1/ Durante un tiempo de vida quizá demasiado largo fui, lamentablemente, una estudiante ejemplar. Luego ya no lo fui, al menos no desde la perspectiva de los patrones escolares establecidos. Intuyo que volví a nacer una noche, casi madrugada, cuando decidí abandonar mi tesis de licenciatura en la página 143. Momento extraordinario y convulso en el que comencé a convertirme en la persona que ahora soy. Después de haber sido esmerada hasta el desfallecimiento, racional y disciplinada, provista de una excesiva autoexigencia intelectual; después de haber incorporado todos los valores de lo que Paulo Freire llamó, desde una perspectiva crítica, la educación “bancaria” (estudiantes que consumen información almacenada para después), con su sistema de competencia individual (siempre la primera de la clase), sus saberes cuantificables y colonizados (inglés y computación para un futuro de ensueño), sus prestigiosos premios y concursos (declamación y oratoria en el haber), ¿cómo me atreví a semejante derroche, desertar de la noche a la mañana a todos mis réditos escolares? Quería ser escritora y, en el fondo, temía quedar atrapada para siempre en los pasillos universitarios, replicando dócilmente, como había hecho hasta entonces, una idea instituida del saber. Después de todo, mi madre y mi padre me habían acercado desde muy pequeña a los libros, estimulando mi avidez por el aprendizaje, siempre lejos de lo que consideraban “la constreñida vida doméstica” a la que habían sido sometidas las mujeres durante siglos. Pero yo deseaba, además, escribir al lado de otras y otros, ensayar colectivamente distintas formas de vida posibles. Algún efecto debieron de tener en mí los cantos anarquistas que me compartía mi padre en un viejo tocadiscos los sábados por la noche. ¡Ni Dios ni amo! No es extraño que, con semejantes estímulos (tan contrarios al profuso adiestramiento que cargaba en la mochila), decidiera en cierto momento ir en busca de mi propio deseo (una afirmación de autonomía, una forma de llegar a ser) y me entregara a la inmensa alegría de caminar sin rumbo, con Emma Goldman bajo el brazo, por las calles congestionadas de la ciudad, durante derivas cada vez más prolongadas. Para escribir no me bastaba pensar el mundo, deseaba tocar sus intensidades con el cuerpo, atravesarlo y dejarme atravesar por él, expuesta a mí misma y a los otros, en circunstancias más concretas que aquellas que me ofrecían las aulas y los libros. Deseaba implicarme. Fue así que la pedagogía de la deambulación me jubiló prematuramente de la academia, mientras dedicaba cada vez más tiempo e intención a la educación no formal, una educación sin horarios ni currícula obligatoria, sin muros ni jerarquías del conocimiento, enclaves de autoformación donde el aprendizaje era entendido como un proceso hospitalario y recíproco, un proceso común.
2/ Si la escuela es el lugar donde se producen y transmiten las visiones de mundo, ¿cuántas escuelas del rendimiento (donde se enseñan las formas de dominio y las técnicas de servidumbre adaptativa para el trasiego laboral) se harían cargo hoy del horizonte insoslayable al que nos han conducido, de este colapso planetario, con su destrucción permanente de formas de vida, sus despojos territoriales y sus ondas expansivas de violencia y existencias precarias? ¿Qué pedagogías otras nos acompañarán para enfrentar las pedagogías del colapso, la sofocación y el no-futuro?
3/ En su libro Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg, 2020), la filósofa catalana Marina Garcés escribe que la educación es el lugar donde se acoge la existencia y, también, un campo de batalla donde la sociedad reparte, de forma desigual, sus futuros.
¿De qué sirve saber cuando no sabemos cómo vivir? ¿Para qué aprender cuando no podemos imaginar el futuro? ¿Cómo queremos ser educados?
En esta última pregunta hay un giro radical. Frente a la creciente dificultad de imaginar un futuro compartido, Garcés propone “situarse en el lugar del aprendiz”. Pero el aprendiz no es simplemente un estudiante, no se trata de poner al alumnado en el centro, sino de las relaciones de aprendizaje que se establecen bajo una alianza en la mutua convivencia. Se trata de “desescolarizar la sociedad”, como propuso Iván Illich en los años setenta, para romper con la parálisis de la imaginación social.
