Las aventuras de José de Castro por tierra, mar y nieve

Viajes / dossier / Septiembre de 2024

Laura Ímaz Álvarez Icaza

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En 1687, José de Castro, un religioso y poeta novohispano, fue elegido entre los más de doscientos franciscanos que había en Zacatecas como proministro para representar a esa provincia en el Capítulo General de la orden franciscana, la máxima congregación de la cofradía, que se llevaría a cabo el 5 de junio de 1688 en Roma. Hoy su vida ha quedado relegada a la pluma de especialistas y al polvo del archivo, que guarda algunas de sus obras inéditas. Castro nació en Zacatecas en 1648, donde entró a la orden de San Francisco a los veintidós años, dedicándose a predicar la doctrina cristiana por los caminos del centro norte del virreinato y a enseñar teología a los jóvenes queretanos.

​ Además de otros textos, escribió el Viaje de América a Roma, libro de formato pequeño, que debió haber tenido cierto éxito, pues conoció tres ediciones. La primera se publicó en Madrid, en 1689, a costa del propio autor, en el taller de Juan García Infanzón; es una edición alegal, como lo señala Guadalupe Rodríguez Domínguez en su edición crítica, ya que no cuenta con los permisos preliminares. Este tipo de impresiones se permitían siempre y cuando el tiraje fuera pequeño y no se buscara su venta. Tal es el caso de nuestro autor, que así lo anuncia al inicio de sus versos: “Para solos mis amigos/ hago este breve cuaderno/ con algo de lo que he visto/ y parte de mis progresos”. En México, sacó a la luz una segunda edición alrededor de 1690 en la imprenta de Jerónima Delgado Cervantes, viuda de Francisco Rodríguez Lupercio. De esta publicación, Rosa Teresa de Poveda, viuda de José Bernardo de Hogal, imprimió una tercera en 1745. Es importante reconocer el nombre de estas impresoras, porque muchas veces estuvieron a la cabeza de este gremio tras el fallecimiento de sus esposos. Sin embargo, sus nombres no siempre aparecían en la portada, como puede observarse en la edición de Castro.

​ En la obra, vemos que Castro le tiene un miedo terrible a navegar, sufre cada vez que se encuentra en un navío, incluso, llega a sentir que de Liorna a Marsella sus remeros lo llevan a la muerte. Prefiere, sin duda, el trayecto por tierra, aunque no está exento de vicisitudes: sus guías lo apresuran sin dejarlo conocer los poblados o le cobran de más por cada parada, su carroza se atora en un lodazal y hay ladrones al acecho. Además, vive varios choques culturales: la comida, los cambios de moneda, las formas de ser de los franceses y los italianos, así como los constantes maltratos en las aduanas; asimismo, le impactan los Alpes con sus trineos, “instrumentos” novedosos para él, conducidos por mujeres.

​ No obstante, el viaje del autor comenzó mucho antes de embarcarse hacia el Viejo Mundo, pues su búsqueda de financiamiento lo llevó, en 1687, a la minas zacatecanas y potosinas a pedir apoyo, como él mismo lo indica al principio de su relato. La travesía total duró casi dos años. La primera fecha que proporciona es la del 1 de abril de 1687, cuando salió de San Luis Potosí para dirigirse a la Ciudad de México y de ahí a Veracruz, de donde partió el 23 de septiembre en el barco San Antonio. Tardó veinte días en llegar a La Habana, donde tuvo que quedarse un mes por reparaciones, pues las tormentas habían dañado el navío; luego, después de continuar por el Atlántico, llegó a la costa de Portugal y, por fin, a finales de enero de 1688 atracó en el puerto de Sanlúcar. Ahí comenzó su camino por tierra, atravesó varios poblados de España, Francia e Italia, en mulas, barcos, falúas y caminó largos kilómetros.

​ Las rutas de ida y de regreso fueron distintas, lo que le permitió visitar lugares dignos de peregrinación. En un primer momento, llegó al poblado de Loreto, junto al mar Adriático, y visitó la basílica de la Santa Casa, donde el arcángel Gabriel le anunció a María que sería la madre de Jesús; también pasó por Asís, en cuya basílica presuntamente está sepultado el fundador de la orden. Después de una estancia de “un mes y seis días” en Roma —“[ciudad en que] cabe todo:/ lo santo, lo muy perfecto,/ lo delicioso y profano,/ lo ilícito y nada honesto”— regresó a Madrid. De camino a casa vivió otros periplos: en Bayona, unos guardias embargaron sus maletas y debió pagar para que se las devolvieran; y en Irún, lo estafaron por rentar unos caballos para cruzar a España. Pero no todo fue terrible, también se convirtió en el héroe de una riña entre vecinos encendidos por el alcohol y el juego en Las Rozas.

