En la historia de la lengua de señas predominan los nombres franceses y estadounidenses. Gran parte de los referentes galos pertenecen a la “Ilustración sorda”, que de 1760 a 1880 se caracterizó por un rico debate pedagógico sobre los métodos educativos de esta comunidad. El otro gran hito sucedió en 1960 del otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, cuando se reconoció oficialmente a la seña como una lengua natural, completa y autónoma. Fuera de estos dos momentos históricos existen figuras cuyas obras han permanecido en los márgenes de la gran narrativa. Ese es el caso de John Bulwer.
Se sabe poco de su vida. Nació en Londres en 1606 y ahí mismo murió cincuenta años después. Hijo de un boticario, heredó el negocio familiar, en el cual trabajó durante algún tiempo. Hay quien dice que alrededor de 1620 fue un estudiante no matriculado en la Universidad de Oxford, y que tuvo una esposa y una hija adoptada, Chirothea Johnson, quien era sorda. Se especula que su nombre remite a la palabra griega para mano (kheir) y fue usado para describir a una persona que hace señas con las manos. La conjetura sobre el nombre de Chirothea no es nimia y nos invita a sumergirnos en el trabajo intelectual de su padre, prolijo en comparación con las escasas notas biográficas que nos han llegado sobre él.
Bulwer es el creador de lo que él mismo denomina como una “filosofía corporal”, cuyo objetivo es demostrar que los sistemas de signos producidos por el cuerpo en movimiento son un medio de expresión humana a la par —y en ocasiones mejor— que el que usa la voz como vía. El autodenominado quirósofo (chirospher, en inglés), estudió el movimiento corporal expresivo. A lo largo de varios tratados desarrolló una innovadora e inclusiva teoría sobre los gestos y el sistema comunicativo de las personas sordas que le permitió sentar las bases de la primera escuela para esta comunidad en Europa. Sin embargo, fue casi un siglo después que dichas escuelas, productos de la visión pionera de Bulwer, se materializaron y se volvieron toda una institución por primera vez en Francia, bajo la dirección de Charles-Michel de l’Épée.
La propuesta de Bulwer destaca por la distancia crítica que toma con respecto a la cosmovisión de su época, que juzgaba la comunicación verbal como un signo natural de la inteligencia humana y, por tanto, consideraba como seres inferiores, incultos, anormales o enfermos a quienes fueran incapaces de comunicarse por este medio. Esta idea parte de un planteamiento añejo incluso para el siglo XVII, presente en textos clásicos de la cultura occidental, como la Política de Aristóteles, donde se esgrime la famosa fórmula zoon logón échon para definir al ser humano: una frase que remite a un “animal racional” pero que, al pie de la letra, nombra a un animal hablante.1 La phoné, y más concretamente la phoné semantiké, como especifica Aristóteles, remite a una voz que puede ser escuchada y simultáneamente comprendida. Esa función intelectual está presente en los seres humanos, pero no en el resto de los seres vivos, entre los cuales hay algunos que pueden emitir sonidos mas no palabras que representen ideas. Según Aristóteles, este es el caso de los animales, las personas sordas y las niñas y niños —de ahí la palabra infante: in- (sin) y -phoné (voz)— , para quienes es imposible articular un habla. Bulwer, contrario a este planteamiento, defiende que las personas sordas son intelectualmente tan capaces como las oyentes, pues para él la sordera no es una privación, sino una variación natural que, si se logra comprender, puede enriquecer la vida tanto de señantes como de oyentes.
Esta idea aparece en su primer libro, Quirología o el lenguaje natural de la mano (1644), donde a partir de una analogía entre la voz y la mano describe a la última como un medio útil para “presentar las facultades significantes del alma y el discurso interior de la razón”, una especie de “lengua otra, que podemos llamar portavoz del cuerpo”. Para probar esta tesis, Bulwer remite al caso de las personas sordas, a quienes considera seres aptos para argumentar retóricamente con gran “elocuencia muda” a través de sus señas.2 El ejemplo le sirve al quirósofo para afirmar que no hay ninguna “ley nativa” ni “necesidad absoluta” que determinen que los pensamientos deban comunicarse a través de palabras, pues mediante una observación minuciosa comprobó que entre la comunidad sorda hay un sentido de “justicia, compañerismo, buena voluntad y afecto… capaz de expresar su deseo de honor, generosidad, sagacidad industriosa, coraje, magnanimidad, su amor y temor”. Sus gestos, concluye, “comunican sus pensamientos”.3
Para Bulwer, la seña y la voz son comparables en sus rangos expresivos, pero gozan de una aceptación diferenciada en los ámbitos de la cultura y el derecho, lo cual debe remediarse. Una de las vías para mitigar esta disparidad es su trabajo iconográfico. Sus ilustraciones registran diversas señas empleadas por la comunidad sorda, a las que les atribuye un significado, formando así alfabetos manuales del lenguaje corporal. Su investigación, estética y conceptualmente rica, hoy es considerada la primera proto-descripción de la Lengua de Señas Británicas (LSB), que no comenzaría a documentarse de manera sistemática hasta dos siglos después.
