Quick Sir, order rice, more rice! Zadie Smith, White Teeth
A los trece años iba a una escuela en Bethesda y tenía un amigo musulmán, Afshín, que ayunaba durante el Ramadán. A esa edad no me sorprendía que un niño practicara el ayuno, y en efecto no tiene nada de raro, pues más del 25 por ciento de la población mundial, es decir, unos dos mil millones de personas, observan este periodo de plegaria, buen comportamiento y ayuno durante abril. Más me hubiera extrañado saber que abril es el noveno mes del año según el Corán. “¿Qué vas a comer cuando oscurezca y termine el ayuno de hoy?”, le preguntábamos, refiriéndonos a la caída del sol. Afshín sonreía y respiraba hondo ante la idea de llegar a casa a disfrutar del iftar (es decir, el fin del ayuno), como saboreando un aroma. Luego formaba una pequeña bóveda con las manos, un gesto que seguramente para él era universal, y exclamaba: “Ahh, un buen plato de arroz”.
¿Cómo?, pensé, ¿un plato de arroz? ¿Al lado de qué? Para mí el arroz, como para muchos de mis compañeros norte y latinoamericanos, casi siempre acompañaba algo. No se me había ocurrido que podía ocupar el centro del plato o incluso ser el plato único. El arroz es común en las cocinas americanas, va con los guisos dulzones del Caribe y es imposible imaginarse un plátano frito o frijoles sin un poco de arroz al lado. Los guisos picantes de los mexicanos y de mi familia andina se acompañaban siempre con arroz, en México además con tortilla y en Bolivia con papa y chuño. Pero para gran parte del mundo, el arroz es un platillo completo, ya sean mendigos de Delhi o jeques de Dubai.
Para mí, la idea de desplazar un ingrediente del centro a un lado del plato me hace pensar en los mapas con los que crecimos durante casi todo el periodo escolar. Es raro encontrarlos pero hay algunos que no ponen a Europa en el centro, porque los mapas que usamos para ordenar —y comunicar— el mundo son solo eso: representaciones. Lo cual no impide que a veces hablemos de Occidente como protagonista del principio y fin de la Historia. Solemos pensar, incluso sin darnos cuenta, que todos los que se alejan de nuestra idea memorizada y mediatizada de un “común denominador” son extranjeros, periferia. Para seguir con las materias del colegio, en astronomía aprendimos que el universo no tiene norte ni sur, pero que durante siglos se pensó que sí tenía centro y por supuesto que este era la Tierra.
Afshín, que por cierto era afgano, me enseñó otras cosas, como el martirio del Ayatolá Jomeini —esto en pleno gobierno de Ronald Reagan— y también me regaló un casete de Bronski Beat. Pero lo más importante que aprendí de él fue esta relativización de las culturas por parte del discurso hegemónico de Occidente, y qué mejor que haberlo hecho a través de uno de mis temas favoritos: la comida. Todo lo que hay entre ciencia y experiencia individual es cultura, y la comida y su discurso son parte esencial de ella. Comer es una de los pocas actividades humanas que a la vez son naturales y aprendidas, personales y comunitarias, y de las que además se puede hablar en, digamos, la sobremesa.1
Para terminar con la década de 1980, que fue cuando en Occidente se empezó a utilizar el término globalización, quiero comentar un ejemplo que se sale del tema de la comida pero ilustra la ubicuidad del racismo. Un anuncio de la época, de la campaña United Colors of Benetton, mostraba una foto supuestamente multicultural con un chico rubio de ojos azules, otro castaño de ojos verdes, una mujer pelirroja, un niño africano y una muchacha de ojos rasgados. El mundo visto desde la mirada de los europeos, en la que un poco de diversidad étnica adereza un menú mayoritariamente blanco. Si de verdad se buscara representar a la población mundial, dos de cada tres personas en la campaña deberían ser asiáticas.
Desde Occidente es fácil pensar que el trigo, la base del pan y con ello de nuestra historia, es el grano más abundante. Pero eso solo muestra otra cara de la predisposición al eurocentrismo, en el que también estamos sumergidos los mexicanos sin ser siquiera parte legítima del club. El trigo aporta poco más del 15 por ciento de las calorías del mundo; nuestro adorado maíz tan solo el 5 por ciento. No es que este último se siembre menos, pero una parte muy importante de esta producción se usa para generar combustible (etanol) y otro tanto se destina a engordar vacas.2
El arroz es la comida más común del mundo. Claro, puede acompañarse de frutos, vegetales o hasta carne y mariscos, pero todo eso es complementario e incluso parte misma de los ingredientes para preparar el arroz. Quiero decir que es el alimento base de más de la mitad de la población mundial y, de lejos, el grano que alimenta y ha alimentado a mayor cantidad de personas: 3 mil 500 millones de ellas reciben el 20 por ciento de sus calorías diarias de este grano que se siembra en más de cien países.
