Poco después de que empiezo a hablar, mis padres me preguntan qué cosa prefiero en el mundo. Mi papá alega que es solo un experimento más, como cuando pone uno de mis pies en agua fría y el otro en agua caliente para analizar mis reacciones. Pero es obvio que ambos acercan sus oídos con la expectativa de escuchar “papá” o “mamá”. Habitada al instante por el espíritu del rey Salomón, yo grito: “¡comida!” Eso es lo que prefiero en la vida. Me deprime que me cuenten esta historia. Igual que las fotos de cuando tengo cinco años y mis cachetes son tan enormes que mis ojos parecen de chinita. Pienso que demuestran mi predisposición a la gordura. Aunque no tenemos sobrepeso, en mi familia se habla mucho del tema. Vivimos en una relación de amor-odio con la comida, que ingerimos con entusiasmo y hasta salvajismo al tiempo que despreciamos la acumulación de la grasa en el cuerpo. Mi padre es un bully de gordos. Jugamos a señalarlos y contarlos en la calle, como los árboles de Navidad a fin de año. Quien ve más gordos gana. Recuerdo que al inicio de unas vacaciones pasamos por el drive through de Arby’s, una cadena de comida rápida recién llegada a México. Dentro del coche mis hermanos y yo nos arrancamos las cajitas mientras mi padre acelera rumbo a la autopista. Coloca sobre sus rodillas la bandeja con papas que le toca en suerte. Lo malo es que al meter los dedos descubre que hay un fondo de grasa líquida donde nadan los gajos. Grita “¡Aj! ¡Aj! ¡Aj!” mientras se sacude las manos pringosas. La bandeja cae a sus pies, precisamente donde están los pedalesasí que tiene que orillarse. Está furioso. Justo en ese momento pasa por la banqueta un señor enorme con un perrito en correa y mi padre ruge: “¡Miren! ¡Un señor que de seguro come en Arby’s!” A partir de ese día, los gordos que contamos en la calle son simplemente arbys. Un arbys, dos arbys, tres arbys. Mi madre se sube a la báscula a diario. Sus dos kilos extras son como una ley de la física y vuelven con tanta certeza como la luna llena. Su punto débil es el arroz a la mexicana pintado con mucho jitomate. En ocasiones no se sirve arroz a la mesa durante una semana para que ella recupere su peso y el dominio sobre sí misma.
En mi casa no hay dulces ni postres. Por eso en las fiestas infantiles me dedico a hacerme de un botín. No me interesan ni los magos ni los juegos, solo la piñata. Escondo mis dulces en las bolsas de mis shorts y en los calcetines, para que no me los confisquen. Mi ropa queda manchada de colores azules y rojos.
En una ocasión la mamá de una amiguita me sorprende en plena noche con el bote de Nutella y una cuchara, dentro de su alacena. No es la primera vez que espero a que las luces se apaguen y me cuelo al cuartito donde guardan las galletas y los pastelillos, pero sí la primera que me cachan. Me da tanta vergüenza que no vuelvo.
A los catorce años decido dar la batalla definitiva contra este defecto de carácter que me llevará, no tengo duda, a la catástrofe y la grasa.
Durante los recreos miro con envidia lo que comen los demás. Una de mis amigas del curso anterior consume papas fritas sabor queso. Es muy delgada, así que la supongo feliz. Ella y algunos de mis antiguos amigos forman la banda chida de la escuela. Fuman, van juntos al boliche después de clases, uno hasta tiene coche. Pero no me importa, tengo un asunto más importante que resolver.
