Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) saltó a la fama con la publicación de La uruguaya (Libros del Asteroide, 2016). Recientemente se reeditó Una noche con Sabrina Love, libro que confirma al autor argentino como uno de los escritores más en forma de nuestro tiempo.
Usted escribió Una noche con Sabrina Love hace veinte años y con él ganó el Premio Clarín de Novela, con jurados como Roa Bastos, Bioy Casares o Cabrera Infante. ¿Qué se siente al ver que vuelve a triunfar?
Es extraño. Parece como si estuviera escrito por alguien que conozco. O que me conoce muy bien. Pero a la vez me reconozco. Pensá que a nivel celular, incluso cada siete años, no hay una sola partícula de tu cuerpo que sea la misma. Todo el cuerpo se va regenerando. Esto no sucede todo a la vez, por supuesto. Ocurre despacio. A lo que me refiero es que si eso pasa a nivel material, imagínate la cantidad de cosas que se van acumulando en la cabeza de uno. Es raro pensar en la continuidad. ¿Qué nos da continuidad? ¿Qué es lo que seguimos siendo veinte años después y qué dejamos de ser? A mí me sorprendió leer el libro. Primero porque me gustó [risas].
¿Tenía miedo de que no le gustara?
Sí, puede, que lo hubiera encontrado muy afectado o algo así. A los 27 años yo ya había desarrollado un tono. Era un tono que por momentos me permitía un predominio de la acción, una cosa medio Hemingway de escribir desde fuera, y momentos medio líricos. Quizá para mi mirada de hoy en día esos momentos líricos en el libro son demasiados. Aun así, cuando me senté a releer, preferí no tocarle ni una coma al libro. Me di cuenta de que el cuarentón medio escéptico que soy no tenía por qué corregirle el lenguaje al veinteañero entusiasta. Hubiera sido desleal y habría acabado cambiando la esencia y la naturaleza del libro, que tiene mucho de apertura al mundo.
En casi todos sus libros el protagonista hace un viaje donde le pasan cosas. ¿Es una forma narrativa que usa para tratar la evolución moral del personaje o es un elemento más?
Me gusta eso que dijiste de “evolución moral”. El movimiento siempre es metáfora de algo en la literatura. Es muy fácil de aprovechar. Porque, en realidad, lo que está pasando es la película de la vida de ese personaje. Uno simula que está metiendo algunas descripciones azarosas, gratuitas, cosas que van pasando hacia atrás, pero en realidad lo que uno está haciendo es buscar detalles del paisaje que detonen recuerdos.
El año del desierto se podría calificar de viaje porque la mujer no para de ir de un sitio a otro.
Sí, pero también es un viaje en el tiempo. A mí me interesa mucho la transformación, el modo en que van cambiando las cosas con el tiempo y cómo se va procesando un viaje. Uno se entrega al movimiento y las cosas aparecen y traen recuerdos. Lo que el personaje ve no es tanto la realidad, sino su propio movimiento de la consciencia. Ese ir y venir en las asociaciones y los recuerdos. Pero eso creo que sucede todo el tiempo. Lo que llamamos realidad no sabemos bien qué es. Son miradas. Dos personas caminan hombro con hombro, juntos, por las mismas calles, y después les pides que escriban lo que vieron y cada uno vio, percibió y asoció cosas distintas. Lo que tenemos es una suma de estímulos que nos provocan una serie de conexiones en nuestra cabeza. Eso hay que aprovecharlo en la literatura porque la profundidad no existe. La profundidad está en la superficie. Vos estás contrabandeando la realidad, simulás que el personaje ve cosas. En realidad, lo que está mostrando es su angustia, su deseo o su miedo. Si uno se pone a señalar lo profundo, lo arruina.
Me recuerda a las digresiones que hace en La uruguaya y en Una noche con Sabrina Love, donde el tiempo se ralentiza y se describe una escena que apenas dura unos segundos. ¿Desde cuándo ha tenido usted esa mirada como escritor?
