en cambio, ellos encarnan a alguien abstracto como yo. ¿Quién es más verdadero: el actor que vive como filósofo en escena o el filósofo que pretende interpretar la realidad?”.

​ Estas interrogantes recorren I. A. Inteligencia Actoral, extraordinaria pieza dramática de Flavio González Mello. La trama se ubica en un futuro de inquietante proximidad en el que los seres humanos pueden ser sustituidos por máquinas llamadas “reemplazoides”. Un director se dispone a montar Hamlet pero su actor principal lo traiciona con un argumento que no alcanzó a imaginar Shakespeare: prefiere hacer una película. El papel del desdichado príncipe de Dinamarca ha servido para cimentar numerosas reputaciones teatrales, pero ¿quién quiere ser actor cuando puede ser estrella? El protagonista no resiste la tentación de ir a África a participar en un bodrio de alto presupuesto en el que tendrá unas cuantas escenas. Para mitigar su deslealtad, propone ser suplantado por un reemplazoide de última generación, idéntico a él. El director no tiene más remedio que adiestrar al robot para llegar al día del estreno. Con esta premisa, González Mello emprende una brillante exploración sobre el sentido de la verdad en el teatro.

​ En el prólogo a la versión impresa de la obra, Bartra prosigue las reflexiones que animan su libro Chamanes y robots y retoma la provocadora especulación que Heinrich von Kleist lanzó en su ensayo Sobre el teatro de marionetas. ¿Hasta qué punto la conciencia ayuda a actuar? De acuerdo con Kleist, la marioneta se desempeña con mayor libertad porque carece de dudas, emociones y otros predicamentos de la mente. Al prescindir de la subjetividad, es más genuina en un sentido teatral: sólo desempeña el rol que se le asigna. Siguiendo este tren de ideas, Bartra comenta a propósito de Inteligencia Actoral: “Un misterio flota a lo largo de la obra: ¿tienen conciencia estos reemplazoides o son máquinas perfectas pero sin sensibilidad, que no se percatan de que son una persona?”.

​ En la pieza de González Mello, el director dispone de un robot obediente que no necesita memorizar parlamentos porque los lleva en su memoria digital y cuenta con quince mil emociones precargadas. Sin embargo, desconoce la diferencia entre ser y actuar. El gran tema de Hamlet, la incertidumbre existencial, recibe un nuevo giro.

​ El teatro depende de jugar con los límites entre la persona y el personaje. Si todo el mundo es un escenario, ¿qué diferencia hay entre vivir y representar? De acuerdo con Luis de Tavira, Jean Genet resolvió el dilema en El balcón, donde un burdel sirve de foro para que los clientes representen viciosas profesiones. Uno de ellos encarna a un obispo con una autenticidad que supera a su modelo. La razón es sencilla: actúa de maravilla porque él sabe que no es un obispo. En cambio, el verdadero obispo carece de espontaneidad. La mitra lo desnaturaliza y lo somete a toda clase de protocolos y restricciones. La investidura es una camisa de fuerza; por el contrario, el vestuario permite al actor ser en el otro.

​ González Mello ahonda de manera apasionante en las diversas posibilidades de la simulación. El reemplazoide es un buen imitador pero eso no lo vuelve convincente. “No se trata de que seas perfecto, sino verdadero”, le dice el director. El papel de Hamlet exige “tirarse al vacío”. Este último comentario hace que el robot se disponga a subir a la azotea; el director lo detiene y le pide que no sea tan literal. “¿Qué esperas que haga?”, pregunta el robot. “Cualquier cosa menos lo que yo espero de ti.” Esta licencia para improvisar desata divertidos enredos. Mientras tanto, los demás actores demuestran que, también ellos, desempeñan dualidades: tienen un papel en la obra y otro tras bambalinas, donde ejercen la seducción y la intriga.

​ A medida que el robot se aproxima a los humanos, la mujer que lo programa se robotiza: se acuesta con él para “testar con sus reacciones” y con el actor que le sirvió de modelo para tener un “parámetro de prueba”. El sexo funciona como un electrodoméstico.

I.A. Inteligencia Actoral, montaje en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón, 2024.

