La Ley Revolucionaria de Mujeres: una justicia nueva para las indígenas

EZLN / dossier / Diciembre de 2023

R. Aída Hernández Castillo

La Ley Revolucionaria de Mujeres, promulgada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hace casi treinta años, se ha convertido en un símbolo de las luchas por una vida digna. Durante tres décadas, las indígenas de todo el continente han hecho eco de las demandas zapatistas, reclamando los derechos colectivos y territoriales que les corresponden como integrantes de sus pueblos, pero también sus derechos específicos como mujeres frente a las autoridades comunitarias y ante el Estado patriarcal. La Ley Revolucionaria de las Mujeres fue un parteaguas para los feminismos que se vieron interpelados por sus demandas antirracistas, anticapitalistas y antipatriarcales. Por eso hemos visto surgir en las Américas feminismos que, adjetivándose de distintas maneras —descoloniales, comunitarios, territoriales, etc.—, han puesto en el centro la defensa de la “casa común” desde una visión que confronta las perspectivas del derecho liberal.

Fila para elegir delegadas en el Encuentro Zapatista de 1996. Fotografía de Julian Stallabrass.Fila para elegir delegadas en el Encuentro Zapatista de 1996. Fotografía de Julian Stallabrass.


Una ley revolucionaria por y para las mujeres

La inclusión de las mujeres en el discurso “oficial” zapatista contribuyó a legitimar sus exigencias dentro de la agenda nacional del movimiento. Además, la importancia numérica y política de las mujeres indígenas al interior del EZLN llamó la atención desde su aparición pública en 1994. Varias estuvieron al frente de la toma de presidencias municipales, y algunas —como las comandantas Ramona, Trini y Andrea y la teniente Ana María— se convirtieron muy pronto en símbolos de resistencia. Su participación en la dirigencia guerrillera contrasta con otras experiencias revolucionarias en América Latina, pero la principal diferencia es que sus demandas de género se incorporaron a través de la Ley Revolucionaria de Mujeres. En la academia, el periodismo y el activismo se ha escrito mucho sobre el contenido y el impacto de esta ley, aunque el subcomandante Marcos fue el primero en describir a detalle el origen del documento en el marco del primer levantamiento zapatista:

Susana, tsotsil, está enojada. Hace rato la burlaban porque, dicen los demás del CCRI,1 ella tuvo la culpa del primer alzamiento del EZLN, en marzo de 1993. “Estoy brava”, me dice. […] “Los compañeros dicen que por mi culpa se alzaron los zapatistas el año pasado.” Yo me empiezo a acercar, cauteloso. Después descubro de qué se trata: en marzo de 1993, los compañeros discutían lo que después serían las Leyes Revolucionarias. A Susana le tocó recorrer decenas de comunidades para hablar con los grupos de mujeres y sacar así, de sus pensamientos, la Ley de Mujeres.2

​ La citada ley consta de diez puntos, entre los que se encuentran el derecho de las mujeres indígenas a la participación política y a ocupar puestos de dirección, a una vida libre de violencia sexual y doméstica, a elegir con quién casarse, a decidir cuántos hijos tener y cuidar, a un salario justo y a buenos servicios de salud y educación, entre otros. Aunque esta ley no es conocida a detalle por todas las indígenas de México, ha ayudado a crear lo que Karl-Werner Brand llama un “clima cultural” que permite desnaturalizar la desigualdad porque “genera una sensibilidad específica para unos u otros problemas, estrecha o ensancha el horizonte de lo que parece social y políticamente viable, determina las pautas de comportamiento político y de estilo de vida, y encauza las energías psicosociales hacia afuera, la esfera pública, o hacia adentro, la esfera privada”.

​ A raíz de este clima cultural, muchas organizaciones indígenas en México empezaron a integrar en sus espacios de reflexión colectiva el tema de las desigualdades entre hombres y mujeres: el argumento de que no era posible luchar por la justicia para los pueblos indígenas, mientras cotidianamente se les daba un trato injusto a las mujeres, empezó a enarbolarse en sus encuentros regionales y nacionales. Más aún, la influencia del zapatismo y de esta ley se reflejó en la construcción de un movimiento de mujeres indígenas en diversas regiones del país, que empezaron a levantar sus voces no solo para apoyar las reivindicaciones de sus compañeros o representar los intereses de sus comunidades, sino para exigir respeto a sus derechos específicos como mujeres. Mientras luchaban por la tierra y la democracia, empezaron a exigir relaciones más democráticas al interior de la familia, la comunidad y las organizaciones.