La mirada curiosa me parece que es algo que tuve desde un inicio. La fortalecí, la ejercí y la trabajé. Es un músculo. Yo hago ejercicios de observación deliberados. Esto tiene que ver con la percepción y con una apertura de los cinco sentidos. Hay un ejercicio que me gusta mucho hacer con mis alumnos de taller literario. Salimos a la calle en parejas de dos y uno se tapa los ojos con una venda mientras el otro lo guía durante cinco o diez minutos. Es difícil de explicar, pero al cancelar la vista, se exacerban el resto de los sentidos. De pronto, escuchás el rango de sonidos increíbles y raros que hay, sentís la superficie del piso o los olores de la ciudad. A lo que voy es que desde un principio me di cuenta de que si yo quería escribir, tenía que mirar bien. Y mirar bien es prender los cinco sentidos. Escribir es traducir esa experiencia sensorial en palabras. Cuando lográs meter los sentidos en la escritura, el lector siente que está en la historia.
En ese estar atento, sobre todo al estar rodeado de gente, ¿cree que el escritor ha de ser introvertido? Al fin y al cabo, está mirando, no actuando.
Es el dilema de siempre. ¿El artista es testigo o partícipe? No sé, depende de cada uno. Hay escritores que son muy partícipes de la realidad, intentan modificarla e intervenir en la coyuntura política. También hay escritores que se retraen a su guarida. Eso depende de cada uno. La literatura provoca una sensación de mundo paralelo que puede ser un lugar de refugio pero a la vez de escape, de no participar de la vida. Es un equilibrio muy delicado que cada uno tiene que encontrar. Yo creo que no hace falta ir a matar elefantes a África para escribir a lo Hemingway.
Hace poco leí una frase de Piglia: “De algún modo el error central de los narradores argentinos se detecta en sus metáforas tremendas y falsamente literarias. Dan siempre una definición de cada situación. Es decir, siempre definen y les dan un sentido a las acciones de los personajes mientras suceden”. Los libros de Samanta Schweblin y los de Pedro Mairal son lo contrario a esta afirmación. ¿Cree que Piglia tiene razón con el resto de la narrativa argentina?
Es muy difícil contestar eso porque habría que ver caso por caso. Es cierto lo que dice Piglia que a veces pecamos… [se queda pensando] ¿pero sólo los argentinos? Pecamos de explícitos en cuanto a señalar la situación. “Esto significa tal cosa”. Explicar y tratar deliberadamente de ser profundo.
Por eso se lo preguntaba, porque noto que tanto Schweblin como usted lo evitan. No sé si es por Hemingway, por las influencias del cine o por qué…
Sí, Samanta lo hace muy bien. Lo que los americanos llaman el show, not tell: mostrar sin explicar. Es una técnica desarrollada muy bien por la narrativa norteamericana del siglo XX. Es muy efectiva porque no subestimas al lector. Sabes que va a entenderlo. Y después, de alguna manera, la historia sucede en la cabeza del lector. Hay una novela argentina que se llama Don Segundo Sombra de la que se encontraron los primeros borradores. En el primer borrador, el narrador decía: “Ensillé contento un caballo”. Y después tachó y escribió: “Ensillé silbando un caballo”. En el primero, la felicidad es una cuestión abstracta. En el segundo, la felicidad está sucediendo en la actitud del personaje. Eso es mucho más efectivo. Hace que la historia no esté mediada por la abstracción del lenguaje sino que esté sucediendo delante de tus ojos. Tenés razón que tiene que ver con el cine. Con una cultura de haber recibido muchas historias a través de lo audiovisual. En una película no puedes decir que el personaje está triste, tienes que mostrar la tristeza.
Cambiando de tema, usted ha hablado mucho sobre la influencia de la musicalidad de Cortázar.
Tenía algo muy particular, una capacidad poética muy grande. Julio Cortázar era un gran arquitecto de los in crescendo. Tenía un costado medio hipnótico. Un ejemplo es “Continuidad de los parques”. Es un truco de magia donde vos estás en un lado y, de pronto, en otro. Pareciera que un lector está leyendo una novela, pero el lector mismo está dentro de esa novela. Es un lector que lee que van a matar a un tipo y después resulta que al tipo que van a matar es al lector mismo. Eso genera una especie de cajas chinas o de puesta a lo Escher, donde se va hasta el infinito. Cortázar fue un gran innovador a través del lenguaje. Aun así, sentí que tenía que desprenderme un poco de esos gerundios cortazarianos que van generando un clima. El lenguaje se te puede volver un poquito grandilocuente. A él le salía bien, pero la copia de eso adquiere una solemnidad que la historia no amerita.
Usted ha dicho que manejar la poesía es controlar el tiempo de la narrativa.
