El 19 de septiembre de 2017 una ruptura dentro de la placa oceánica de Cocos provocó que la Ciudad de México padeciera, en algunas zonas, aceleraciones del suelo de gran intensidad, incluso mayores a las registradas en el sismo de 1985. Esto, pese a que el fenómeno fue de 7.1 grados de magnitud. Poco si lo comparamos con el terremoto del 7 de septiembre de este mismo 2017, que alcanzó los 8.2 grados y causó gran devastación en el Istmo de Tehuantepec. Estos fenómenos naturales y sus réplicas mataron a cientos de personas y dejaron a miles sin hogar, trabajo ni escuela. El sismo de menor magnitud resultó más mortífero. Ya nos explicaron los sismólogos por qué un evento así tuvo tal intensidad en la capital. Entre otras razones, nos hablaron de la corta distancia entre el epicentro y la urbe, de la profundidad a la que se originó el movimiento, que era poca, y de la concentración poblacional en la metrópolis, muy superior a la de Oaxaca y Chiapas. Los sismos de septiembre, además de mostrar lo endebles de muchas de nuestras construcciones, desnudaron las chuecas estructuras de los cimientos de nuestra democracia. Y nuevamente evidenciaron que la corrupción en México alcanza el subsuelo: los huachicoleros se roban la gasolina de Pemex, ya sabíamos, y ahora conocemos que siguen existiendo constructoras que levantan edificios que se desmoronan. Parece que el Estado mexicano no sirve para combatir la corrupción ni para vivir en democracia. Sonará panfletario, así que mejor hilamos fino. Los fundamentos del Estado mexicano, establecidos en la Constitución, son democráticos. El artículo primero habla de la universalidad de los derechos humanos y la obligación de las autoridades de promoverlos, respetarlos, protegerlos y garantizarlos. Ahí también se prohíbe la discriminación por origen étnico o nacional, género, edad, discapacidades, condición social, condiciones de salud, creencias religiosas, opiniones, preferencias sexuales, estado civil. Más adelante, en el artículo cuadragésimo, se afirma que la forma de gobierno que nos hemos dado es una república representativa, democrática, laica y federal. El artículo septuagésimo noveno determina las atribuciones de fiscalización de la Auditoría Superior de la Federación. Es decir, se supone que tendríamos que vivir en una república democrática en la que se respetaran los derechos humanos de todos, donde prohibir la discriminación lograra ahuyentarla. Tendríamos que estar en un país en el que los recursos públicos erogados por la federación estuvieran fiscalizados a detalle. Y, sin embargo, la realidad es muy distinta. Para empezar, los ciudadanos atestiguamos corrupción por todas partes. Para ponerla fácil, basta con ver la encuesta más reciente del Latinobarómetro, levantada entre junio y agosto de 2017, es decir, antes del fatídico septiembre de los sismos y las réplicas (hoy día los números deben de ser aún peores). Ahí se establece que ante la pregunta: “En una escala del 0 al 10, donde 0 significa nada y 10 mucha, ¿cuánta corrupción cree que hay en el gobierno?”. La respuesta promedio fue 8. Los encuestadores hallaron cifras casi iguales con respecto a la percepción de corrupción en el congreso y los tribunales de justicia: 7.9. El filósofo estadounidense John Rawls, famoso por su teoría de la justicia, piensa que las instituciones que de verdad actúan conforme a los principios de justicia (que nos hablan de cómo se deben distribuir las libertades, los bienes básicos y las oportunidades) generan en las personas aprecio por ellas. Esto, a la larga, hace más estable la estructura democrática de gobierno. Pero ¿qué pasa cuando los ciudadanos, como en México, ven que las instituciones, en lugar de actuar conforme a la justicia, son corruptas? Pues sucede lo que muy bien refleja la encuesta del Latinobarómetro: se pierde la confianza y decrece el aprecio por ellas. Ante la pregunta, “¿está usted de acuerdo o en desacuerdo con esta frase?: La democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno”, sólo 54% de los mexicanos está de acuerdo; esto nos sitúa en el último lugar en Latinoamérica en aprobación a la democracia. Sólo 18% está satisfecho o muy satisfecho con ella. Son números aterradores: quiere decir que 46% de nuestros conciudadanos no están convencidos de que la democracia sea la mejor forma de gobierno. ¿Qué nos queda?, ¿el