panóptico Racismo SEP.2020

Entrevista con Annie Ernaux

Escribir lo inconfesable

Lydia Vázquez Jiménez

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¿Cómo surgió tu vocación de escritora? Considerando que naciste en el seno de una familia humilde y sin una tradición intelectual, ¿fue porque te gustaba la literatura? ¿Se trató de una necesidad? ¿Cuándo y cómo decidiste ser escritora? ¿Cuál fue tu primer libro? ¿Cómo concebiste su contenido y su forma?

No creo en la vocación sino en una sucesión de casualidades: la del nacimiento, los encuentros, lo que te va pasando… Si existiera la vocación de la escritura, ¡resultaría sorprendente que haya sido masculina durante tanto tiempo! Mis padres tenían una cafetería con abarrotes en una colonia popular, lo cual representaba la cúspide para ellos, antiguos obreros que apenas habían asistido a la escuela. Pero yo era su única hija, nacida después de una hermana que murió de siete años; por ello fui muy mimada, sobre todo porque yo era una niña frágil, enfermiza. En cuanto aprendí a leer, los libros fueron mis compañeros; me los compraba mi madre, gran lectora que se preocupaba por la calidad de lo que me regalaba y pedía consejo al librero. Yo era, literalmente, una muchacha ávida de lectura. Aunque empecé a llevar un diario íntimo a los 16 años y a escribir algunos poemas, no sentí la necesidad de escribir una novela sino hasta que cumplí 20. Habían pasado dos años que hasta la fecha me parecen los más negros de mi vida y que narré en Memoria de chica. Esa novela es mi estrella, el faro que me guía. Tardé dos años en empezar a escribirla, el tiempo necesario para obtener mi licenciatura en Literatura francesa y para leer una y otra vez a Flaubert, Virginia Woolf, Lawrence Durrell y algunas obras pertenecientes al nouveau roman que dominaba entonces la escena literaria. Estas últimas me permitieron imaginar una forma en la que podían alternarse recuerdos, sueños, la narración del presente y la representación del porvenir, con el amor imposible como tema principal. El resultado fue una pieza muy abstracta. Dos editores rechazaron mi novela (o ensayo-poema, no sé cómo definirla) que nunca llegaría a ser un libro. No me desanimé, estaba decidida a seguir escribiendo pero en ese momento la casualidad, en forma de encuentro amoroso, estuvo a punto de frustrar toda posibilidad de creación. Casada, con un niño y exámenes que preparar, otro niño y un puesto de profesora… Ocho años durante los cuales la escritura se redujo para mí a intentos durante las vacaciones escolares. Pero esa temporada transformó del todo mi perspectiva y mi proyecto de escritura. En el fondo, a los 20 años yo quería ser escritora y a los 32 lo que deseaba era sacar a la luz algo que quizá no fuera yo la única en poder escribir pero que me resultaba, al menos, un mandato: el paso del mundo popular, en el que crecí, al mundo burgués cultivado gracias a los estudios. Ese lapso de ocho años determinó la temática de mi escritura, íntima y social, que caracteriza Los armarios vacíos, mi primer libro publicado. Es una novela, o por lo menos tiene todas las características del género. La heroína se llama Denise Lesur y recuerda su infancia y su adolescencia mientras aborta en su cuarto de estudiante. Sin embargo, todo se refiere a cosas reales: el café y tienda de abarrotes de los padres, el colegio religioso, también el aborto. No pensaba poder escribir sin la máscara de la ficción. La necesitaba para ejercer la libertad de decirlo todo en el tono que me había venido espontáneamente, es decir, crudo, violento, lleno de ira y burla. La decisión de escribir un libro sobre la vida de mi padre fue lo que me llevó a romper con la ficción… ¡No sabía que sería algo definitivo! La elección de hacer una novela de una vida sometida a la realidad me pareció una traición. La escritura insurgente que había practicado hasta el momento (incluso en La mujer helada) tampoco convenía a mi proyecto de mostrar los hechos sin juzgarlos. En el fondo, dejé bastante pronto de plantearme preguntas sobre la escritura, sobre mi sitio como tránsfuga de clase social en un campo literario dominado por los privilegiados, sobre el sentido y la finalidad de lo que escribo.