El desapego de mi ex amiga es tal que ni siquiera se termina su bolsa de Ruffles. Veo cómo la dobla y guarda para más tarde. Eso es algo inimaginable para mí. Cuando rompo mis ayunos forzados, me abalanzo sobre la donas con chocolate, las papas y las sincronizadas que preparan en la cafetería, hasta reventar. Observo a las flacas “naturales” a la distancia, con el sentimiento de una terrible injusticia cometida en mi contra. Comienzo a juntarme con otras adolescentes dispuestas a hacer dietas. Son aburridas y no hay quién nos voltee a ver. Pero nos hermana el estribillo “qué gorda estoy”, basta repetirlo para fortalecernos en nuestro propósito de ser talla cero. Traemos tuppers de pepinos con limón o de jícama con chile, y pretendemos que la tiendita de la escuela no existe. Jamás nos acercamos para allá ni probamos los helados suaves del McDonald’s recién abierto al otro lado de la avenida. Al salir de clases, mordemos nuestros tallos de apio como si fueran papitas mientras vemos pasar a nuestros compañeros con sus sundaes de chocolate o caramelo. Resulta extraño, pero mientras más medidas restrictivas nos imponemos, más distancia se abre entre nosotras, las que hacemos dieta. En el fondo, estamos solas porque únicamente podemos pensar en nuestro cuerpo, nuestros deseos, nuestra hambre. Cada una forja un infierno personal. Nada nos conmueve, nada es demasiado. Cuando antes de desaparecer del ciclo escolar, Sandra nos confiesa que vomita todo lo que se come, no nos espantamos para nada. Más bien valoramos las ventajas y desventajas de la bulimia. Sandra ni siquiera se ve más flaca, se ve hinchada. Teresa trae un papelito doblado en acordeón donde consulta el contenido calórico de los distintos alimentos. Anota lo que come y va sumando los montos. Si hace ejercicio, resta las calorías quemadas que le indica la máquina. Es pequeña pero tiene unas tetas desproporcionadas. Pienso que si se tropieza no podrá detener la caída hacia delante por culpa de ese peso extra. Su teoría es que debemos consumir, como máximo, mil calorías diarias. Eso a veces cabe en una sola Big Mac o una rebanada de pastel de queso. —¡Así puedo comer cheese cake si quiero! —nos presume. Estoy de acuerdo con las mil calorías, pero me da miedo probar un pastel y luego no poder detenerme. Por influencia de Teresa me pongo a contar el contenido calórico de las jícamas. Ana está inscrita en un programa de pérdida de peso llamado Jenny Craig. La empresa le manda el desayuno, la comida y la cena en charolas de aluminio listas para calentar. Se parecen a los platos de avión con compartimentos y porciones calculadas con exactitud. Se me antoja probar, pero por supuesto que Ana no está dispuesta a compartir sus raciones. Rodea con los brazos su charola, como un oso que protege su tarro de miel. Ana tiene una cara de niña pequeña con hoyuelos en las mejillas y los brazos rechonchos como si aún no terminara de crecer Mi táctica personal es el hambre drástica. Decido orillar mi cuerpo a devorarse a sí mismo. El arponazo del hambre en la panza se transforma para mí en el sinónimo de “estar enflacando”. Es un dolor que vale la pena. No obstante, me quiebro los jueves. Es sistemático, como un ciclo biológico. Ese día de la semana cursamos economía por la tarde, de tres a cinco. Llevo desde el lunes aguantándome todas las tentaciones y solo puedo pensar en una dona de chocolate. Algunos compañeros cabecean y se duermen porque esta clase empieza justo después de la hora de la comida. Pero yo tengo los sentidos en máxima alerta y mi cerebro se sobreexcita con la fantasía de una rosquilla un poco humedecida por debajo por la miel del azúcar y coronada con un glaseado marrón, crocante y suave. El profesor de economía se limita a pasar lista y escribir en el pizarrón. No abriga ilusiones respecto a nosotros, que no hacemos la tarea, ni respecto al mundo, donde ha fallado el comunismo. Como cada jueves, aprovecho que está de espaldas para