Portada del Viaje de América a Roma de José de Castro. Imprenta de la viuda de José Bernardo de Hogal, Rosa Teresa de Poveda, 1745.

​ El Viaje de América a Roma está escrito en romance1 y se inscribe en la tradición de los relatos de viaje, de modo que el narrador cuenta su percepción del “otro” y, al hacerlo, también se retrata a sí mismo, pues expone su actitud ante lo desconocido. En este sentido, es interesante tener en cuenta el tono y el estilo que adopta. Castro toma una tonalidad jocosa, sobre todo, cuando describe sus traslados, así como al inicio y al final del poema; el abanico de su humor es diverso, va desde lo inofensivo y ligero hasta lo grotesco y mordaz. Al mismo tiempo, se vuelve más grave al explicar lo que va conociendo, ciñéndose, en su mayoría, al concepto retórico de la brevitas; por lo que, en vez de descripciones detalladas, encontramos fórmulas del estilo “es poco a su descripción/ cualquier encarecimiento”, que lo excusan de profundizar. En contraste, tres lugares que lo maravillan y donde se detiene profusamente son Turín, Florencia y la Biblioteca Vaticana.

​ Castro es un poeta culto y orgulloso de su composición, como lo atestiguan sus rimas finales; en sus 4 366 versos, hace analogías con pasajes mitológicos y guiños intertextuales a Owen, Marcial, Quevedo, Lope, Tito Livio, Virgilio y Ovidio. Además, su “yo” ficticio no hesita en compararse con Diógenes el Perro, don Quijote, Polifemo, Paris, Niso y Tántalo, llegando incluso a usurpar, en una discusión con “un muy ridículo viejo”, la identidad de fray José Copons, candidato a desempeñar un cargo en la orden franciscana, con lo cual construye una máscara compleja de su “yo”, bastante rica en matices.

​ Después de esta breve introducción, los invito a recorrer una selección de sus versos que ejemplifican algunas de las aventuras expuestas arriba, así como sus miedos, admiraciones, indignaciones y sus momentos de escritura. Siguiendo sus pasos, vayamos al calor de Veracruz, sintamos el terror de una tormenta en altamar durante una noche cerrada, atravesemos los fríos Alpes y frustrémonos cuando nos nieguen la entrada a Roma; o bien, conozcamos el carácter de los italianos, maravillémonos con Florencia y entendamos por qué Castro se animó a dar sus versos a la imprenta.2

[SALIDA HACIA VERACRUZ]

El año de ochenta y siete, con mis despachos completos, salí a primero de abril de San Luis Potosí, centro de cariños y de agrados, tierra que parece cielo, madre del oro más fino, cuyo conocido cerro parece que tocó Midas con todos sus cinco dedos, pues allí el metal monarca con brillos y lucimientos, aunque pese a todo Judas, acredita lo bermejo. Para México partí, muy cuidadoso, entendiendo hallar alguna noticia de embarcación en el Puerto; allí me detuve mucho, siéndome preciso hacerlo pues nos faltaron navíos si nos sobraron deseos. No diré las menudencias de otros acasos diversos, porque a decir lo importante solamente me resuelvo. Pasamos de allí y llegamos a la Vera Cruz, y creo que al purgatorio, ya que no puede ser el infierno. Comencé luego a sudar, saliendo de cada pelo no un hilo sino un gran Nilo en que se inundaba el cuerpo. Allí pasé muchos días con bochornos estupendos, y, respirando rescoldos, deseaba beber los vientos. Vi la playa y baluartes, piezas, tiros y pedreros, que toda esta ciudad es Etna, Flegra, Mongibelo, Vesubios,3 y todo cuanto presume tocar a fuego.