Mira lo bien que lo hace García Márquez. Dice: “Ese domingo, cuando salieron de misa, había llegado el otoño [se ríe]”. ¡Ya está! Es algo que sucedió mientras ellos estaban dentro de la iglesia. Después, en otra parte de Cien años de soledad, describe minuciosamente una relación sexual de José Arcadio con una gitana. Termina todo ese párrafo y escribe: “Era jueves. El viernes se amarró un trapo rojo a la cabeza y se fue con los gitanos”.
Estos cambios de ritmo son muy útiles para la narración, ¿no?
Hay herramientas que te ordenan la historia. A mí en La uruguaya me ayudó mucho que todo sucediera en un solo día. Porque esa era como una especie de base melódica. La gente que toca jazz tiene una base melódica en la canción y por momentos alguien hace un solo y se va, se va… y se fue. Pero después vuelve a caer dentro de la base melódica. En ese sentido, el día en el que sucede La uruguaya era mi base melódica. Si el viaje hubiera sido de una semana no habría tenido la misma tensión. Es una categoría aristotélica. Aristóteles dice que la tragedia debe suceder en un día, en un lugar y creo que a un personaje.
La vida es muy corta pero un día es muy largo.
¡Sí! Y el que descubrió eso fue Joyce con el Ulises. Mil páginas de un día en Dublín a principios del siglo XX. La vida entra en un solo día. Ése es el truco. Dices que es un solo día, pero es la vida entera.
Su obra reabre un viejo debate: la importancia de la trama en la narración de la historia.
Los primeros que fueron abanderados de la trama en Argentina fueron Borges, Bioy y Silvina Ocampo en los años 40 y 50. Porque la novela venía pecando un poco de la psicológica, la rusa y la socialista. Tenía una impronta fuerte de denuncia social. Estos autores traen los cuentos y la novela policial y se dan cuenta de que hay que contar historias tensas, interesantes y bien construidas. Y eso me parece que produjo una buena influencia en Argentina. Creo que hay cierto prejuicio con la trama, como si fuera medio comercial. Como si la literatura sólo fuera lo que el cine no puede contar. A veces funciona si el escritor lo sabe hacer bien, pero no puede ser una regla. Parece que hay miedo a la trama. Si un escritor le da mucha importancia a la trama parece que es muy “marketinero”. No sé si estoy generalizando.
¿Cómo está influyendo internet en los escritores?
Es un superpoder, pero como generación bisagra que somos, entre lo analógico y lo virtual, a veces nos quema un poco. Para escribir La uruguaya tuve que apagar el wifi. Me despertaba muy temprano, apagaba el wifi y ponía un papel al lado de la computadora. Y cuando, con esa especie de mafia mental que tenemos todos, aparecía la idea de: “tendrías que conectarte para buscar esto”, lo escribía en el papel. Lo curioso es que, al mediodía me conectaba de vuelta, y tan sólo buscaba tres de diez. Lo demás era pura necesidad de distracción, de vincularme de nuevo a la satisfacción inmediata de buscar cosas o de ver si tengo comentarios en las redes sociales. A veces aprendo a controlarlo, pero otras no y pierdo mucho tiempo. Cada uno tiene que tratar de controlarse a sí mismo ante esta herramienta tan poderosa. Nos puede quemar. Quizá las nuevas generaciones se acostumbren a estar todo el tiempo online, sin ningún tipo de pausa, y eso les funcione. Pero yo necesito desconectarme.
Te distrae de leer concentrado. Y esa concentración en la literatura es esencial.
Quizá dentro de treinta años las historias largas sean una rareza. Sin duda, algo está cambiando en el cerebro de la gente, con una necesidad de estímulos muy veloz, una disminución de la atención, cada vez más recortada y pequeña. El peligro es terminar con la capacidad de atención de una gallina. Y que a una persona le resulte intolerable leer una historia de treinta páginas. La lectura se aplana como un panqueque, llena de hipervínculos donde lees un párrafo de cada cosa en internet, y no hay lectura vertical en profundidad. Pero bueno, no creo tanto en la pérdida. Me interesa esa transformación. No creo que necesariamente sea malo. Quizá provoque otra cosa distinta. Hay autores que se van acomodando a eso. Se modificará la escritura según cómo vaya variando el cerebro de las distintas generaciones. No sé para dónde va y qué va a provocar. No sé si es bueno o malo. Pero no me asusta el futuro. Me intriga.
Imagen de portada: Andrea Tonelloto, Negozi