Grabado en madera de una mujer que escribe caligrafía. Imagen atribuida a Sukenobu, ca. 1740. Wellcome Collection. CC

La mujer helada es uno de los libros que más éxito ha tenido con el público hispanohablante; sin embargo, a veces no ha sido entendido por ciertas mujeres, ciertas feministas, que ven en esa “mujer helada” un antimodelo. ¿Crees que éste es un libro feminista, y de ser así, por qué?

Escribí La mujer helada para entender cómo, educada por una madre independiente que consideraba que estudiar y tener un oficio eran condiciones para ser libre, me encuentro convertida a los 30 años en una mujer profesionista, sí, pero que se encarga también de todo el aspecto material de la familia que forma con su marido y sus dos hijos. Quería rastrear la fabricación de la desigualdad que hay entre hombres y mujeres a partir de situaciones concretas: de la infancia a la vida en pareja, a la llegada de un hijo. En ese camino iba cuando doy con la religión, el modelo de la mujer burguesa y la interiorización de los códigos masculinos y femeninos, y hasta con la superwoman que todo lo puede de las revistas. En ese sentido el libro es feminista, porque desmonta los mecanismos de la aceptación y de lo que hasta recientemente recibió un nombre: la carga mental, que es la labor que ha tocado a las mujeres, sin importar su estrato social. La narradora del libro no es ni un modelo ni un antimodelo; observa en retrospectiva sus deseos, sus elecciones, su sumisión a un orden favorable a los hombres. Quizás un final como el de Casa de muñecas —Nora abandona a su marido y a sus hijos— hubiera añadido al libro una etiqueta feminista irrefutable. De hecho, había imaginado un final así, pero me pareció artificial.

Has dedicado distintas obras a tu padre, a tu madre, a tu hermana desaparecida. ¿Quién de ellos marcó más tu vida y por qué?

Sin duda mi madre es la que más ha marcado todos los aspectos de mi vida. Durante mi infancia era el modelo absoluto, incluso físicamente. Recuerdo que a los siete años, siguiendo su ejemplo, yo utilizaba ciertas expresiones propias de los adultos, como “Estimo que”. En mi libro sobre ella, Una mujer, escribí que ella era “la Ley”, quien llevaba el mando y quien autorizaba mi forma de ver el mundo, tanto así que me sentía culpable si le ocultaba algo. Lo cual yo hacía, claro está, o la desobedecía sin parar. En mi recuerdo, las madres de mi entorno popular eran más poderosas que los padres y la mía —que dirigía el comercio familiar, iba a ver a mis profesores, consultaba al librero para comprarme los libros— más que ninguna. No pararía de oponerme a ella a partir de la adolescencia, de querer escapar a su mirada, a su vigilancia, de “matarla” en mí, pero hoy sé que esa imposibilidad mía de aceptar la injusticia social, la dominación masculina, me viene de ella. Además de la perseverancia en mi proyecto de escritura. Dicho esto, mi infancia se sitúa en una relación entre tres, incluso entre cuatro. Siempre nos acompañaba la presencia invisible de mi hermana, muerta antes de que yo naciera, de seis años [sic], la niña en el cielo, intocable.

La vergüenza ha sido un motor de tu escritura. Decir, contar la verdad, hablar de esa vergüenza, la vergüenza que genera todo tabú: el origen popular de una persona desclasada, la violación “consensuada”, el aborto, la cohabitación de la vida y la muerte, las relaciones sexuales y el cáncer, la enajenación que conlleva una pasión amorosa. ¿Es eso la escritura para ti? ¿Llegar a decir lo indecible, lo inconfesable?