En los años posteriores a la publicación de Quirología, Bulwer conoció a los hermanos sordos Edward y William Gostwick, quienes le permitieron confirmar y ampliar sus investigaciones en Philocophus, o el amigo del sordomudo (1648). En este tratado afirma que la lengua que los Gotswick usan debe analizarse para dar razón de los diversos “dialectos corporales” y las “etimologías musculares”, y así comprobar una tesis ya expuesta: a pesar de que las personas sordas no expresen sus “mentes en esos verbosos artificios de la invención humana”, eso no significa que “no quieran hablar”, puesto que para hacerlo tienen el “cuerpo entero como lengua” y con ello son portadoras de un lenguaje tan complejo como el de la voz.4 Esta apreciación lleva a Bulwer a estipular que todo discurso está invariablemente unido a la motricidad: hablar no es otra cosa que combinar ciertos movimientos de la boca, la lengua y los labios. Por ello, en casos como el de las personas sordas no es necesario tener una voz, pero sí cierto movimiento. La elocución, nos dice, también puede materializarse a través del silencio. Así, en pleno siglo XVII, el quirósofo ofrece una interpretación que, más allá del enfoque patológico típico de su época, acepta la sordera como una variación natural del cuerpo humano, adelantándose a lo que ahora llamamos biodiversidad o diversidad lingüística.5
Bulwer no solo teoriza sobre la situación de las personas sordas, sino que también ofrece herramientas prácticas para favorecer su desarrollo. Una de ellas es el llamado arte de la “audición ocular”, a través del cual es posible entrenar la mirada para percibir el movimiento del cuerpo de quien habla y comprender lo dicho sin necesidad de escuchar lo pronunciado. El reconocimiento de la dimensión motora del habla oral lleva a Bulwer a afirmar que los sentidos del cuerpo son interdependientes y compensatorios, es decir, que pueden ayudarse mutuamente, y por ello la naturaleza humana es capaz de “reparar una falta”, ya que “lo que quita en algunos de los sentidos, lo permite, y lo recompensa en el resto”.6
El plan educativo de Bulwer pretende mejorar la posición de las personas sordas en diferentes ámbitos, principalmente en el legal, permitiéndoles así una mayor integración social. El quirósofo explica que la supuesta ausencia de lenguaje atribuida a esta comunidad impulsó una serie de medidas legales en los tribunales civiles, donde solían declararse nulas sus capacidades y dictar embargos de bienes y restricciones de privilegios a individuos que ante la corte deberían tener una condición libre y ser juzgados en igualdad de derechos a las personas oyentes.7 Para Bulwer era posible erradicar este tipo de discriminación y violencia de derechos a través del estudio de las lenguas de señas.
Tras su muerte en 1656, sus tratados circularon en Inglaterra sin mucha resonancia. En las grandes narrativas sobre el desarrollo y reconocimiento de la seña, su figura ha quedado eclipsada por la de John Wallis (1616-1703) en el contexto inglés, o Pierre Desloges (1747-1792) y Roch-Ambroise Auguste Bébian (1789-1839) en el ámbito francés. Hoy podemos reivindicar la propuesta bulweriana reconociendo su visión pionera, orientada a una comprensión inclusiva de formas de comunicación distintas a las orales. Su interpretación de la sordera, ajena al enfoque patológico, lo acerca a teorías contemporáneas que abogan por referirse a una “ganancia de sordera” (deaf gain, en inglés) en contraposición a una “pérdida de la audición” para invertir el enfoque negativo de esta característica física.
Imagen de portada: Ilustración de Chirologia, or The Natural Language of the Hand, 1644. Folger Digital Image Collection
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Adriana Cavarero, For More Than One Voice. Toward a Philosophy of Vocal Expression, Paul A. Kottman (trad.), Stanford University Press, Stanford, 2005, p. 34. ↩
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John Bulwer, Chirologia, or, The Naturall Language of the Hand, T. Harper, Londres, 1644, p. 5 (La traducción de las citas de Bulwer fue realizada por la autora del texto). ↩
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Ibid., pp. 6-7. ↩
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John Bulwer, Philocophus; or, The Deafe and Dumbe Man’s Friend, Humphrey Moseley, Londres, 1648, A4. ↩
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Elizabeth B. Bearden, Monstrous Kinds. Body, Space, and Narrative in Renaissance Representations of Disability, University of Michigan Press, Ann Arbor, 2019, p. 88. ↩
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Bulwer, op. cit., p. 171. ↩
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Ibid., p. 103. ↩