​ El surgimiento de este nuevo movimiento es el resultado de un largo proceso de organización y reflexión entre las zapatistas y las no zapatistas que también han estado involucradas. En ese sentido, el fenómeno migratorio, los grupos religiosos, las organizaciones feministas no gubernamentales e inclusive los programas oficiales de desarrollo han influido en la manera en que las y los indígenas han reestructurado sus relaciones al interior de la unidad doméstica y replanteado sus estrategias de lucha. Aunque aún no existe un movimiento nacional unificado de mujeres indígenas —y mucho menos un feminismo indígena nacional—, las zapatistas, en contubernio con integrantes de organizaciones de mujeres indígenas en todo el país, nos obligan a reconocer que las luchas contra el racismo, el sexismo y la explotación económica pueden y deben ser complementarias y simultáneas.


Las mujeres indígenas frente a las políticas de reconocimiento cultural

En varias regiones de América Latina las indígenas se están apropiando de los discursos globales sobre los derechos de las mujeres, al tiempo que defienden el derecho de sus pueblos a mantener sus propios espacios de justicia comunitaria y, en un sentido más amplio, su autonomía política y territorial. Desde hace tiempo hay un nuevo contexto que reconoce el carácter “multicultural de la nación” que ha llevado a los pueblos indígenas a reflexionar, teorizar y sistematizar sus prácticas culturales. Al debatir y replantear cómo se entienden la cultura y la tradición, los géneros están negociando estas y otras definiciones.

​ Al respecto, muchas feministas liberales argumentan que el reconocimiento del derecho indígena representa un retroceso para los derechos de las mujeres. En México se han polarizado la postura feminista y la del movimiento indígena; las diferencias se profundizaron en las últimas tres décadas a raíz de que el zapatismo planteara la necesidad de una reforma constitucional que reconociera los derechos autonómicos de los pueblos indígenas. Entonces un sector importante del feminismo liberal del país hizo alianzas con los grupos liberales antiautonómicos para alertar sobre los peligros para las indígenas si se reconocieran los derechos colectivos de sus pueblos.

​ Los procesos de “creatividad política” que he mencionado confrontan esas críticas feministas, pues las indígenas han demostrado que trabajan al interior de sus comunidades para lograr una transformación cultural de género. Más aún, en esta encrucijada política, las propias mujeres indígenas organizadas nos han dado pistas para repensar las demandas de sus pueblos desde una perspectiva no esencialista: sus teorizaciones sobre la cultura, la tradición y la equidad de género se encuentran en los documentos zapatistas, en las memorias de sus encuentros y en sus discursos públicos. Además, ellas nunca pidieron la “protección” de los intelectuales liberales ni del Estado —que en el fondo busca limitar la autonomía de los pueblos—. Por el contrario, han reivindicado el derecho a la autodeterminación y a la cultura mientras luchan al interior del movimiento indígena por redefinir los términos en los que se entienden sus tradiciones y costumbres, de modo que puedan participar activamente en la construcción de los proyectos autonómicos, así como reconstituir los espacios de justicia propia.

​ En específico, las mujeres indígenas están replanteando las “tradiciones y costumbres” en los reglamentos comunitarios que rigen la justicia. En distintas partes del país, sus procesos organizativos las han llevado a incidir y participar de manera directa en los espacios de justicia comunitaria. Por ejemplo, en las regiones autónomas zapatistas en Chiapas, en las comunidades de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) en Guerrero, en el Juzgado Indígena de Cuetzalan, Puebla, o en las asambleas comunitarias del pueblo mixe o ayuujk en Santa María Tlahuitoltepec luchan por reelaborar los reglamentos comunitarios e incluir sus derechos como mujeres en la formulación del derecho indígena. Si bien se trata de experiencias incipientes y, por lo tanto, no es posible extender el análisis a todas las regiones indígenas de México, tienen una importancia simbólica en los nuevos discursos e imaginarios sobre el derecho indígena y son parte de lo que hemos llamado el nuevo constitucionalismo transformador. 3

Segundo Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan. Caracol Morelia, Chiapas, diciembre de 2019. Fotografía de © Carolina E. Díaz ÍñigoSegundo Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan. Caracol Morelia, Chiapas, diciembre de 2019. Fotografía de © Carolina E. Díaz Íñigo