autoritarismo?, ¿la aristocracia? Para complicar más nuestra realidad, como sostienen Richard G. Wilkinson y muchos otros, la desigualdad de ingreso genera desconfianza entre conciudadanos. El Latinobarómetro lo confirma: “¿diría usted que puede confiar en la mayoría de las personas?”, sólo 14% de los mexicanos dijo que sí: muy poco. Esto es grave: las personas tendemos a cooperar menos entre nosotros cuanto menos confianza nos tenemos. ¿Cómo construir una sociedad sin confianza ni cooperación? Es menester reducir la desigualdad. El próximo gobierno, quien quiera que sea electo en 2018, debe establecer con claridad y de manera prioritaria cómo reducirá la desigualdad, o su gobierno se sumará a la larga lista de gobiernos fracasados, tan comunes en nuestras tierras, por desgracia (y también por omisión ciudadana). Cuando acontece un sismo y se cae una escuela porque la dueña construyó su casa sobre uno de los edificios de la institución; se derrumba un edificio de oficinas porque le quitaron columnas de soporte para hacer más espacio; se colapsa un edificio nuevo porque no estaba bien hecho; cuando resulta evidente, una vez más, que el Estado no es capaz de frenar a los corruptos, que no sabemos fiscalizar el dinero público, detener el tráfico de influencias, es normal que nos preguntemos: ¿por qué diablos vamos a confiar en la democracia? Imaginémonos qué habría pasado si en la Ciudad de México no se hubiera caído ningún inmueble gracias a que se puso freno a la corrupción inmobiliaria. Debido a ello, la construcción de edificios habría estado bien vigilada y los más antiguos se hubieran reforzado para cumplir con las normas (es un ejercicio de la imaginación, desgraciadamente). Esto, mientras en Puebla y en Morelos todo hubiera sucedido como sucedió. ¿No parece que tiene sentido afirmar que la estabilidad de los edificios le habría dado apoyo y estabilidad a nuestra forma de vida democrática? Morelenses, poblanos y chilangos, al contrastar nuestras realidades, diríamos: “vaya, la democracia funciona y salva vidas”. Sin duda, la democracia logra mejor sus cometidos cuando se basa en instituciones que se apegan a principios de justicia claros y compartidos, como los que ya se expresan en nuestra Carta Magna. No hemos logrado dar un salto: pasar de la letra constitucional a la realidad. Nuestra Constitución es democrática, nuestra realidad no. Y ¿cómo se da ese salto? ¿Cómo se concluye la transición? No depende totalmente de quién gana las elecciones. Se trata de que los ciudadanos nos dediquemos a fiscalizar el trabajo de las instituciones existentes y a exigir la creación de las que faltan. Por supuesto, si quienes encabezan los poderes de la unión bloquean, como sucede ahora, la creación de, por ejemplo, la fiscalía anticorrupción, es obvio que la democratización de la realidad se obstruye. Pero no tiene sentido dejar todo en manos de quienes se benefician del statu quo. Ellos no tienen especial motivación para transformar las cosas. Nosotros sí. Somos, como ya señalé, una sociedad que no tiene fe en la democracia, que afirma, con razón, que los gobernantes son muy corruptos y que no confía en los demás, es decir, una sociedad colapsada (adjetivo tan usado en septiembre de 2017 para hablar de los edificios que se derrumbaron). Y es que, claro, si no confías ni en el Estado ni en los demás, sólo te queda ver por tus propios intereses: comprar un arma y atrincherarte. El Estado mexicano, como lo conocemos, no funciona para vivir en democracia; está estructurado de tal manera que los corruptos se solapan entre sí y gozan del botín, impunes. Me parece que muchas organizaciones de la sociedad civil ya marcaron la ruta correcta para hacer que el Estado mexicano sirva para vivir en democracia: fiscalización de los funcionarios públicos y consecuencias a las conductas criminales. La única forma de revertir la desaprobación de la democracia es haciendo que funcione y que se note: los corruptos tienen que ir a la cárcel, y quienes permiten que se levanten edificios endebles, también. Y por otro lado, la injusta realidad mexicana requiere de políticas públicas que disminuyan drásticamente la desigualdad. Podemos ser una sociedad menos individualista y más justa, capaz de sortear mejor los sismos (reales y figurados) que se nos avecinan.
Imagen de portada: Héctor Guerrero, Ciudad de México, 2017.