[HACIA LA HABANA]

Llegó la señora noche tendiendo su manto negro, y el norte muy regañón nos dio resoplidos fieros. Los reverendos vocales probaron muy bien el serlo, pues echaron por la boca todos los mantenimientos. Andaba la vomitona tanto como el norte recio, y aguaceros de manjares los tiburones tuvieron. Y mientras todos los otros andaban con sus mareos, andaba yo con sudores originados del miedo, muy flaco de corazón, y que no lanzase creo que fue de puro temor, este es mi sentir ingenuo. […] Aquella terrible noche se puso un capuz4 el cielo, tocando al arma las nubes al sonido de sus truenos, relámpagos, vientos y agua con olas del mar soberbio se unieron a contrastar los genoveses abetos, […] Comenzó a brincar la nao, y con los vaivenes recios frasqueras contra frasqueras terribles choques tuvieron, al sonido de las cajas que iban haciendo lo mesmo. Aquel horrible crujido comenzó a tocar a miedo, pocos lo disimularon y los más lo descubrieron. Yo confieso mi pecado, que lo tuve giganteo, y le llevaba al mayor de ventaja diez mil dedos. Todo era andar preguntando si ya se aclaraba el cielo, si estaba cerca algún bajo, y atónitos y suspensos como niños en la cuna nos estábamos meciendo. Muchos frascos se quebraron, con que tuvimos adentro otra inundación de vino y así, todo fue aguaceros.

[LOS ALPES]

Aquí empezó un gran trabajo que me molestó en extremo, porque mi mozo de mulas, dejando el camino recto, por atajar ciertas leguas me subió por unos cerros, intrincados y terribles, de grandes despeñaderos. En uno de ellos caí, y, aunque el golpe fue tremendo y el precipicio terrible, quedé, a Dios gracias, ileso, y a su soberana Madre, asilo y amparo nuestro. Por siete continuos días anduve de cerro en cerro, por estrechísimos pasos y muy fragosos senderos, atravesando los Alpes todos de nieve cubiertos. Y al cabo de siete días de peligrosos ascensos nos miramos en la cumbre, que es el más temido asiento y el más nombrado de todos, quizá por lo muy horrendo, Monginebra5 le llamaron […] Entre estas fraguas de fríos hay unos pueblos, que, yertos, allí solamente sirven de pasar los pasajeros, con instrumentos que tienen diputados para ello, y sus moradores pasan sólo con el estipendio […] Vime, en fin, en la gran cumbre, donde, mirando hacia el centro, solamente divisaba nieve abajo, arriba cielo, ya no vi tierra, ni peñas, todo era un nevado objeto, y una terrible bajada que está la nieve cubriendo. Parecía cosa imposible pasarla, y dispuso el Cielo que en los lugares que he dicho haya para ello instrumentos. Estos se llaman ramasas,6 fabricadas de maderos con sus asientos de tabla firmes, constantes y recios; allí sientan al que pasa, y muy bien armados ellos de botas, zamarro7 y guantes, por aquel despeñadero se arrojan con la ramasa. Y siempre entre nieve envueltos van por la nieve rodando, y al pasajero teniendo del cabo de la ramasa. Y lo que me admira de esto es que también las mujeres hacen este oficio mesmo, pues dos de ellas muy robustas a mi ramasa cupieron, y del instrumento asidas a puerto de salvamento me sacaron y, constantes, dos leguas casi anduvieron.

[A LAS AFUERAS DE ROMA]

No entré en la ciudad, porque tuvimos orden expreso de estar como los leprosos extramuros hasta el tiempo de la función, y nos vino noticia de este precepto por el protector, formado con políticos pretextos. Dos millas de Roma estuve mis sucesos escribiendo, un Tántalo8 sin manzanas, pero con grandes deseos de mirar sus maravillas, pero, no pudiendo hacerlo, ver correr el turbio Tibre9 era mi entretenimiento.