4/ Parece que no podemos perder más el tiempo, porque la velocidad nos ha declarado la guerra. Pero la imaginación necesita, precisamente, tiempo. Quizá podríamos empezar por imaginar una escuelita de la lentitud, unas pedagogías sin precipitación, un espacio sin ansiedades, sin estrés, sin fechas límite, sin producto final, sin meta prefigurada. Una escuelita a la intemperie que avance o retroceda al ritmo de una caminata a pie, atenta a los sonidos de los árboles mecidos por el viento. Porque un árbol es, después de todo, “tiempo hecho visible” (Francis Hallé). Una escuelita bajo el árbol para hacernos tiempo sería, entonces, el lugar más propicio para repensar la escuela en su acepción original: del latín schola, y este del griego scholḗ; propiamente “ocio”, “tiempo libre”. El árbol podría ser nuestro primer maestro. De eso habla Leanne Betasamosake Simpson en su hermoso texto, “La tierra como pedagogía”,1 al recordar una historia del pueblo Mississauga Nishnaabeg, al que pertenece. Kwezens (“mujer pequeña”, “niña”) sale un día a caminar por el bosque de arces para juntar leña, mientras siente el primer calor de la primavera en las mejillas. Está contenta. Después de un rato, se sienta bajo la sombra de un arce para “estirarse y tal vez descansar un poquito y tal vez juntar la leña en un ratito”. De pronto, en la cima del árbol, aparece una ardilla roja muy ocupada en roer y chupar, roer y chupar, una corteza. “MMMmmm, eso debe estar rico”, piensa la niña. Entonces hace un hoyo en ese árbol y hace una pequeña canaleta para que corra el agua dulce de la corteza y luego la lleva a su mamá, quien cree cada palabra de su aventura y vuelve al día siguiente con todas las madres y tías para recolectar un poquito del agua dulce que la niña descubrió gracias a la ardilla, el árbol y el descanso. Dice Betasamosake que esa es una de sus historias favoritas de aprendizaje, “porque en ella no sucede nada violento”. Una historia tan distinta a toda su educación, desde preescolar hasta el posgrado, en la que tuvo que lidiar con la agenda y la pedagogía de alguien más. Qué contraste, pienso ahora, entre esta historia y la de aquel día en que invitaron a Ronald Reagan, cuando era presidente de Estados Unidos, a ver las secuoyas de California, que se encuentran entre los árboles más longevos del mundo: “Vista una, vistas todas”, dijo velozmente y se fue. Así habla la escuela del rendimiento, para la cual los bosques son un mapa liso, legible: un yacimiento de biomasa, una zona de desarrollo futuro, un mito recreativo para el turismo, montañas y mesetas introducidas en el orden general de la economía. Es la historia de los colonos que se apropian de la práctica nishnaabeg y producen cada año toneladas de miel de maple comercial.
5/ Una escuelita bajo el árbol es un espacio contrapedagógico, un lugar donde otra sensibilidad toma cuerpo. Nos recuerda, como ha escrito Taniel Morales, que “la enseñanza y el aprendizaje no son propiedad de la institución, sino pulsiones básicas de la vida. Todo aprende”. Una pedagogía de la tierra es, también, una trama oral y comunitaria donde se desafían las reglas de operación del pensamiento hegemónico y sus proyectos de muerte. En ella no se habla del mundo como ese objeto que se observa desde arriba, desde los satélites o las élites, sino como una relación con el bullicio de la tierra, la medicina de las plantas, los ciclos de siembra y cosecha. La escuela de raíz occidental es una escuela desgajada. Es pura separación: entre humanos y naturaleza, mente y cuerpo, teoría y práctica, intelecto y emoción. Al explicar el mundo solo a través de la realidad científica, reproduce incesantemente una racionalidad instrumental, donde han quedado rotos todos nuestros vínculos con la comunidad viviente. Encerrados entre cuatro paredes o mirando la Tierra detrás de la pantalla, ¿qué bosques distantes estaríamos dispuestos a honrar y defender?
6/ En Un mundo ch’ixi es posible (Tinta Limón, 2018), Silvia Rivera Cusicanqui habla de “la larga cadena de desprecios coloniales que presupone la ‘ignorancia del indio’ y se filtra por los poros de lo cotidiano para erigir los muros del sentido común”; esa diversidad de lenguas y epistemes, esa relación de mutua convivencia, donde mujeres y hombres crían las plantas y cuidan los ríos, pero también se sienten criados por ellos, han sido enterradas, consideradas incompetentes, poco sistemáticas o jerárquicamente inferiores al conocimiento científico, mutilando en nosotros aprendizajes vitales. En este desgajamiento, en este epistemicidio, también se han pauperizado los saberes del cuerpo y se han instituido sus distintos disciplinamientos, impidiendo en todo momento imaginar y reconocer formas de vida distintas a la lógica del desarrollo capitalista. Este desarraigo es también una desposesión ética, la diferencia entre tener un medio ambiente y habitar un mundo. ¿Es posible recrear los vínculos con el monte, esa imbricación entre una forma de vivir y una forma de luchar, de defender la tierra, fuera de los contextos comunales y agrofestivos que los mantienen vivos? ¿Esos saberes pueden filtrarse entre las grietas del asfalto urbano sin que nos apropiemos de ellos de un modo extractivista, simulado o impracticable? Cusicanqui sugiere que en nuestra realidad abigarrada, llena de complejidad, tensión y diferencias, una pedagogía ch’ixi es posible. Un aprendizaje, dice con Jacotot,2 de la “igualdad de inteligencias”. Ch’ixi se refiere, literalmente, al gris jaspeado, formado a partir de infinidad de puntos negros y blancos que se unifican para la percepción, pero permanecen singulares. Se trata de una metáfora que Cusicanqui usa para reconocerse como una mujer con manchas aymaras y occidentales. La aprendió de un escultor aymara,
hablando de animales como la serpiente o el lagarto, que vienen de abajo, pero también son de arriba, son masculinos y también femeninas, tienen una dualidad implícita en su constitución.