fugarme por la puerta abierta a causa del bochorno. Me escabullo hasta la cafetería, evitando a los prefectos y otros maestros que no sé qué pueden hacer por ahí aparte de espiarnos. Pido dos donas de chocolate que me devoro en una mesa del fondo. Ni siquiera están tan ricas y no me duran. Después, solo tengo ganas de llorar. El ciclo de los jueves se rompe la tarde en que el profesor llega con un examen sorpresa. Nos vigila con deleite desde su escritorio y no hay manera de fugarse. Se me dificulta copiar en estas circunstancias donde siento que el profesor me está mirando a mí. Cuando anuncia que nos quedan treinta minutos, he olvidado las donas. Vuelvo a mi casa sin apetito, inquieta por que una mala calificación llame la atención de mis padres. Pero el viento sopla a mi favor. La misma semana del examen sorpresa salgo victoriosa de la prueba del domingo. Ese día vamos a casa de mi abuelo y tenemos permiso de comer dulces. Hasta los adultos se dan rienda suelta. Decenas de paquetes con golosinas nos esperan en los gabinetes al fondo de la cocina. Hay un banco para que incluso los niños pequeños puedan alcanzar las papitas y los chocolates. Pero ese domingo no entro a la cocina ni me demoro en la mesa donde sirven los postres. Me acuesto en una cama del segundo piso y miro el techo mientras los demás cometen sus excesos. No es tan difícil como pensaba. A partir de entonces, lo resisto todo. Me entrego en cuerpo y alma al hambre. En pocos meses me reduzco a la mitad. El horror de la gente ante mi nuevo aspecto no me molesta, al contrario. Me siento con superioridad moral sobre quienes no logran controlar sus instintos carnales, me da orgullo que vean hasta dónde soy capaz de ir. La imagen que me devuelve el espejo me complace cada vez más. Mis muslos ya no se tocan cuando junto los pies. Estoy contenta porque en el espacio vacío debajo del pubis ya cabe un puño. Sospecho que he ido demasiado lejos la mañana en que no tengo fuerza para devolver un balón de básquet. El chico que me dice “bolita” está a tres metros de mí, pero no llego. El balón pesa mucho. Cuando al fin se alarman, mis padres me llevan con la doctora Chelminsky. Es una vieja amiga de la familia que tiene su consultorio en una torre de hospital. Viste una bata blanca con su nombre bordado en azul sobre la solapa. Me toma los signos vitales y ordena unos estudios de sangre, orina y excremento para descartar enfermedades, entre ellas la anorexia y la anemia. No quepo de asombro cuando unos días más tarde la doctora anuncia que no tengo nada grave y me diagnostica una mononucleosis. Nos explica que se trata de una enfermedad que da fatiga. En la receta médica enlista un par de medicamentos y unas galletas energéticas que no pienso comer. Supongo que la doctora Chelminsky actúa así por complicidad. La conozco bien porque se aparece a menudo en las comidas del domingo en casa de mi abuelo. Más allá del mal gusto patente en el papel tapiz que recubre las paredes y la abundancia de recuerditos de viaje, peluches y miniaturas de vidrio, esa casa se caracteriza por ser un sitio lleno de comida donde la gente pierde el control. Ni siquiera hemos terminado de comer cuando ya se escuchan los lamentos. Varios se quejan de lo mucho que han comido, pero aun así siguen tragando. Mi abuelo odia Polonia, pero siente una atracción fatal por los frascos de arenque y el gefilte fish, así como por la kasha y el kugue que le preparan en grandes pyrex. Donde mejor se lucen las cocineras es con el pozole y los platones de mole, chiles rellenos, pavo con cebolla, salmón a la veracruzana y arroz rojo. Ninguno de los comensales se priva de los postres y los chocolates que se ponen sobre la mesa, y los quejidos van en aumento. Un hermano de mi papá se agarra la panza y dice “¡Ay, estoy lleno!” Una tía, cuya relación con nosotros no comprendo, lo amonesta: “Se dice ‘estoy satisfecho’”. A lo que él replica: “No, no estoy satisfecho, ¡estoy lleno a reventar!”