[LOS ITALIANOS]

Traté de partir de Roma de los ítalos huyendo, amigos de los cuatrines y no tan amigos nuestros. Es gente toda embebida en hechizar los dineros, y el arte de bien vivir lo saben de verbo ad verbum,10 adulan por ver si sacan, entrando muy lisonjeros a cualquier conversación con su caldo o con su fredo. Es su delicia común y más amado festejo el bon vin, y en las tablillas se escribe por llamamiento, a que acuden puntuales los ítalos muy contentos, bravos vasallos de Baco11 y amantes de sus sarmientos, y aunque no guarden ganados son siempre finos vaqueros, por el dios de las vendimias, y amantes de sus sarmientos, a Ganimedes12 hurtando el oficio de copero, sin tenerlo por infamia; por eso a lo descubierto, aunque no tengan calzones siempre han de echar bebederos. Son terribles demandantes, son grandísimos chasqueros,13 y así es menester guardarse de sus muchos pedimientos. Y hemos menester tener contra sus continuos peros para italianos “donates”14 los castellanos “no quieros”, y para sus peticiones andar armados de negos,

[FLORENCIA]

Llegué a la flor de la Italia, sus bellezas advirtiendo, y admirando su hermosura conocida aun desde lejos, esto es, a la gran Florencia, que siempre está floreciendo, de los sentidos delicia, quintaesencia de lo bello. Y si como fue licurgo15 Paris del reñido pleito de las tres gallardas diosas, y dio la manzana a Venus, lo fuera yo en competencia de otras ciudades, confieso, que se la diera a Florencia, sin que tuviese remedio. Aún su suelo es prodigioso, sus mármoles son soberbios, sus bronces son admirables, curiosísimos sus templos, su comercio muy lucido, sus edificios excelsos, su situación peregrina, su país es muy ameno, con un muy hermoso río, que le cruza por en medio. Vi su maquinoso domo, y el templo de san Lorenzo, que es panteón de los Duques.16 Yo presumo que no hay precio a tanta riqueza digno, pues todo él está cubierto de preciosísimas piedras, donde el arte ha echado el resto, en que forman mil labores con muy preciosos enredos. En el palacio del Duque quedé atónito y suspenso de tanta riqueza junta, puesta en salones diversos, mesas de piedras preciosas con los diamantes muy bellos y finísimos rubíes y esmeraldas son arreo de las bellas galerías que de pinceles muy diestros de estatuas, bronces y jaspes son un admirable lleno. […] Vi una gran galería vi catorce apartamientos, todos de piezas de plata, fuentes, tazones, saleros […] Otro salón me enseñaron, que desde el suelo hasta el techo de losa de China estaba con curiosidad compuesto.

[ORGULLOSO DE SUS VERSOS]

Dirán que cómo me animo a imprimirlos, si confieso su poquísima cultura, y al reparo respondiendo, digo que ha sido esta audacia nacida de un mal ejemplo, porque he advertido en España muy malos versos impresos, y gritados por las calles de muchas ciegas y ciegos, y entre ellos podrán ser reyes éstos, si son sólo tuertos. Fuera de que este viaje me ha molido y me ha deshecho, y para que mis amigos gocen de este molimiento, lo doy en mala poesía, porque sé que no hay mortero que muela tan tenazmente como un romanzón eterno.

Imagen de portada: Portada del Viaje de América a Roma de José de Castro. Imprenta de la viuda de José Bernardo de Hogal, Rosa Teresa de Poveda, 1745.

  1. Es un tipo de poema sin extensión fija propio de la tradición hispánica formado por octosílabos con rima asonante en los versos pares. 

  2. Para esta recopilación revisé los ejemplares de El viaje de la Biblioteca Nacional de México, la edición crítica de Rodríguez Domínguez, así como la primera modernización y selección de Martha Lilia Tenorio en el tomo 2 de su Poesía novohispana. Antología

  3. El Vesubio y el Etna, también llamado Mongibelo, son famosos volcanes italianos y los campos Flégreos son una caldera volcánica del mismo país. 

  4. Capuz: capa larga y negra. 

  5. Montgenèvre: comuna francesa. 

  6. Ramasas: trineos. 

  7. Zamarro: abrigo hecho con piel de cordero. 

  8. Tántalo: fue condenado a pasar hambre y sed por la eternidad. 

  9. Tibre: río Tíber. 

  10. Verbo ad verbum: palabra por palabra. 

  11. Baco: dios del vino. 

  12. Ganimedes: príncipe troyano de quien Zeus se enamoró y llevó al Olimpo, volviéndolo el copero de los dioses. 

  13. Chasqueros: de chasco, burla. 

  14. Donate: juego con el imperativo dari, dar. 

  15. Licurgo: juez. 

  16. Panteón de los duques: tumbas hechas por Miguel Ángel para algunos Medici.