Lo ch’ixi no habla de fusión o hibridez. No niega una parte ni la otra, ni busca una síntesis o conciliación imposible, sino que admite la permanente lucha, en nuestra subjetividad, entre lo occidental y lo que no lo es. Lo ch’ixi como una fuerza descolonizadora de los saberes.
7/ En todas partes hay pueblos y fuerzas vivas que resisten a la equiparación integral que produce la escuela del rendimiento. Desde la escuelita zapatista hasta la Unitierra en Oaxaca, desde El Tambo del Colectivo Chi’xi en Bolivia, hasta la Preparatoria Comunitaria José Martí en Ixhuatán, desde la Universidad Popular de Caen hasta La Madriguera en el Bosque, enclavada en Cerdeña. Están en los grupos de estudio autogestionados, los círculos de lectura feministas, los enclaves anarquistas de autoformación. Son escuelas de aprendices, en el sentido de Garcés, donde se recupera la potencia, el goce y la complejidad del hacer juntos, y la pregunta a resolver es qué tipo de interdependencias sostienen el entramado de un planeta inevitablemente compartido. Escuelas chi’xi de saberes entreverados, donde se recrea la “igualdad de las inteligencias” y el saber de archivo convive con el sabor de la cocina o el cultivo del huerto. Escuelas emboscadas, que son también colectividades resistentes, donde la defensa de los bosques es una política necesariamente existencial, irreductiblemente cercana. Como sugería Foucault, ahí se fortalece y profundiza la insurrección de los saberes sometidos: su existencia misma fisura los muros del sentido común imperante y desafía las promesas de un colapso inescapable.
8/ Me han preguntado cómo me gustaría que fuera la escuela, cómo imagino la escuela por venir. Pienso en una escuelita para desaprender el ímpetu loco de hacer y hacer. Una escuelita de la escucha, el cuidado y los afectos, es decir, de unos cuerpos que se dejan afectar por otros. Una escuelita donde los maestros no dominan a sus discípulos, sino que les enseñan, ante todo, a liberarse de ellos. Una escuelita antipatriarcal, donde no tienen cabida las pedagogías de la crueldad. Una escuelita de la contemplación, pero también de la piel y la sensorialidad en contacto con lombrices y musgos. Una escuelita de la complicidad gozosa en el hacer y el no hacer, en el saber y el no saber, en la alternancia de los ritmos y la respiración común. Una escuelita que nos devuelva el sueño y la posibilidad de dormir. Una escuelita para bailar la teoría, porque pensamos con todo el cuerpo. Una escuelita jamás inmovilizada en un trazado definitivo, sino en devenir permanente. La escuelita que imagino está fuera de la Escuela y ya existe, está en muchas partes. Se trata de escuelas concretas, aquí, ahora, y no de deseos de una escuela distinta para un mañana improbable. Son las escuelas del afuera, del desajuste y la fisura, donde las raras, las inadaptadas, las ingobernables, las respondonas y todas las que entran en conflicto con las estructuras establecidas y sus desigualdades nos encontramos para defender nuestro derecho al futuro.
Imagen de portada: ©Mai Trung Thu, Joven acostada, 1966. Artvee
Leanne Betasamosake Simpson, La tierra como pedagogía: inteligencia nishnaabeg y transformación rebelde, Sol Aréchiga Mantilla (trad.), Taller de Ediciones Económicas, CDMX, 2022. Publicado originalmente como “Land as pedagogy: Nishnaabeg intelligence and rebellious transformation”, Decolonization: Indigeneity, Education & Society, 2014, vol. 3, núm. 3, pp. 1-25 [N. de los E.]. ↩
Jean Joseph Jacotot (1770-1840) fue un pedagogo francés que defendió la idea de “emancipar las inteligencias”. Su “método” establece que cada persona puede aprender por sí sola, de manera que el maestro no debiera centrarse en la transferencia de saberes, sino limitarse a incentivar el interés y la atención de los alumnos [N. de los E.]. ↩