Hace poco alguien puso en Facebook un video de las evoluciones de un gimnasta prodigioso: giraba horizontalmente apoyado en un solo brazo y luego, de un empujón que al parecer no le costaba el menor esfuerzo, se ponía en pie y hacía volteretas que aumentaban de amplitud como si poseyera una energía demoniaca. Los comentarios eran todos de éxtasis —qué deportista, qué belleza, eso sólo se consigue con disciplina y tesón, qué inspiración—, pero a mí el video me despertó a ese aguafiestas que todos los físicos llevamos dentro. Sí, era asombroso, pero algo andaba mal. Aquello no parecía humanamente posible. Es más, tampoco parecía físicamente posible. Me causaba la misma incomodidad que siente un músico cuando la orquesta desafina. Era como ver de nuevo a George Clooney en Gravity aferrarse con desesperación a las manos de Sandra Bullock y finalmente soltarse sin que medie ningún agente físico concebible que los pueda estar separando. Gravity tenía el pretexto de la licencia poética. ¿Qué explicaba la disonancia en el video del gimnasta? No tardé en darme cuenta de que el video estaba al revés. Las evoluciones del gimnasta tenían ese je-ne-sais-quoi de ciertos fenómenos que, proyectados en reversa, parecen absurdos: un huevo revuelto que se desrevuelve, una nube negra en agua que se reintegra en gota de tinta, escombros que se levantan y forman un edificio, un café con crema que devuelve un nítido chorro cremoso ascendente al tiempo (o al destiempo) que recobra el tono del café negro. En resumen, este video era un caso limítrofe entre dos tipos de fenómenos naturales: los que no se ven naturales cuando les invertimos el tiempo y los que sí. Porque, en efecto, hay algunos que sí se ven naturales: una piedra lanzada al aire que sube y baja, las oscilaciones de un péndulo, un caos de bolas de billar en colisión, un Tesla convertible en órbita, son fenómenos simétricos como un palíndromo. Las curvas que trazan el proyectil, el péndulo, las bolas de billar y el Tesla son capicúa. En cambio, las piruetas del gimnasta, el huevo revuelto y la tinta difundida en agua no lo son: tienen una dirección preferente, o más que preferente, exclusiva: un antes y un después imposibles de confundir. Cambiarle el signo algebraico al tiempo (sustituir t por –t) no sólo engendra absurdos dignos del País de las Maravillas en las películas. En la novela La flecha del tiempo del escritor británico Martin Amis el tiempo fluye hacia atrás. El narrador cuenta que, en los campos de concentración, los nazis metían cenizas en los hornos y sacaban cuerpos muertos que resucitaban cuando los metían en la cámara de gas, tras lo cual los ponían en libertad. Invertir el signo algebraico del tiempo puede trastocar el mal y el bien y volver buenos a los nazis. Esto debería bastar para demostrar que el tiempo no fluye hacia atrás, lo que podríamos llamar la demostración moral de la flecha del tiempo. Pero, ¿hacen falta demostraciones? Claro que no. La asimetría del tiempo está impresa en todo lo humano, desde las clases de historia hasta nuestras agendas llenas de planes para el futuro, desde el huevo revuelto del desayuno hasta el paquete de servicios que le compramos a la agencia funeraria. Tantas preocupaciones humanas dependen de esta asimetría fundamental del tiempo: el estrés (angustia de lo que está en el futuro), el arrepentimiento (angustia de lo que está en el pasado), la urgencia (angustia del futuro inmediato), la impaciencia (molestia por la lentitud con la que pasa el tiempo), la esperanza (incertidumbre del futuro que nos da aliento), la nostalgia (certeza de que el pasado fue mejor). Por eso es muy extraño que la asimetría no esté impresa en la física misma. Las leyes de la física no distinguen el pasado del futuro; les da igual si pasamos la película en reversa. O si guardamos la película en su lata.
Indiferencia cronológica
En 1955, poco antes de su propia muerte, Albert Einstein escribió una carta de condolencias a los hijos de su querido amigo Michele Besso, que acababa de morir. Como sería de esperarse tratándose de Einstein, el consuelo que les ofreció no fue de tipo religioso —estilo “ya está en un lugar mejor” o “el Señor lo quería a su lado” o ése, terrible y nada consolador, de “por algo pasan las cosas”—, sino físico: “Para nosotros, los que creemos en la física, la diferencia entre pasado, presente y futuro es una ilusión, si bien una ilusión muy persistente”. En la física el pasado y el futuro existen con el mismo derecho que el presente, ¿qué significa, entonces, morir? (Irónicamente, se puede usar una cita bíblica para decir lo mismo: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?”, dice san Pablo en la Primera epístola a los corintios.) Treinta años antes, la baronesa Karen Blixen, escritora danesa que firmaba con el nombre de Isak Dinesen, autora de África mía y “El festín de Babette”, expresaba una idea parecida en una carta que le envió a su madre. Karen Blixen vivió en África de 1914 a 1931. En la carta la baronesa se consuela de encontrarse lejos de su tierra y su familia con estas palabras:
Es extraño, pero aquí uno se acostumbra a vivir de los recuerdos, o de pensar en cosas que están lejos —a tal grado que se pierde el sentido de la distancia no sólo en el espacio, sino en el tiempo—. No puedo explicarlo mejor, pero ya no siento la diferencia entre el pasado y el presente. Según Thomas [hermano de la baronesa], Einstein dice lo mismo: que las mismas leyes gobiernan el tiempo y el espacio; cierto es que tenemos conciencia de estar en un solo lugar, pero no es más que un prejuicio el suponer que otros puntos del espacio y el tiempo no existan exactamente de la misma manera.