La justicia autónoma de las comunidades

Los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996, sentaron las bases para la creación de regiones autónomas de facto, es decir, no tienen reconocimiento legal por parte del Estado mexicano, pero han sido toleradas, ignoradas o reprimidas por los distintos gobiernos de las últimas décadas. Las nuevas estructuras y normatividades de la justicia zapatista se consolidaron como sistema autónomo en ese año. Más adelante, en 2001, el Congreso de la Unión aprobó una nueva reforma constitucional, conocida como Ley de Derechos y Cultura Indígena, que recogió algunos aspectos de los acuerdos de forma sumamente diluida, pero en esencia violó lo pactado entre el EZLN y el gobierno federal en cuanto a los derechos a la autonomía territorial y el manejo de sus recursos naturales. Después de una intensa lucha, que incluyó marchas, foros y encuentros nacionales, y ante el desencanto que ocasionó aquella ley indígena limitada —considerada una traición de la clase política mexicana—, el movimiento continuó con su propio proyecto autonómico en los márgenes del Estado.

​ En 2003 se reestructuró la autonomía zapatista al separar a las autoridades militares de las civiles y mejoró la coordinación entre las regiones con la creación de cinco Caracoles, unidades administrativas que integran a los municipios autónomos y que tienen como máxima autoridad a las Juntas del Buen Gobierno. Así, los zapatistas le han disputado el poder al Estado impartiendo justicia no solo para sus bases de apoyo, sino para la población no zapatista que recurre a ellos.

​ Los ancianos tienen un papel muy importante como consejeros en conflictos intracomunitarios, pero la máxima autoridad sigue siendo la asamblea. La Comisión de Honor y Justicia complementa los espacios de justicia en este sistema autónomo. Si los problemas no se pueden resolver a nivel comunitario, pasan a esa comisión, integrada por hombres y mujeres de las bases zapatistas.

​ Es ahí donde la participación de las mujeres ha cambiado las dinámicas previas. Aunque para muchas participar supone un reto porque no están acostumbradas a hablar públicamente y a pesar de que los espacios de justicia comunitaria siguen marcados por ideologías sexo-genéricas que las excluyen de la toma de decisiones políticas, las zapatistas de las nuevas generaciones se han amparado en la Ley Revolucionaria de Mujeres para pugnar por más participación y por otro tipo de procesos conciliatorios en los que sus voces puedan escucharse. Al respecto, el trabajo de la Comisión de Honor y Justicia implica la capacitación y formación de las jóvenes en el conocimiento de sus derechos. Así, en estos treinta años de zapatismo, las mujeres nacidas y educadas dentro de las regiones autónomas han hecho suya la Ley Revolucionaria y en la actualidad buscan construir espacios de justicia con “mente y corazón de mujer”.

Fotografía de © Heriberto ParedesFotografía de © Heriberto Paredes

​ Todas estas experiencias de resignificación del derecho propio tienen mucho que enseñarles a nuestros feminismos urbanos, sobre todo en cuanto a repensar la justicia a partir de modelos no punitivos ni carcelarios. Más aún, tomando en cuenta que el etnocentrismo de los feminismos mexicanos ha sido cuestionado, el concepto de género, replanteado por las voces y las prácticas de las zapatistas como categoría multidimensional, nos muestra que las luchas contra el racismo y el capitalismo son parte integral de la construcción de una vida digna para las mujeres. Las aportaciones de las zapatistas y de otras mujeres indígenas organizadas están en los documentos de sus encuentros, en talleres, congresos, ponencias y entrevistas con varias de ellas, y se publican tanto en revistas feministas como en la prensa nacional. A partir de sus teorizaciones nos invitan, de manera indirecta, a construir un feminismo más incluyente, en donde las luchas contra la violencia capitalista, racista y colonial, sean parte integral de nuestras agendas antipatriarcales.

Imagen de portada: Fotografía de © Heriberto Paredes

  1. Comité Clandestino Revolucionario Indígena 

  2. Subcomandante Marcos, “Carta de Marcos sobre la vida cotidiana en el EZLN”, 26 de enero de 1994. Disponible aquí. 

  3. Uso el concepto de “constitucionalismo transformador” para hacer referencia a las reformas que lograron que las demandas de las luchas indígenas se incluyeran en las Constituciones nacionales, rompiendo con muchos de sus principios eurocéntricos constitucionales —como en el caso ecuatoriano y el boliviano—, pero también para aludir a las justicias indígenas que cuentan con Constituciones propias, producto de pactos políticos, que crearon instituciones propias y mecanismos jurídicos y políticos para defender dichos pactos.