La tía consume a cucharaditas sus bolas de helado napolitano con Kahlúa. Mi mamá exclama en tono de sufrimiento: “Ay, qué rico” cuando se termina su cuarto vaso de Baileys. Ha comido demasiado arroz, pero se vale porque es domingo. Se sirve otra bola de helado. El lunes vuelve a su régimen sin postres, igual que los demás miembros de nuestro clan. No me gusta que otras personas vean este espectáculo, por eso nunca convido a nadie. Mi abuelo siempre sienta a los invitados junto a él, cerca de la cabecera, y trata de empujarles un máximo de comida y bebida. Cuando los invitados desprevenidos declaran que tienen náuseas o dolor de panza a causa de todo lo que ingirieron, nuestro patriarca se siente realizado. Algunos estudios indican que los judíos descendientes del Holocausto sufrimos este tipo de desórdenes con los alimentos. Mi abuelo sobrevivió a los campos y supongo que encajamos en el molde. Cuentan que cuando fue liberado se comió 27 huevos duros al hilo. Pero sé que algo no anda para nada bien el día en que mi hermano menor, de apenas diez años, come tanto que se retuerce por el piso y hay que obligarlo a vomitar trozos de carne para aliviarlo. Mi abuelo nos reta a los nietos cuando vamos a los bufetes donde uno puede servirse tanta comida como quiera, o pueda. Nuestra misión es ganarle al negocio consumiendo más de lo que pagamos. A partir del quinto plato mi abuelo empieza a aplaudir. Algunos de mis primos logran terminarse hasta seis y son declarados héroes. En unas vacaciones, unos meseros sacan a mi padre en un diablito porque comió demasiado en el buffet del hotel. Lo dejan en una tumbona junto a la alberca. —Es que la langosta era gratis —argumenta él. Un domingo en casa de mi abuelo, abro sin tocar la puerta del baño del segundo piso. Estoy buscando un lugar donde aislarme. Para mi sorpresa, me encuentro a la doctora Chelminsky encorvada sobre el wáter forzándose al vómito con la mano. Ha olvidado poner el seguro. Me mira de reojo, como ahogada debajo de la superficie de un lago, y yo no digo palabra. Cuando baja a la sala le sonrío con toda normalidad. La doctora Chelminsky me debía ese favor. Gracias a mi diagnóstico de mononucleosis dejo de asistir a clases. Me han mandado a reposo con mis medicamentos y me viene excelente. No tengo ya interés en los estudios, ni en mis amigas, ni en el sexo opuesto, las cosas me cansan demasiado. Quisiera enflacar más. Me dedico a dar vueltas por la casa como un fantasmita en pena mientras mis padres están en el trabajo y mis hermanos en la escuela. Me siento ligera y el cuerpo me tiembla como una hoja seca. No me molesta la idea de ser una hoja de árbol como las que conservamos entre las páginas de la enciclopedia, me parece más digno que ser humano, mucho más poético. Varias veces al día me acerco al refrigerador para analizar su contenido, pero no agarro nada, sino que me voy directo a recostar en mi cama. Me pongo a pensar en algún elemento recién visto, algo que me podría comer sin demasiadas consecuencias, por ejemplo, una manzana. La considero en sus diferentes ángulos, como un holograma enorme que puedo girar a voluntad, veo su piel lisa y los puntos diminutos pintados encima como con la punta de un pincel. Imagino su aroma, su acidez, su jugo. Mi deseo por ella va creciendo, trato de retrasar la satisfacción hasta que al fin me levanto, la tomo del refri y la devoro. Vivimos en un quinto piso con vista al bosque de Tlalpan. Un día que vago sola por el departamento tomo asiento sobre el marco de la ventana del cuarto de mis padres. Ya conozco de memoria lo que hay en los cajones. En los de mi papá, hay unas hojas escritas a mano donde trata de contar su vida, pero no lo logra muy bien y se detiene en su cumpleaños siete. Hasta abajo del buró hay revistas Playboy y dos pistolas. Del lado de mi madre, solo hay libros y pastillas. Me agarro bien del cancel de aluminio y contemplo el bosque, con los pies colgando sobre el vacío. Es mediodía, el cielo está encapotado, con una textura aterciopelada. Su color gris hace que los árboles brillen con un verde más potente. A una distancia de quizá treinta metros hacia abajo, se extiende el jardín del edificio. El pasto luce un verde aceitoso. Los columpios, donde hasta hace poco aún jugaba, están recién pintados de rojo, uno muy vivo. Siento la poderosa atracción del espacio, las ansias de tocar los colores y con solo tender mi cuerpo siento ya que me acerco a los columpios de metal, imagino que el impacto duele, pero que es al mismo tiempo delicioso, liberador, y justo entonces me agarran del brazo y me jalan bruscamente. —Señorita, ¡qué hace! Quien grita es Vicencia, la muchacha que ahora me rodea la cintura y me obliga a volver al departamento. No peso, así que me puede manipular. Me doy cuenta de que estuve a punto de matarme sin planearlo siquiera, siento de pronto mucho miedo. Pienso en ese momento a menudo. Cuando estoy desesperada, llena del deseo de morir, recuerdo la ventana del cuarto de mis padres que abre hacia el bosque. Sé que para suicidarme necesito un ya no estar ahí desde antes, y no la desesperación violenta que me hace ansiar la muerte pero que en realidad me amarra a la vida.
Este fragmento forma parte de una novela en curso. [N. de la A.]
Imagen de portada: ©Daniela Edburg, Muerte por pastel, de la serie Drop Dead Gorgeous, 2001-2006. Cortesía de la artista