Einstein no lo decía nada más por poetizar: en 1905, por afán de nivelar una fea asimetría que había aparecido en otro rincón de la física, se vio obligado a modificar esas “leyes” del espacio y el tiempo y al modificarlas las dejó casi irreconocibles: ahora resulta que la extensión de un objeto depende de la velocidad a la que se desplaza y que el tiempo transcurrido entre dos sucesos no es igual para todo el mundo. Para resarcirnos por tener que aceptar estas cosas tan extrañas, la teoría especial de la relatividad reunifica la física, y el tiempo y el espacio adquieren esa hermosa, aunque inquietante, simetría que mencionan Einstein y la baronesa Blixen.
El tiempo no pasa, sólo “es”
Einstein desarrolló la teoría, pero el que se dio cuenta de que ésta conlleva la unificación de espacio y tiempo fue el matemático ruso Hermann Minkowski, que había sido maestro de Einstein en el Instituto Tecnológico de Zúrich (aunque Einstein se volaba sus clases). Minkowski demostró que las ideas que puso Einstein en la teoría especial de la relatividad pasan de ser extrañas a casi evidentes si las metemos en cuatro dimensiones. El universo no consiste en un espacio de tres dimensiones extendidas y un tiempo que se va desenrollando hacia el futuro, sino en un bloque en el que el espacio y el tiempo figuran en pie de igualdad. “En adelante, el espacio por sí mismo y el tiempo por sí mismo se reducirán a meras sombras y sólo una especie de unión de ambos conservará la independencia”, dijo Minkowski. En el nuevo espacio cuatridimensional las matemáticas de la teoría especial de la relatividad se transforman en poesía, y el tiempo se convierte en una dimensión extendida como las tres del espacio y sin orientación preferencial. Antes el tiempo era como una película: el presente era el fotograma que se está proyectando en la pantalla, el futuro el carrete que contiene la parte de la película que no hemos visto y que desconocemos, y el pasado el carrete que contiene la parte que ya vimos y que recordamos. El espacio-tiempo de Minkowski es la película completa en su lata, sin proyectar, con todos los acontecimientos ya determinados e inmutables, o un rimero de instantes como un bloque de hojas de papel. En este mundo-bloque yo soy yo en todas las posiciones que he ocupado y ocuparé en mi vida, como el Desnudo bajando una escalera de Marcel Duchamp, lo que se explica muy bien en dos obras literarias publicadas diez años antes y veinte años después de la teoría especial de la relatividad (hay ideas que flotan en el Zeitgeist, ni duda cabe). En La máquina del tiempo de H. G. Wells el personaje llamado “el viajero del tiempo” convoca a unos amigos para mostrarles la máquina con la que piensa desplazarse al pasado y al futuro y les dice: “Voy a tener que trastocar un par de ideas casi universalmente aceptadas. La geometría que les enseñaron en la escuela se basa en un error”. Una línea no tiene anchura y un plano no tiene espesor: líneas y planos son meras abstracciones, señala el viajero. Por una razón similar, un cubo que —con largo, ancho y altura— carezca de duración tampoco puede existir. ¿Qué podría significar un cubo instantáneo? La idea es absurda. Así pues, “todo cuerpo real debe tener extensión en cuatro direcciones: largo, ancho, espesor y duración. Pero por un defecto natural de la carne, tendemos a menospreciar este hecho. En realidad hay cuatro dimensiones, tres de las cuales son los tres planos del espacio, y la cuarta, el tiempo”. ¡Y estamos en 1895! Prosigue el viajero de Wells: “Tenemos la tendencia a trazar una distinción artificial entre las tres dimensiones del espacio y la del tiempo sólo porque da la casualidad de que nuestra conciencia se mueve en una sola dirección a lo largo de ésta última del principio al final de nuestras vidas”. En el último volumen de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, se relata una fiesta de sociedad en la que se reúnen los personajes principales que transitaron por las muchísimas páginas del libro. Al llegar a la fiesta el narrador experimenta una sucesión de epifanías que lo hacen concebir el tiempo como una especie de secreción de las cosas, y sobre todo de las personas. El narrador repara especialmente en la entrada del Duque de Guermantes, ya ancianísimo, aunque no menos rabo verde que en su juventud, y al verlo en pie, vacilante de mente y de postura, se lo imagina encaramado en la cima de una larguísima columna de años que se extiende de sus pies hacia abajo. La revelación desata en el narrador una furia creativa que lo impulsará a escribir por fin la obra de su vida, que ya había perdido la esperanza de jamás acometer. En las últimas páginas el narrador dice que, si bien quizá no pueda dar la idea precisa del tiempo, “al menos no dejaría yo de describir al hombre como un ser cuya longitud no es la de su cuerpo, sino la de sus años.” El universo que describen el viajero del tiempo y el narrador de Proust se parece al espacio-tiempo de Minkowski en el sentido de que el tiempo es una dimensión más, como las otras tres. Percibimos el espacio como extensión y el tiempo como transcurso por puro accidente (“un defecto natural de la carne”). Puro prejuicio, para la baronesa Blixen, pura ilusión para Einstein, “si bien”, como escribió éste en su carta a los hijos de Michele Besso, “una ilusión muy persistente”…
