Es un buen momento histórico para preguntarse si necesitamos una filosofía de la comida y, en particular, si la alimentación implica problemas filosóficos. Aunque la comida no es la alimentación, creo que nuestra época necesita una profunda reflexión sobre estos temas. La primera pregunta en torno a este asunto parece ser: ¿Qué comer? En uno de los textos que durante mucho tiempo fue central para la literatura europea, las Metamorfosis de Ovidio (aquí el libro XV), se encuentra una suerte de resumen de la doctrina pitagórica. Para Ovidio, el primero de los puntos de la doctrina era el vegetarianismo.
Cesad, mortales, de mancillar con festines sacrílegos vuestros cuerpos. Hay cereales, que bajan las ramas de su peso, hay frutas, y henchidas en las vides, hay uvas, hay hierbas dulces, hay lo que ablandarse a llama y suavizarse se pueda, y tampoco se os priva de la leche, ni de las mieles aromantes a flor de tomillo. Pródiga, de sus riquezas y alimentos tiernos, la tierra os provee, y manjares sin matanza y sangre os ofrece. […] Ay, qué gran crimen es en las vísceras esconder y con un cuerpo ingerido otro ávido cuerpo engordar, y que un ser animado viva de la muerte de un ser animado.1
En un universo de tanta abundancia, ¿cuál es la necesidad, parecen decir Pitágoras y Ovidio, de matar a un animal? Obviamente, el contexto antiguo de este problema estaba también ligado al sacrificio. Plutarco, a manera de comentario sobre la misma doctrina, escribe en sus Moralia un tratado “Sobre el hecho de comer carnes”.2 El fundamento opositor a nutrirse de carnes es que la matanza de animales inaugura el ciclo maldito de la violencia en la historia humana (en la trama mítica, el fin de la Edad de Oro). Entre otros argumentos, Plutarco menciona uno que quizás sigue dibujando nuestro paisaje moral: nadie podría matar sin conflictos psicológicos a un animal con quien convive o que ha criado. Para ello es necesario, afirma Plutarco, una disposición específica a la crueldad. Este tema también es comentado profusamente en la tradición clásica: la crueldad hacia los animales es un entrenamiento para la destrucción de toda vida, sobre todo humana. Si no me engaño, aunque no es exactamente la misma, esta premisa preside la teoría del ahimsa en la tradición hinduista y jainista, asociada también a las reencarnaciones (Pitágoras fue además uno de los primeros y más célebres defensores de la metempsicosis).
Todos estos elementos son interesantes porque plantean de lleno el problema de la manera en que los filósofos (ya que no necesariamente la filosofía) se han propuesto la importancia y el lugar de la comida en la vida humana. Nuestra situación histórica actual es la de la sociedad de consumo, y uno de los temas imprescindibles que justifican la pregunta filosófica por la comida es el efecto (negativo, por si cabía dudas) que la industrialización de los alimentos tiene en la vida humana.
La comida no es “lo que comemos”
Hace unos años, el periodista e investigador estadounidense Michael Pollan publicó una serie de libros dedicados no solo a discutir nuestra relación con la comida, sino los principios generales de lo que debería ser una buena alimentación. Uno de sus libros, In Defense of Food,3 plantea una distinción importantísima en torno a lo que llamamos comida.
Según Pollan, los productos procesados por la industria de los alimentos “no son comida”; son sustancias comestibles diseñadas y fabricadas enteramente por la misma industria. En la actualidad, nuestra alimentación está esencialmente determinada por estos productos: ya sea de forma directa, porque es lo que compramos en los supermercados; ya sea de forma indirecta, porque es lo que compran quienes preparan lo que comemos.
La (verdadera) comida, en cambio, es un proceso humano en el que se prepara una mezcla de ingredientes simples generalmente mediante la cocción y tiene como objetivo alimentarnos en contextos sociales donde, en general, compartimos con otros los alimentos y el momento (y no un proceso puramente químico desarrollado en plantas industriales por máquinas). Esta forma de comida se apoya en una temporalidad, en una sociabilidad y en una relación ecológica. Pollan da un ejemplo interesante: el pan es una de las comidas más viejas que existen. Sus ingredientes son básicos: harina, agua, algún leudante y calor. Si uno se pasea por los anaqueles de los supermercados, sin embargo, podrá encontrar “panes” que contienen hasta más de 27 ingredientes.
