Están preparando té,
los vapores invaden,
se adueñan,
cosa rara en este entorno.
La hierbabuena
recién cortada en el jardín
se mezcla con el mentol del ungüento
que se ha puesto a hervir en agua
en un pocillo aparte.
Alguien debe estar enfermo.
Con los ojos apenas entreabiertos
y pegados por tanta legaña,
distingo a varios sonámbulos.
Van y vienen, llevan y traen.
Suben y bajan
por la escala jacobina
de mi duermevela.
Borrosa escena, compartida
con una más cercana,
el trajín
de mi habitación a la cocina.
Unos dedos me acarician.
Los mismos que cortaron las hojas del té.
No quiero que se vayan. Quédense aquí,
les suplico sin palabras.
Como si pudieran responder.
De pronto,
identifico a tan febril persona
en el espejo biselado
que su rostro multiplica.
Ya respira hondo.
Qué alivio,
la claridad de lo inhalado
se une a lo que tengo enfrente.
Seres humanos.
Uno, sobre todo,
me convence de que no habrá dolor
(ni el menor indicio de alcohol flota en el aire),
la hierba “apacigua” los nervios.
No moriré,
pero ¿seguiré presa en esta cárcel?
¿Qué cárcel?
Otro entra con una taza humeante
en la charola: infusión de hierbabuena.
Ya transformada a medias,
antes de acercármela a los labios,
veo hojas de un verde muy intenso
flotando en ese estanque,
lanzas que con sólo existir
me pican, me agreden.
Debe oler y doler para curar
(acércate, acércate, acércate):
tomo, pues, el primer sorbo ardiente.
Me quema la lengua.
Me perfora
el velo del paladar.
Huele cada vez más y más
a una planta que no quiero olvidar.
Ahora mastico una de las hojas
y despierto, me percato de la vigilia.
Es amargo el mundo.
Quiero escapar.
Prefiero la dolencia.
¿Dónde fue a parar la escala?
Soy muy pequeña;
pienso en el cuento
donde alguien preparaba un brebaje
cuyas hojas otros preferían fumar:
debía entrar aquel olor de otra manera,
ser sabor para trastocarme,
volver salud la enfermedad.
Quiero inhalar
además de aspirar la menta.
Que llegue al fondo.
Que sea buena y santa.
[Claramente en tal ambiente se confunden yerba santa y hierbabuena. En la casa pronunciaban yerbasana, y yo entendía, claro, sana-sana-colita de rana, si no sana hoy sanará mañana… Se la usaba para enmascarar sabores. ¿A qué olía, pues, la sanación? ¿A santidad?]
Ya mayor,
buscando recuperar por recuperar,
le di el golpe a un cigarro mentolado.
Ni hierba ni buena
sino apenas un dejo del ungüento aquel,
descuartizante.
Momento: la inflamación continuaba.
Tomé una de las hojas lanceoladas,
la olí con el alma en un hilo.
Fue buena.
Fue bueno el mal.
Este poema forma parte de Borrosa imago mundi, FCE, México, 2021. Se reproduce con el permiso de la autora.
Imagende portada: Daria Kirpach, Rita Levi-Montalcini, 2015. Wellcome Collection