Flecha termodinámica
Tan persistente que pide a gritos explicación. Para ponerle dirección al tiempo en la física habría que imponerle al universo un odómetro que, como el del coche, sólo avance y no pueda retroceder. En 1927 el físico británico Arthur Eddington basó ese odómetro en la segunda ley de la termodinámica (y de paso acuñó la expresión “flecha del tiempo”). La segunda ley es un resultado general derivado de la observación impepinable de que las cosas calientes se enfrían espontáneamente y las cosas frías nunca se calientan por sí mismas. Una de las muchas formas de expresarla es ésta: en un sistema cerrado todo proceso ocurre en la dirección en la que aumenta la entropía, magnitud que se relaciona con el grado de desorden de un estado. Consideremos una casa, por ejemplo, no es más que una colección de átomos y moléculas de distintos materiales distribuidos de cierta manera. Una bola demoledora que arremete contra la casa redistribuye al azar sus átomos y moléculas y lo más natural es esperar que tras el golpe la casa quede reducida a escombros. Nunca ocurre que el efecto de la bola demoledora sea dejar la casa redecorada con acabados rococó, pese a que ésa es una posible reconfiguración de sus átomos y moléculas. ¿Por qué? Es cuestión de probabilidades. De todas las configuraciones posibles de las partículas que componen la casa, son muchísimo más numerosas las que la dejan reducida a escombros que las que la convierten en una joya del arte rococó. Hay muchas más formas de ser un montón de escombros que de ser una casa y, por lo tanto, cuando escogemos al azar —por ejemplo, a golpes de demoledora, o simplemente dejando transcurrir el tiempo—, lo más probable es que obtengamos el montón de escombros. La entropía de un estado de la materia tal como “casa” o “montón de escombros” está relacionada con el número de distribuciones distintas de las partículas que son compatibles con ese estado. Así, la casa tiene menos entropía que el montón de escombros. En general, los estados de alta entropía son inmensamente más numerosos que los de baja. Eddington escribió: “Tracemos una flecha en una u otra dirección [de la dimensión del tiempo]. Si al seguirla vemos cada vez más del elemento aleatorio en el estado del mundo, la flecha apunta hacia el futuro; si el elemento aleatorio disminuye, la flecha apunta hacia el pasado. Ésa es la única distinción que admite la física”. Vistas así las cosas, la flecha del tiempo es la tendencia general de las cosas a desordenarse espontáneamente. El antes se distingue del después en que, en general, tiene menos entropía. La flecha termodinámica que introdujo Eddington no implica que el tiempo fluya. Seguimos en el universo-bloque de Minkowski y Einstein (y Proust y Wells, quizá). Como explica el físico Paul Davies, la aguja de una brújula que apunta al norte no implica ningún movimiento hacia el norte, sólo una asimetría respecto a la dirección norte-sur, y la fuerza de gravedad una asimetría respecto a arriba y abajo. De la misma manera, la flecha del tiempo sólo señala una asimetría del tiempo respecto al antes y al después, pero “hablar del pasado y del futuro es tan absurdo como si habláramos del arriba y del abajo”. No hay un arriba absoluto ni un abajo absoluto. Tampoco hay futuro y pasado absolutos, sólo instantes que van antes que otros sin que ninguno sea el instante de referencia respecto al cual se pueda hablar de pasado y futuro sin caer en contradicciones. Los científicos discuten otras posibles flechas; por ejemplo, la psicológica (nuestra percepción de que el tiempo fluye en una sola dirección) y la cosmológica (el tiempo fluye en la dirección en la que se ve al universo expandirse), y ninguna genera consenso, lo cual es otra forma de decir que el problema del universo irreversible descrito por una física reversible no está resuelto. Habrá que esperar para saber la solución. O dejar que se acumule entropía en el odómetro del universo. Pero, ¿de qué nos preocupamos? Después de todo, podemos invocar el consuelo einsteiniano-blixeniano para darnos esperanza: la solución está en el futuro, y por lo tanto existe exactamente de la misma manera que si estuviera en el presente.
Imagen de portada: Alexander von Humboldt, Kosmos, 1834.