Pollan agrega una serie de reflexiones en torno al auge de enfermedades específicas ligadas a lo que él llama “la dieta occidental moderna”. Las dos más importantes son la obesidad y el cáncer, aunque la lista también incluye enfermedades cardiovasculares ligadas al sedentarismo y al consumo de carnes industriales. En otro de sus libros, Food Rules,4 Pollan hace una lista de consejos básicos para volver a lo que llamamos comida. Selecciono algunos:
- No coma nada que su abuela o su bisabuela no hubieran llamado ellas mismas comida.
- Evite comprar y comer productos que contengan más de cinco ingredientes.
- Evite comer productos que contengan ingredientes cuyo nombre un chico de tercer grado no pueda pronunciar.
- Prepárese usted mismo lo que va a comer, y si puede, compártalo con alguien.
Estas recomendaciones de Pollan me parecen importantes en la reflexión sobre la forma en que nos alimentamos. Es sabido que uno de los momentos iniciales de la sociedad de consumo fue industrializar el proceso de fabricación de alimentos. A partir de esta nueva realidad, las preocupaciones de la industria fueron la conservación, la logística de la distribución, la producción en masa a gran escala, la comida ya procesada (es decir, ya preparada), la modificación de los ingredientes para lograr una mejor apariencia, un mejor sabor y una mayor duración. En ese marco aparecen los nuevos científicos de los productos comestibles, una subdisciplina de la bioquímica aplicada que mejora lo que comemos con el objetivo de estandarizar el gusto y estabilizar nuestro propio paladar. Una consecuencia directa de esta realidad es el recurso a productos adictivos que enganchen a los consumidores, el primer lugar lo ocupan el azúcar y sus derivados (el jarabe de maíz, el glutamato, etc). En mi opinión, toda reflexión sobre la comida implica pensar en nuestro potencial de dependencia y adicción a lo que comemos. Nuestra predilección por diferentes alimentos es, en definitiva, una relación psico-orgánica con ciertas sustancias. En última instancia, todo consumo no consciente y excesivo conlleva una toxicidad potencial (somos víctimas de nuestras preferencias y la industria cultiva esta tendencia). Una máxima inscrita en el oráculo de Tebas rezaba: “Nada en exceso”.
¿Una ética de la alimentación?
Retomemos nuestra reflexión sobre los problemas filosóficos planteados por la alimentación. El primero es la pregunta por una posible “ética de la alimentación”. Por ética debemos entender que lejos de ser una actividad automática o inconsciente, la comida y el acto mismo de nutrirnos son momentos centrales de nuestra existencia que generan una conexión con el mundo que nos rodea y con nosotros mismos. Si hay una región de nuestras vidas que debería preocuparnos, es la de aprender a comer. La primera cuestión moral, que se vincula con las sociedades de cazadores y recolectores, parece ser la matanza de animales para consumo humano. La segunda, al parecer más ligada a la formación de sociedades agrícolas, es la domesticación de animales para uso humano.
Aquí se oponen radicalmente dos concepciones: la de las culturas que concebían a la especie humana como parte constitutiva del universo natural (y por ende con elementos comunes y compartidos con el mundo animal) y las culturas que consideran a la humanidad como una entidad única y por encima del resto de las especies. Estas dos posturas han desarrollado morales totalmente diferentes frente a la animalidad y la alimentación. Es sabido que el antropocentrismo que acompañó a las religiones monoteístas también acompañó visiones utilitaristas de nuestra relación con otras formas de vida. Todas las sociedades tradicionales conocieron prohibiciones dietarias, casi todas elaboraron creencias y discursos en torno al impacto que tiene lo que comemos sobre quiénes somos. En cierto sentido, el origen de la farmacología reposa sobre la constatación del impacto de la dieta en nuestra salud. Según un punto de vista bastante discutido en la actualidad, el problema de la calidad de la alimentación (también abordado por Pollan en otro libro) es el de la variedad en nuestra dieta. Más allá de las diferentes respuestas a la pregunta sobre qué comer, creo que es posible ver en la Antigüedad el surgimiento de una oposición entre dos posturas antagonistas.
