“¡Hijo del demontre!”, escuché a menudo en mi infancia, exclamado en general hacia mí. La expresión provenía de mi abuela, demasiado piadosa como para llamarme “hijo del demonio”, así, con todas sus letras, como sin duda le hubiera gustado. No solo la obligaba al eufemismo el temor a invocar potencias erróneas; sospecho que tampoco quería verse asociada familiarmente con el diablo; después de todo, si yo era hijo del demontre, entonces el Maligno sería su yerno. Tendría que verlo casi a diario, presentarlo a sus hermanos, acompañarlo en las comidas familiares, oler azufre cuando volviera del trabajo, tolerar que me brindara su apellido. Demontre definitivamente sonaba menos peligroso. Han pasado muchos años desde entonces. Mi abuela, por resignación o tedio, terminó por aceptar esa juntura de inercias que forman mi personalidad. Incluso llegó, creo, a sentir algo así como orgullo por mí. De ella recibí un vocabulario peculiar, que me separó de los otros niños durante mi infancia: un catálogo de canarismos, las palabras de quien migra, esas que ocultan un mapa sumergido. Gracias a ellas empecé a entender el lenguaje como un cuerpo móvil, flexible, atravesado por viajes inesperados. Al final, nos tratábamos con un cariño suave, distendido. Ya no me exigía nada. Murió al otro lado de un océano que no he vuelto a cruzar. Luego pasaron más años. No tantos, la verdad; apenas los necesarios para que se publicara Panza de burro, yo tuviera la suerte de participar con Andrea Abreu en una lectura y lleváramos a cabo el trueque ceremonial de libros que suele acontecer tras eventos como ese. El libro se quedó en mis manos, intrigándome con su peso frágil. Había sido una lectura de poesía, pero Andrea había preferido leer un capítulo entero de la novela y un fragmento de otro. El primero se titulaba “comerme a isora” y lo escuché como quien aprende a quedarse sordo. Así: he perdido la audición y ahora debo entendérmelas con este lenguaje de señas, todos estos ademanes que significan, pero que no son como las palabras porque los puedo tocar. El torrente verbal que compone “comerme a isora” es una corriente que sacude y arrastra, que va de detalles concretos como guijarros:
ver a isora me hacía sentir tranquila como cuando escuchaba el potaje hirviendo a las doce y media,
hasta saltos en el tiempo:
cuando nací mi madre pensó que yo era ciega y fue corriendo a preguntarle al médico yo no tenía casi pelos en el pepe y mi madre solo me dejaba recortármelos con una maquinilla yo quería afeitármelos con la hojilla de mi padre pero mi padre no me dejaba,
pasando por esas imágenes de borde cruento donde cristaliza el núcleo de un vínculo:
la barriga grande dentro cuerpo de isora dentro isora besándome la barriga por dentro yo quería comerme a isora y cagarla pa que fuera mía guardar la mierda en una caja pa que fuera mía pintar las paredes de mi cuarto con la mierda pa verla en todas partes y convertirme en ella yo quería ser isora dentro de isora.
Quedé arrollado. Las palabras eran sólidas. Así de simple. Un lenguaje de señas hecho con la materia sonora del habla. Andrea había escogido bien. Este capítulo es un monólogo interno excepcionalmente rico en imágenes. No tiene signos de puntuación ni mayúsculas: caemos en él como en un río. Y como un río nos lleva. Pero realmente no dista del resto de la novela. Toda Panza de burro posee ese mismo ímpetu. Más que una novela, es un cuerpo vivo. No tardé en descubrirlo: cuando llegó de nuevo su turno de leer, Andrea escogió un pasaje del capítulo “Estregarse”, que empieza:
Contra la silla del colegio, así, como se estriegan los animales contra la mierda, contra las ranas en descomposición, así, nos estregábamos nosotras contra la silla del colegio.
Y concluye:
Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los pantalones del chándal todos pintorriados de colores, como un arcoíris dentro de las piernas, un arcoíris que se elevaba por encima del límite del mar, allá abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y ya todo era gris, y ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra.