​ Estamos ante un nítido retrato de la sociedad del tercer milenio: a medida que las máquinas aumentan su inteligencia, los humanos se embrutecen. Por ello, en Inteligencia Actoral el director defiende la inseguridad como principio creativo. El actor no puede moverse como las marionetas de Kleist ni tener la fría operatividad de una máquina. El sociólogo Richard Sennett aborda el asunto en su libro más reciente, The Performer (El intérprete): “La vitalidad de una interpretación proviene de un halo de incertidumbre”, comenta. Cada representación debe ser única; no hay nada menos convincente que un actor que recita en forma maquinal. La sabiduría escénica deriva del modo “en que el intérprete modifica su interpretación”. En este sentido, el mayor artificio de la actuación es la apariencia de naturalidad. En la función número cien la actriz no debe reiterar sus emociones, sino simular que surgen por primera vez, lo cual depende de su reserva de indecisiones.

​ Cuando el reemplazoide inventado por González Mello entiende este razonamiento padece un cortocircuito: conoce, al fin, el pánico escénico. Despojado de su coraza robótica, debe constituirse como actor. De la inteligencia artificial pasará a la actoral. “Denle una máscara a un hombre y dirá la verdad”, afirma Oscar Wilde. El sentido del disfraz no consiste en ocultar a la persona, sino en permitir que exprese la sinceridad que no se atreve a pronunciar. El obispo de El balcón habla, precisamente, con la franqueza de la máscara en un burdel convertido en teatro.

​ González Mello hace que el atribulado robot aprenda a actuar. El director le dice: “Tú entiendes al personaje mejor que cualquiera de nosotros […] tú conoces lo que es esforzarte para estar a la altura de lo que los demás esperan de ti y no ser capaz de conseguirlo. Tú sabes lo que es dudar todo el tiempo de ti mismo… lo que es ser y no ser a la vez. Todo eso lo sabes, porque lo has vivido. Es tu experiencia. Es tuya, única y verdadera”.

​ Gracias a esto, el reemplazoide entra en personaje y la obra es un éxito. Cuando el actor que le ha servido de modelo regresa ya nada es igual. Surge entonces otro enigma. Como las supercopias concebidas por Stanislaw Lem, los reemplazoides pueden ser más reales que los humanos e ignorar su condición artificial.

​ A riesgo de incurrir en un spoiler, me parece esencial discutir el desenlace de la obra. El epílogo lleva a una paradoja: en realidad, los actores han creado una conspiración para hacerle creer al director que una criatura de silicona puede encarnar a Hamlet. El tirano que pretendía manipular a sus súbditos ha sido manipulado por ellos a través de la actuación. Si los robots imitan a la gente, también la gente puede imitarlos.

​ Con calculado efecto, el epílogo revierte la lógica de los dos actos precedentes. Quien triunfa no es un robot, sino un actor representando a un robot. La cibernética aún se mantiene a raya, lo cual disipa el atractivo engaño que el espectador contempló durante dos horas.

​ Por lo general, el “efecto de distanciamiento” sirve para disolver la ilusión y revelar una verdad incómoda. En este caso, el baño de realidad tiene un componente positivo. Después de desplegar la amenaza de la inteligencia artificial, se demuestra que, a fin de cuentas, todo ha sido teatro. Así, el epílogo altera la verosimilitud construida hasta ese momento. Una delgada línea divide lo humano de lo artificial y González Mello toma partido por el sujeto que se confunde y no sabe qué hacer. Cuando Hamlet dice que hablará “mientras me dure esta máquina” se refiere a su cuerpo. En la era de la dominación tecnológica, González Mello apela al cuerpo del actor, alimentado de nervios, caprichos y vacilaciones.

​ Vuelvo al momento en que Roger Bartra subió a escena al término de El filósofo declara para hablar de la verdad en el teatro y señaló que, en un entorno de simulacros, donde la gente sigue modas y códigos preestablecidos, la actuación representa una reserva de autenticidad, tan real que nos hace sentir peligrosamente irreales.

Inteligencia Actoral resignifica la pregunta esencial del teatro: “ser o no ser”. Mientras los algoritmos prometen certezas a un like de distancia, Flavio González Mello apuesta por la duda.

​ Las máquinas están programadas para demostrar lo que “saben”, pero el arte se ocupa de lo que nadie sabe.

Ediciones El Milagro, Ciudad de México, 2024.

Imagen de portada: I.A. Inteligencia Actoral, montaje en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón, 2024.