Hay una diferencia entre lo indecible y lo inconfesable. Algo indecible: no se encuentran las palabras para expresarlo. Algo inconfesable: puede expresarse, con mucha facilidad de hecho, pero hacerlo es exponerse a la vergüenza. Varios de mis libros tienen como punto de partida un hecho que era inconfesable pero que se podía decir en una frase: “Mi padre ha querido matar a mi madre” (La vergüenza), “Estaba enamorada de quien me violó” (Memoria de chica), “Tuve un aborto clandestino” (El acontecimiento) o “Durante un año no hice otra cosa que esperar a un hombre, a que viniera e hiciéramos el amor” (Pasión simple), etcétera. De hecho, lo indecible es lo que me motiva: una vez expresada, lanzada la confesión, explorar qué ha producido la vergüenza, examinar exhaustivamente el territorio de mi vergüenza. De esa forma la transformo en una herramienta, un motor de búsqueda. Escribí al final de La vergüenza que durante mi adolescencia ese sentimiento se convirtió para mí en un auténtico “modo de vida”. Podría decir que, en ciertos momentos, también en una forma de escritura.

Cabaret Voltaire, Madrid, 2015

A menudo te has defendido ante los que definen tu escritura como autoficción. ¿Por qué? ¿En qué medida crees haber evacuado todo rastro de ficción en tus obras y por qué… o cómo?

Yo ubico la diferencia entre la autoficción y lo que escribo en el proyecto y la postura. Mi proyecto es la búsqueda de una realidad contenida en un instante, un acontecimiento que me sucedió, una realidad que excede mi persona y desconozco. No se trata de contar; es más, lo primero que me agobia es la imposibilidad del relato… de la primera noche sexual, del aborto, de la muerte de mi padre, de la vergüenza. Cómo llegar a su núcleo de realidad, ése es el verdadero desafío de la escritura. Echo mano de la memoria, de fotos, de cartas. Reduzco al máximo la parte del imaginario. Invento la forma del libro, la voz del libro, escojo un recuerdo antes que otro, pero no invento escenas, personajes, situaciones. Ese escrúpulo —porque, en el fondo, ¿quién se daría cuenta de la introducción de un hecho imaginario?— debe estar relacionado con mi visión jansenista de la escritura, el lugar donde hacer trampa es inadmisible moralmente…

Desde adolescente escribes un diario íntimo que, junto con las fotos que conservas de las distintas etapas de tu vida, conforman el archivo al que luego das forma literaria en tus obras. ¿Habrías podido ser la escritora que eres sin esa práctica de registro? ¿Qué importancia tiene el diario en tu vida, independientemente de la escritura de tus obras?

Pienso que escribir un diario íntimo no ha incidido en mi deseo de escribir ni en la mayoría de los textos que he escrito. Durante varios años, sólo he escrito esporádicamente en mi diario. Fue a partir de los cuarenta y de los cambios importantes en mi vida personal —divorcio, enfermedad de Alzheimer de mi madre, relaciones amorosas— cuando me puse a escribir mi diario con regularidad. Por otra parte, a diferencia de Virginia Woolf y de otros escritores, el diario no ha sido nunca para mí un laboratorio de escritura. El diario es importante para mi vida, en mi vida, es el lugar donde la deposito con toda su espontaneidad, donde la cuestiono, diría que todavía es donde la resguardo para que no se pierda. Incluso si desde hace treinta años el mundo exterior y la política ocupan cada vez más espacio en mi diario, lo hacen a través de mi mirada, de mi conciencia del momento. Releerlo es sentir mi propia duración, la persistencia de algo que puede denominarse el yo. El diario es la huella de mi existencia, más aún: su prueba. Y el hecho de que no lo piense publicar en vida lo convierte en el lugar donde puedo escribir sobre el mundo en completa libertad. Sin embargo, no puedo decir que no haya ninguna relación entre mi diario y los libros que escribo. Para Pasión simple, El acontecimiento y Los años, me sirvió como “documento probatorio” que me aseguraba la veracidad de mis experiencias y mis pensamientos, a propósito de acontecimientos políticos, por ejemplo. Se convirtió entonces en un instrumento de escritura.