Isora: el nombre fue, en esta metralla de sonidos, en esta avalancha de imágenes, lo que me impactó con mayor fuerza. Isora era, es, el nombre del pueblo donde nació mi abuela. No es un topónimo ajeno a las Canarias y se ha vuelto un nombre nada extraño entre sus habitantes. Su grafía se estabilizó en Isora luego de siglos en los que se escribió como Yzora, Ysora, Azora e incluso Zora: movediza como el magma bajo las islas, como la lava de la lengua que se condensa, se solidifica en formas insólitas, piruetas de lo mineral. Durante el evento, repicó en mi cabeza como si esta fuera una campana de hueso.
Y allí, en la orilla de ese mar, de esa lámina de metal terco y vagamente amenazante, nos dejó su lectura. Una vez más, pasa algo de tiempo. En esta ocasión, apenas un año. Finalmente me siento a leer Panza de burro luego de que ha atravesado sucesivas reimpresiones y muchas nuevas ediciones. Y me sorprende la factura de este libro que no pretende encandilar, que no nos quiere hacer perder la vista. Al contrario, insiste en que miremos, en que nos concentremos en cada detalle de la vida palpitante y minúscula que nos presenta. En él seguimos, a través de capítulos breves y ágiles, el verano de dos niñas: la protagonista e Isora, amigas literalmente inseparables. Atrapadas en un pueblo tinerfeño entre el lejano horizonte oceánico y un banco inamovible de nubes, esa panza de burro que da título al volumen. La protagonista narra la novela de principio a fin con una voz que parece no ser capaz de parar, ni siquiera para tomar aliento. Emula con habilidad singular la urgencia de los relatos infantiles, esos que había que contar sí o sí, que no podían esperar un minuto más. Y lo hace, además, entregándonos un genuino caudal de detalles: nos devuelve a la mirada horizontal de la niñez, la que aún no había aprendido el mal vicio de mirar desde arriba, con soberbia. El relato mira de frente las cosas más pequeñas y las más grandes por igual. Panza de burro es un libro que mira sin miedo. De hecho, diría que esta mirada tiene no poco de obscenidad. No en el sentido peyorativo que damos al término, claro. Pienso más bien en la etimología falsa que hace de obsceno lo que debe permanecer fuera de la escena. También hay acierto en los orígenes inventados. Panza de burro es una novela obscena en la medida en que nos habla y, sobre todo, nos muestra todo lo que hemos dejado fuera del escenario de la infancia: los vínculos fluidos del afecto que se derraman en todas direcciones, el género aún no moldeado dictatorialmente, la confusión triste que produce la vida de los adultos, las primeras incursiones dolorosas o gozosas en el terreno de lo sexual, la violencia insensata de la adolescencia que se asoma, los apegos brutales, las tristezas no menos escarpadas. Un antídoto contra la mirada aséptica que adoptamos al crecer, que convierte la niñez feral en un terreno dócil. Leí atiborrándome. No podía soltar el libro, como cuando era mucho más joven. No solo por lo que contaba, sino por esa manera de hacerlo tan fluida, inagotable. Y por las palabras, la textura que Abreu consigue darle a las palabras. Quiebra la sintaxis, desmiembra los párrafos, introduce los diálogos con soltura en la cascada de la narración, cambia la grafía de los vocablos para amoldarla a la dicción de la protagonista. La ortografía al servicio del sonido. Por momentos leía en voz alta: este es un libro escrito con oído. Cautivado, además, por otra cosa: se trata de un relato donde constantemente asoma el diccionario íntimo de mi infancia. Uno que no podía compartir fuera del ámbito familiar porque resultaba ininteligible: constantemente tenía que explicar cómo era el gofio, cuánto era un fisquito, qué significaba escachar. Y quién el demontre, por supuesto. Y este último verbo me da la clave de lo que busco decir: Andrea Abreu escacha las palabras. Las contrae, las estira, las aplasta, trabaja su masa feroz y hace con ellas un relato indomable. Hay libros que nos han leído antes de que tengamos oportunidad de leerlos. Panza de burro fue, para mí, uno de ellos. A través de su vocabulario específico, de sus personajes, de la intimidad que volvía legible, me decía. Amarraba el mapa hundido que había heredado a otro, a un atlas más grande. Me arropaba e incorporaba a esa lengua incansable con la que estaba hecho, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra.
Imagen de portada: Jan Toorop, The Sea, 1887