Las preciosas insignificancias se reproducen
Nadie sabe desde qué esfera Emily Dickinson sigue alimentando su misterio con una mayúscula Ortografía aún impenetrable. Lejos de resolverse, y pese a la cantidad de académicos, eruditos y escritores que le siguen la pista, su enigma está más vivo que nunca para los lectores de su lengua y para los de otras muchas. Sin embargo, me parece que en el mundo de habla hispana despierta mayor interés su muy extraño, puritano y hermético transcurso vital que su obra, cuando, en realidad, ahí deben hallarse las claves. Esto obedece, en buena medida, a las pocas traducciones excelentes que existen. Y no es que no haya interesados en abordarla; lo que hace falta son editores del tipo de New Directions o Aquelarre que se comprometan con quien le va a destinar toda su energía y su tiempo de calidad a una labor sin plazos fijos. Ignoro desde cuándo se propuso Juan Carlos Calvillo llevar a cabo su traducción. Lo que sí distingo es que se trata de un proyecto personal, hecho muy poco a poco. De ahí el estupendo resultado. No me sorprende enterarme ahora de que es amigo y colega de Marta Werner, la editora original de estas Gorgeous Nothings, que no solamente se han convertido ya en preciosas insignificancias, sino que han extraído otra parte de ese pequeño poema A8211 para darlo a luz como Las ruedas de las aves, versiones que hacen justicia y honor a una de las afirmaciones de la autora: el sonido es inherente al perfecto significado. De aquí la eficacia de presentar directamente los poemas en español, sin distracciones del original en la página contigua, invitando al lector a una lectura de corrido, como si Emily Dickinson los hubiera escrito en nuestra lengua. Y es que ella misma parece actuar como traductora de dictados de otro orden, sobre todo espiritual, abismal, pero al alcance de su vista; y después, en su modus operandi, hace lo que hacemos quienes queremos que lo dicho sea otra vez decible, anotando al margen, al pie de la superficie, distintas alternativas, disyuntivas, ramificaciones, fieles una vez más a la máxima del Ave de Horno: “Habito la posibilidad”. Las ruedas de las aves, que acaso admitiría el invisible subtítulo de preciosas nadas, consiste en toda una recopilación de poemas escritos en papelitos, envolturas, sobres descartados y/o aprovechados. Hay diversas interpretaciones respecto de por qué la autora los escribió así, si hacerlo tendría un sentido explícito, visual —como afirma Susan Howe, la decana del “movimiento manuscritural”—, y por qué con ese lápiz minúsculo. Incluso hay quien ha concluido que llevaba estos papelitos en la bolsa de su famoso vestido blanco, a la espera de la inspiración. Yo creo que los llevaba porque siempre estaba inspirada, vivía así (tal vez por eso optó por prescindir del intercambio social común y corriente), pensando poéticamente y aterrizando sus percepciones en un lenguaje que sólo el Gran Interlocutor, el Innombrable, captaba. La única diferencia entre el periodo de sus insignificancias y los años de juventud ante el pequeño escritorio es que a estas alturas había dejado atrás la conformación de los famosos fascículos. Estamos hablando de una poeta ya en plenitud que, sin la menor necesidad de pulir sus borradores, produce poemas completos, dictados enteros puestos tal cual por escrito en cualquier papel: me da la impresión de ir enmudeciendo para el género humano conforme abría las esclusas a otra dimensión, más allá del espacio y del tiempo, que se la iría tragando, que la iría “convocando a regresar”, según sus últimas palabras. En esta colección de poemas ofrecidos de su puño y letra al buen entendedor, Dickinson deliberadamente propone otredades en paralelo precedidas de una crucecita, como quien se coloca ante fragmentos de espejo desde distintos ángulos, cotejándose, comparándose, estimulando la multiplicidad en carne propia. Parece, entonces, llevarle la mano al traductor, que no siempre le hace caso ni opta por lo que ella sugiere en primera instancia, e incluso se permite agregar, añadir, transformar, reconformar. Me la puedo imaginar sonriendo ante un alumno dilecto que, al personificarla, ha puesto en práctica características propias de otra lengua (el español) y la misma (la poética), así como sus predilecciones, con enorme destreza formal y electiva. Cada poema es como una granada completa, coronada: al partirla, no obstante, su interior no se ofrece de una pieza, se subdivide en muchos granos, todos individualmente vivos. El lector no tiene por qué enterarse de los quid pro quo llevados a cabo por el traductor, mas de inmediato nota que cada poema fluye, progresa delicada, musicalmente, sin el menor tropiezo, pese a la potencia del significado, la cadena de posibilidad-creencia-locura-conciencia-miedo, los eslabones de la inevitabilidad, concebidos como las flores de un jardín cultivable en calidad de abismo… Calvillo toma en serio la tarea: hay algo imprescindible del espíritu mismo de Emily Dickinson que se debe respetar, mantener por encima de nuestros asideros, nuestras predilecciones, por más afortunadas que éstas sean, y en torno a ese centro girar. ¿Cuál sería la aspiración de quien recrea?, me pregunto todo el tiempo. Antes que nada, no toparse con quien entra a la experiencia lupa en mano para distinguir lo que se ha hecho y lo que no, las virtudes frente a las imperfecciones; más bien toparse con el lector que disfrute y se conmueva de golpe, y esto mismo lo lleve a detenerse luego y darse cuenta a las claras de los detalles que han provocado el sacudimiento… la quizás pavorosa belleza que de ahí y sólo de ahí deriva.
