Ramiro Cortina comenzó a impacientarse. Hacía media hora que daba sorbos a un segundo tequila y el mesero no le prestaba atención. Lo llamó con un ademán imperativo, y acudió presuroso.
—¿Deseaba usted la carta? —y le extendió una pequeña charola de plata con un sobre perfectamente cerrado.
Era la segunda vez que Ramiro comía en La Casona, una vieja residencia con un patio central y san Francisco de Asís en medio, rodeado de geranios, con mesas situadas bajo las arcadas y un alero rematado con gruesos vigones. Se comía bien en ese sitio. La ocasión en que lo trajo Joaquín por primera vez, le había encantado contemplar, desde su asiento, las pilas de loza poblana sobre el fregadero y la estufa de mosaico. Desde la muerte de Joaquín, todos los viernes comía solo. Ahora sentía que en La Casona se filtraba un tiempo viejo.
¿Un sobre? Lo tomó mirando al mesero con desconfianza. Su postura imperturbable parecía indicar que ése era el estilo del restaurante. El hombre se retiró y dejó a solas a Ramiro, con el sobre sin rotular entre sus manos. Mientras leía velozmente unas líneas de esmerada caligrafía, aderezadas con un rico vocabulario, una sopa de flor de calabaza humeaba a su lado y un vino que no había pedido le era vertido en una copa.
Una incierta Dolores firmaba la carta. Era imposible atribuir el hecho a un error o a la casualidad, pues la firmante aludía a ciertos rasgos de Ramiro: sus manos, su pelo cano, el bastón con empuñadura de hueso recargado en la silla que estaba a su lado. Debía de ser una mujer muy culta. Ramiro no podía disimular que muchos de sus comentarios le halagaban.
¿Qué mujer le podía escribir tan dulcemente? Sin notarlo, se había bebido medio tazón de sopa. Estaba exquisita. El mesero se acercaba con un estofado que desprendía un fuerte olor a achiote. “Pero si yo no lo he pedido. ¿Esta carta será para mí? ¿Quién es Dolores?”. La seguridad del mozo al colocar el guiso y retirar el tazón lo intimidó. Cualquier pregunta estaba fuera de lugar.
Antes del siguiente viernes, Ramiro estaba muy nervioso. Había esbozado una respuesta. La releyó el domingo a la hora del desayuno y para el almuerzo ya la había sustituido por otra, después de ensayar la introducción en repetidos intentos sobre un papel en blanco: “Muy estimada señora”, “Mi fina y etérea amiga“, “Respetable dama“, para acabar con un “Querida Dolores“. El jueves tenía en sus manos la cuarta versión, pasada en limpio. Con esa respuesta había descubierto un destino para todos sus pensamientos deshilvanados, para la memoria de textos célebres y para los propios, anotados en su libreta de piel. Los versos de Darío y Amado Nervo, el amor de Miguel Hernández y la pasión de Manuel Acuña dialogaban en un intenso llamado de amor.
Llegó a La Casona pasadas las tres de la tarde, no sin antes revisar el planchado de su camisa, escoger minuciosamente el gazné y salpicarse con más lavanda de la usual. Esta vez bebió el aperitivo con impaciencia. El mesero, después de un rato, se acercó y preguntó si el señor quería ver la carta.
—Por favor —respondió pensando que tanta locura sólo podía ser pasajera y, con un plomo en el alma, se resignó a destinar su cuidada respuesta al armario.
—Señor.
El mesero le extendió la misma charolita plateada y un sobre, esta vez rotulado con su nombre. Aturdido, extrajo el sobre que traía en el bolsillo del saco, y el mesero, que parecía haber estado esperando esa acción, se retiró con la carta para Dolores colocada en la charola. Intrigado, lo siguió con la vista. Todo era tan parecido a una consigna que escondió el asombro y perdió el apetito. De la chaqueta tomó un delicado abrecartas que no portaba habitualmente, y rasgó el sobre por el doblez de la derecha, dispuesto a degustar las líneas de Dolores.
Habían pasado dieciséis viernes. Ramiro contaba las cartas de su amiga, alineadas dentro de un cofrecillo de nogal cuya llave colgaba de la cadena de su reloj. Nunca antes había permanecido tanto alrededor de una mujer. ¿Y si preguntaba al mesero por Dolores? ¿Dónde estaba? ¿Sería como la pensaba? Para entonces, ella ya tenía una cara melancólica y un pelo negro y espeso que ataba al filo de la nuca, sonreía con recato y vestía siempre de azul. De su cuello colgaba un guardapelo de oro en forma de corazón. Vacío, suponía él. No estaba seguro de qué tanto se había dibujado Dolores en sus cartas o qué tanto la había inventado él.
Hasta el momento no había querido irrumpir en la Dolores fantasmal, pero las últimas noches se sorprendía inquieto, anhelante de una respiración cercana, de un aroma de mujer, de un sudor que rozase su piel velluda. El deseo de soltarle el pelo y prolongar un beso en el cuello, desvistiendo poco a poco para él esa figura elegante y azul, se había adueñado de la calma de su sueño. “Hoy preguntaré”, pensó mientras se anudaba la corbata y la fijaba con el fistol de rubí, se miraba de reojo en el espejo y salía de prisa, excitado por la decisión.
El restaurante estaba casi vacío. Ese viernes se parecía poco a los otros a la hora de la comida. Se sentó en la mesa de siempre, cerca del ajetreo de la cocina. Un mesero se acercó. No era el mismo de siempre. Le pidió el tequila inquieto por la intromisión que ponía en peligro el rito de todos los viernes. Miró a su alrededor: no sólo el mesero era otro, sino que él y dos más eran el único personal del restaurante. Y ahora ¿cómo le podría preguntar por Dolores? ¿Cómo explicarle todo? Se aflojó el cuello de la camisa. “Dolores”, pensó evocando abandono y adioses. Pidió un segundo tequila. La loza, en la cocina, era lavada en silencio, los camareros se deslizaban entre las mesas.
El mesero, notando rara su antesala al almuerzo, se acercó a Ramiro. La charola al final de esa manga blanca estaba vacía.
—¿Qué ha pasado, que hay poca gente?
—La dueña murió el domingo y hoy fue el entierro. ¿Quiere que le traiga la carta?
Mónica Lavín, “La carta”, A qué volver. Antología personal, Tusquets, México, 2018. Publicado con autorización de la autora.
Imagen de portada: Manuel Ocaranza, Naturaleza muerta, 1881. Museo Nacional de Arte, INBA, dominio público.