¿Te consideras feminista? ¿Te consideras una persona de izquierda? ¿Crees que tus obras vehiculan, deben vehicular una ideología? ¿Crees que un escritor, una escritora, debe tener un compromiso social visible en su producción literaria?

Apoyé y sigo apoyando las luchas feministas; me considero de izquierda, es decir, coloco en primer plano la lucha contra la injusticia y las desigualdades sociales. Considero que ni un(a) intelectual, ni un(a) escritor(a) pueden mantenerse al margen de la vida política, aún menos si son famosos, su silencio siempre significaría algo así como la aprobación o el desinterés. Dicho esto, los libros no se empalman con las posiciones políticas o feministas de sus autores. A decir verdad, es realmente otra cosa lo que está en juego en la escritura, el origen social, la familia, la infancia, las experiencias sexuales, las lecturas —¡muy importantes!— y a menudo sin que los propios escritores sean conscientes de ello. Cuando a los 22 años apunto “Escribiré para vengar a mi raza”, no se trata de un programa marxista; es la conciencia de siglos y siglos de injusticia, de trabajo y de pobreza, de falta de cultura, de los que provengo. Y ése es el trasfondo de todos los libros que he escrito y que escribiré, ese dolor y esa violencia de mi primer libro publicado, Los armarios vacíos. De la misma manera, es mi cuerpo de chica, de mujer, mi experiencia en el mundo como mujer, el trasfondo de todos mis libros, sean los que sean. Así, por ejemplo, escribí un diario de mis compras en el supermercado de un gran centro comercial, lugar estigmatizado y despreciado por la mayoría de los círculos privilegiados e intelectuales. Fue un medio que usé para mostrar la realidad de un lugar popular, a partir de mi propia experiencia como mujer y como hija de comerciantes.

Mano enguantada que escribe. Wellcome Collection. CC

A menudo has definido tu escritura como socioautobiográfica, para diferenciarla de la escritura puramente autobiográfica. ¿Crees que los lectores puedan identificarse con los temas más o menos inconfesables, tabús, que abordas en tus obras a través de tu experiencia?

La autosociobiografía considera al individuo —ya sea “yo” o “él” en el libro— no como el héroe de una aventura particular, sino como el punto donde se entrecruzan las relaciones sociales, familiares e históricas. Expresado así, quizá suene abstracto, pero quiere decir, por ejemplo, describirse y describir a los otros con la “mirada distante”—la expresión es de Lévi-Strauss— del etnólogo. Hay que contar, pero de tal forma que el análisis se funda en la narración. El ejemplo más reciente que me viene a la mente es, en Memoria de chica, la noche en que, por primera vez, hago el amor con un chico que me obliga (ésa es una anécdota común, no lo que he escrito): el relato y el análisis, la descripción incluso, se confunden en una misma puesta en distancia, cuyo fin es reproducir la despersonalización de aquel momento. Eso es lo que, me parece, posibilita la identificación, más bien diría la “fascinación por lo real” que se desvela ante el lector o la lectora, sin la mediación de emociones exhibidas en el texto, las cuales de hecho harían cortocircuito con las suyas. En cierto modo, soy heredera de los siglos XVII y XVIII franceses…

En este sentido, ¿Los años no es, de alguna manera, el libro que engloba ese proyecto que ha ido construyéndose pieza a pieza, a la manera de un rompecabezas, con los demás libros, hasta llegar a éste, que sería el libro total? Y, si así fuera, ¿cómo y qué seguir escribiendo después de Los años?