Las diferencias entre ediciones
La edición original de The Gorgeous Nothings lleva el sello de New Directions, en Nueva York. Es un libro enorme, de pasta dura, de lujo, “curado” por la artista visual Jen Bervin y la escritora Marta Werner, con prólogo de Susan Howe, quien le da la bienvenida al mundo de los libros de artista. Como la de Juan Carlos Calvillo, resulta una especie de traducción de estos extraordinarios poemas, pues se los presenta como objetos dignos de un placer estético visual, además de transcribirlos en tipografía mecanografiada sobre una especie de réplica-dibujo del contorno del sobre, papelito, envoltura en cuestión que lleva la letra de la autora. En realidad, es casi necesario presentarlos así, porque la letra de Emily Dickinson, además de tener encima el paso del tiempo por el uso del lápiz, no se entiende a la primera. En cambio, en el caso de la bella edición mexicana de Aquelarre, no se acude a esta duplicidad. Simplemente se presentan, con enorme y merecida dignidad, los poemas en español con todo y sus variantes, y al final los poemas sobre papelitos para quien quiera documentar la palabra visualmente, conocer el modo en que se escribieron tan enigmáticos y últimos textos, sus formas recortadas, su condición de papirola, de pájaro o paloma mensajera de papel, dirigidos a ese Nadie que somos.
La posteridad que rueda por los aires
Sin duda, a diferencia de lo que ocurrió en su época y muy avanzado el siglo XX, hoy Emily Dickinson es una presencia contundente en la mejor poesía escrita en inglés, sobre todo la femenina. Basta acudir a la obra de Anne Carson, Louise Glück, Susan y Fanny Howe, Brenda Hillman, Jorie Graham, y tantas otras; y, dicho sea de paso, su obra in/fluye a fondo, tanto poética como visualmente, en la creación actual de nuestro país. Quizá porque la autora no escribió con la publicación en mente y muy pronto vio los riesgos mundanos que correría su espiritualidad escrita, la ruptura puso ruedas a sus alas diciendo un enorme no a la convención literaria, abriendo rutas expresivas de vuelo al eliminar la puntuación tradicional, agregar mayúsculas según la diversificación del sentido, clavando aquí y allá sus guiones para sustituir o abrir llagas al significado. Ultra moderna y antigua al mismo tiempo, en un mismo tiempo sin tiempo, sobrevivió a los cambios absurdos que de su legado hicieron Mabel Loomis-Todd y su hija, y llegó al buen puerto de Harvard, salvándose de y sobreponiéndose a la ingenuidad de su hermana Lavinia, “Vinnie”. Cada vez se le hace más justicia y se le lee mejor, acaso con terror reverencial.
Coda
De cierto modo, estoy de acuerdo con Susan Howe en que esta obra se encuentra en el umbral de trascendencia de las palabras mortales, y su autora ha logrado lo imposible, eludiendo nuestra comprensión. Estamos ante un discurso inmanente que, en estos poemas finales, ha alzado el vuelo a zonas inalcanzables con el intelecto. Aquella joven que hablaba de su vida como un arma cargada, que viajaba con la muerte en un carruaje rumbo a la eternidad, en las preciosas insignificancias logra escapar de un mundo “saturado sólo de Música”… Emily Dickinson me pone los pelos de punta. ¿Qué melodías y armonías escucha? ¿Las de una esfera donde sólo lo efímero es bello, donde duele la belleza? “Qué Letargos de Soledad”, dice Juan Carlos Calvillo, hablando por la herida de Emily, e invitándonos a terminar esa Oración, a sabiendas de que, tal como afirma Marta Werner, ella vuela hasta los lejanos bordes de su obra, y luego fuera de este mundo.
Imagen de portada: Emily Dickinson, Herbario, ca. 1839-1846. Houghton Library © President and Fellows of Harvard College