Ascetismo versus hedonismo
El ascetismo es la postura intelectual y religiosa que hace énfasis en la necesidad de controlar nuestro cuerpo mediante una disciplina (askésis en griego quiere decir “ejercicio”, “práctica”), de ponerlo a prueba, de esforzarse en controlar nuestros impulsos para provocar resultados morales y físicos. Una postura ascética consiste en saber limitarse y no comer alimentos que tengan un influjo demasiado fuerte en el cuerpo. Casi todas las religiones tuvieron un componente ascético; en el cristianismo, sin embargo, podríamos asimilar esta postura a la privación autoimpuesta. Por el contrario, el hedonismo fue una postura identificada con la llamada escuela de Cirena (actual Libia) de los filósofos de la Antigüedad. Desde ella se respondía a la pregunta por la “vida buena” inaugurada por Socrates, por medio de la búsqueda del placer y, sobre todo, por medio de la práctica de placeres elaborados, entre ellos, la comida (o el arte gastronómico). Es sabido que la ciudad griega siciliana de Sibaris fue una de las capitales antiguas del hedonismo. Las diferentes manifestaciones del lujo en la Antigüedad fueron hedonistas. A través de debates muy diferentes y durante una larga historia, estas dos posturas han acompañado toda reflexión sobre la alimentación (y sobre el lujo, tema que dejaremos de lado). Nuestra época parece rechazar definitivamente el ascetismo al favorecer un hedonismo único en la historia de la humanidad, ligado a la emergencia de la sociedad de consumo. En efecto, la globalización ha permitido expandir como nunca el consumo alimenticio, e incluso ha convertido el acceso a productos alimenticios de calidad en una cuestión de clase y poder adquisitivo. In fine, el consumo capitalista promete una forma de democratización del lujo.
Para inaugurar una filosofía de la comida, creo que es necesario partir del sentido antiguo de la percepción epicureista, como lo muestra la Carta a Meneceo que reivindicaba el placer en la sobriedad (una especie de síntesis entre ascetismo y hedonismo):
Y estimamos la autosuficiencia como un gran bien, no para que en todo momento nos sirvamos de poco, sino para que, si no tenemos mucho, con poco nos sirvamos, enteramente persuadidos de que gozan más dulcemente de la abundancia los que menos requieren de ella, y que todo lo natural es fácil de lograr, pero que lo vano es difícil de obtener. Los alimentos simples conllevan un placer igual al de un régimen lujoso, una vez que se ha suprimido la molestia [que provoca] la carencia, y el pan y el agua proporcionan un placer supremo cuando se los ingiere necesitándolos. Por lo tanto, el hábito de regímenes simples y no lujosos es adecuado para satisfacer la salud, hace al hombre diligente en las ocupaciones necesarias de la vida, nos pone en mejor disposición cuando a intervalos accedemos a los alimentos lujosos, y nos prepara libres de temor ante la suerte.
Pensada en términos prácticos, hoy esta postura conlleva una política. Pollan retoma, a mi juicio, este ideal cuando tratando de contestar a las preguntas de ¿qué debo comer?, ¿qué tipo de comida?, ¿cuánta?, responde: “Coma comida, más que nada plantas, y no demasiado”.
Imagen de portada: ©Terese Agnew, Practice Bomber Range in the Mississippi Flyway, 1999-2002. Smithsonian American Art
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Cita ligeramente modificada de Ovidio, Metamorfosis, libro XV, líneas 60-85, Ana Pérez Vega (trad.), Los Clásicos, Orbis Dictus, Sevilla, 2005. ↩
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Plutarco, Acerca de comer carne, Editorial J. Olañeta, Palma de Mallorca, 2014. ↩
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Michael Pollan, El detective en el supermercado, Martinez Roca, Madrid, 2009. ↩
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Michael Pollan, Saber comer: 64 reglas básicas para aprender a comer bien, Laura Manero Jiménez (trad.), PRHM, Madrid, 2012. ↩