El biryani (arroz al horno) de mi compañero de escuela es una de las muchas preparaciones de arroz que conforman la dieta diaria de personas en Asia, África y Oriente Medio. El thiebou yap de Senegal, por ejemplo, lleva carne y vegetales guisados como condimento. El rozz ammar egipcio incluye leche y caldo. El geelrys sudafricano tiene cúrcuma y pasas. En Angola se hace un arroz meloso con pato, sangre y vino portugués. En todas estas preparaciones, el arroz no es acompañamiento, sino ingrediente principal. Un buen ejemplo es también el conjunto de pequeños platos indonesios llamado rijsttafel, que tan bien han adaptado los holandeses y que significa “mesa de arroz”. Los habitantes del sureste asiático lo comen con las manos; los malayos, por ejemplo, usan el dedo índice y medio para guiar una bolita y empujarla con el pulgar, sin tocar nunca la boca con los dedos. En muchos de estos países, el arroz se ingiere como desayuno, comida y cena. Suena raro, pero pensemos que un mexicano común puede desayunar un sope, comer tacos y cenar quesadillas, tres maneras de cocinar el maíz que para un extranjero son básicamente la misma. El arroz nos alimenta de manera balanceada. Es particularmente nutritivo porque contiene proteína, vitaminas y fibra. Además, es antioxidante. Y, sí, es libre de gluten. Pero sobre todo, es fácil de almacenar, barato y delicioso. Puede comerse pegajoso, suelto o meloso. Frito, horneado, hervido o al vapor. Para mí, la versión fragante es la más fina: basmati indio y jazmín tailandés. Si tuviera que comer algo todos los días, eso sería. De preferencia con un huevo frito. Originaria de China —que desde entonces proveía ya gran parte de nuestros productos de consumo— la siembra de arroz emprendió un viaje hacia Occidente hace unos ocho mil años. Existen registros de que cruzó lo que hoy sería Irán hacia Mesopotamia, actualmente Siria y Líbano, más o menos al mismo tiempo que llegó la escritura, es decir, alrededor del 3500 a. n. e. Los musulmanes llevaron el producto a Valencia y Sicilia, de donde se esparció por toda Europa, y los otomanos lo extendieron a los Balcanes. Al continente americano arribó por los esclavos de África, en especial a Brasil y el Caribe. A México, como tantas otras cosas, entró por Veracruz. Más adelante, la comunidad japonesa que se formó en la década de 1930 sufrió la discriminación alentada por los Estados Unidos luego de la Segunda Guerra Mundial. Este acoso fue tal, que a ciudadanos naturalizados mexicanos se les retiró la nacionalidad y se les congelaron las cuentas bancarias, en un ejemplo más de querer hacer a un lado lo que no consideramos como propio en el mejor de los casos, o de racismo. La ex Hacienda de Temixco, Morelos, sirvió como sede para 600 _nikkei _(como se le llama a la diáspora) —entre ellos Kato, Tsuru y Matsumoto— que promovieron la siembra de arroz. Actualmente la producción nacional es deficitaria, por lo que México se ve forzado a importar cerca del 80 por ciento del arroz que consume. La superficie y número de empresas destinadas a producir arroz se ha mermado en casi el 70 por ciento. Sencillamente, no podemos enfrentar la competencia ni por precios ni por rendimientos. En México obtenemos 5.7 toneladas de arroz por hectárea, mientras que nuestro proveedor mayoritario, EE. UU., obtiene doce. Hay intentos de adaptación al suelo nacional, y los arroces Morelos A-92, A-98 y A-2010, generados por el Campo Experimental Zacatepec, del INIFAP, ya cuentan con denominación de origen.3 Los arroces Morelos A-08 y el Silverio logran producir hasta ocho toneladas por hectárea. Los grandes jugadores en el horizonte de la producción, como es de esperarse, siguen siendo China e India. Ambos cultivan más o menos lo que consumen, es decir, la mitad del total mundial; en China hablamos de 150 millones de toneladas, y en India de otras cien. Esta última produce suficiente arroz para exportar unos veinte millones de toneladas al año. Otros exportadores —y cocineros— exitosos son Vietnam y Tailandia.