Efectivamente, Los años puede parecer la culminación de un proyecto de escritura construido más o menos conscientemente. Con mayor razón porque integro allí guiños a circunstancias y hechos que fueron objeto de otro texto anterior —La mujer helada, La vergüenza, Pasión simple, El acontecimiento— o lo serán: el resumen de Memoria de chica se encuentra al principio de la época De Gaulle. Pero no es exactamente tal cual. Después de mi cuarto libro, El sitio, sobre mi padre, yo tenía 44 años, estaba separada de mi marido, mis dos hijos tenían quince y diecinueve años. Realmente me siento a la mitad de la vida y tengo la conciencia muy aguda de estar viviendo en un mundo radicalmente diferente al de mi infancia en la posguerra. Como mujer primero, la anticoncepción, el aborto, la desestigmatización del divorcio, la pérdida de poder de la religión (tan presente en mi infancia) han cambiado mi condición vital. Aunque en 1985 todavía no había ordenadores individuales, ni internet, etcétera, vivíamos en una sociedad que evolucionaba muy deprisa, en especial en el ámbito del consumo. Tengo el deseo y la idea de un libro que integrara la historia de una mujer, la mía, en la Historia. El primer título que se me ocurre es Generación. Pero por más que busco la estructura, la forma de un libro así, reflexiono muchísimo sobre ello, no encuentro nada. Durante quince años escribo otros libros, breves y densos, sin dejar de trabajar en la forma de esa “suma” —por el número de años que abarca— íntima e histórica. Hasta 2002 no me decido a proseguir en la forma en la que en que se lee hoy. Cada libro que he escrito ha influido en el siguiente, a causa de Los años no escribí Memoria de chica en primera persona sino con “ella” y “yo”. Y lo que me condujo durante toda la escritura de Los años —es decir, el paso del tiempo, de las vidas y de las cosas— sigue haciéndolo en lo que escribo actualmente.

En 2019 estuviste en México, con tus editores españoles y conmigo, tu traductora al español. ¿Puedes contarnos si ese viaje fue importante para ti y por qué?

Ese viaje a México es, en primer lugar, un sueño de juventud hecho realidad. Una película, Los orgullosos, rodada en México con Gérard Philippe y Michèle Morgan, despertó en mí a los quince años el deseo de hallarme un día en medio de esa atmósfera de calor tórrido, de bullicio de una fiesta incesante.

Fotograma de Yves Allégret, Les orgueilleux, 1953

A los veinte años fue un libro el que me enamoró, escrito por D. H. Lawrence, La serpiente emplumada. Una novela muy extraña, poética, fruto de la estancia de Lawrence en México junto a su mujer, que tiene en el centro el culto al dios azteca Quetzalcóatl. He llevado dentro de mí ese México imaginario durante décadas y por fin el invierno pasado pude ver el México real contigo y con mis editores españoles. En Guadalajara, pero sobre todo en la Ciudad de México, descubrí la densidad humana, la efervescencia, una intensidad vital en la que yo —originaria de una región francesa caracterizada por su carácter reservado, Normandía— sentía que desaparecía, absorbida, fundida en algo que percibí como la vida llevada a una incandescencia tal que la acercaba a la muerte, que de hecho se hacía presente por todas partes: en las representaciones religiosas católicas pero también como temor difuso, lugares a los que sólo puedes ir bajo tu propio riesgo, feminicidios en los que no dejaba de pensar. Puedo decir que para mí fue muy importante encontrarme con Guadalupe Nettel, de quien había leído dos libros antes de ir. Su presencia en una cena fue un hito, aunque, al final no pudiéramos conversar mucho. Resulta difícil de explicar, pero hoy México sigue vivo en mi imaginario a través de textos como los suyos, El cuerpo en que nací y El matrimonio de los peces rojos.

Imagen de portada: Annie Ernaux en la 30° Feria del libro de Brive-la Gaillarde. Fotografía de Babsy, 2011. CC