Aunado a lo anterior, la siembra de arroz también ha influido en las migraciones de animales. Por ejemplo, en el caso de India y Bangladesh, ha invadido territorio de elefantes, lo cual ha generado enfrentamientos entre paquidermos y humanos. En el caso de México, el abandono de la siembra de arroz en Tabasco y en especial en Sinaloa —obedeciendo a incentivos comerciales más rentables, como la exportación de hortalizas en el marco del Tratado de Libre Comercio con América del Norte— ha afectado la migración de aves, en especial de patos. Estos animales, al igual que los humanos, migran en busca de alimento, grano de arroz en este caso, que aumentó con la construcción de presas en la segunda mitad del siglo pasado, y ha disminuido a partir del cambio de cultivos. No es que haya menos patos, es que estos desvían sus rutas. En el Montsiá español, donde se encuentra la desembocadura del Ebro al Mediterráneo en el Delta de l’Ebre cerca del pueblo San Carles de la Rápita, Tarragona, se da el mejor arroz de la Península. El río es rico en nutrientes y contiene angulas que se venden a unos 800 euros el kilo. Hay, como en el caso de México, patos que migran a comer el grano. Algunos de ellos caen en cacería regulada y otros terminan confitados para acompañar arroces a la banda (con fumet), caldosos (normalmente incluyen mariscos como galeras, espardenyas —alpargata en catalán— y langostinos), y paellas (más al sur, hacia la comunidad valenciana). Otra lección del arroz es que es versátil, pues también se puede beber, como el masato colombiano, el shaoxing chino, el makgeolli y el soju coreanos; y, por supuesto, el sake japonés, cuyo arroz lleva el nombre sakamai. El sakamai es rico en proteína y grasa, y por ello debe pulirse un 40 por ciento del grano para dejar primordialmente el almidón, que es lo que se convierte en alcohol en un proceso de fermentación más cercano al de la cerveza que al del vino. En Kioto visité una casa productora de sake tradicional, donde me informaron que además de la calidad del arroz, la pureza del agua de la ciudad, que proviene de las montañas, es lo que produce una bebida más fina. La horchata mexicana lleva arroz en vez de chufa y es extraordinariamente refrescante. Con su harina se hace todo tipo de pasteles. También produce un sonido relajante al contacto con el viento, de modo que en lugares como Bali se puede tomar un masaje con un fondo de terrazas de arroz acariciadas por la brisa del mar. No pretendo afirmar ahora que el centro de la Tierra sea Asia, pues no hay que ser astrónomo para saber que el concepto es ridículo. Hace algunos años escuché a un comentarista argentino de futbol decir que “México está lejísimos”. Me causó mucha risa, pues ilustra perfectamente lo que es creerse el centro del mundo, ya sea literalmente o por aproximación aspiracional. Para volver a la discriminación, hay gente que cree que Polanco es el centro de la Ciudad de México. Afortunadamente no, y el arroz está aquí para recordárnoslo.
Imagen de portada: Dioses, rishis y demonios en la fiesta del nacimiento de Rama, de Ramayana, ca. 1810 (detalle). The Cleveland Museum of Art
-
“El deleite oscila entre Dios, el paladar y el sexo”, admite Byung-Chul Han en su libro Buen entretenimiento. ↩
-
Una porción menor se transforma en fructosa y comida chatarra. ↩
-
Sobre las patentes, valga mencionar que los miembros de las comunidades o jibwe de los Grandes Lagos en ee. uu. plantan arroz hace siglos, pero la empresa Nor-Cal mantiene una patente por el “wild rice”, arroz salvaje. Por ello, hay marcas de arroz industrial que falsamente se etiquetan así. Este es tan solo un ejemplo más del biocolonialismo que los países industrializados ejercen sobre comunidades autóctonas, donde hay un flujo genético de tierra y personas indígenas arrastradas hacia el emporio genético industrial de los países del norte. Baste recordar que el 90 por ciento de la biodiversidad está en tierras indígenas y el 97 por ciento de las ganancias de alimentos en países industrializados. Como es de esperarse, Monsanto, la famosa empresa de insecticidas, ha creado cepas estériles que, de combinarse con el arroz indígena, pueden llegar a eliminarlo por completo. ↩