La invitación a escribir en este número especial me llegó durante la octava cumbre de la Alianza Global para Ministerios e Infraestructuras de Paz (GAMIP), celebrada en Abuya, capital de Nigeria. Este país, hogar de aproximadamente 234 millones de personas, es un mosaico diverso. La mitad de su gente profesa el islam, un 40 % de los habitantes siguen varias corrientes cristianas y cerca de veinte millones practican religiones originarias. En esta nación se registran más de cuatrocientas lenguas —entre ellas, el inglés, el yoruba, el hausa y el igbo— que hablan cerca de doscientos cincuenta grupos étnicos y trescientas tribus. Se trata de una riqueza cultural difícilmente igualable. Pese a la solidez de la economía nigeriana, la más grande de África y una de las cuarenta más relevantes del mundo, la desigualdad y la pobreza persisten entre muchos de sus pobladores. El pasado agosto, un mes antes de la cumbre, miles de jóvenes se manifestaron en contra del alto costo de vida en las ciudades del país; sus voces fueron reprimidas. El secuestro de 279 niñas de Chibok, en 2014, y el asesinato de 69 aldeanos de Borno, en 2020, parecían resonar como si hubieran ocurrido ayer. La presencia del grupo fundamentalista Boko Haram provocaba una alerta constante, próxima al miedo. La riqueza de las diversidades nigerianas, en lugar de formar puentes, parece detonar conflictos que profundizan la separación y la competencia violenta entre las personas.
Expectante, el encuentro con esa otredad me emocionaba, pero también sentía algo de temor. ¿Por qué celebrar en Nigeria, en medio de los graves problemas que vive el país, una cumbre de paz? Precisamente por eso. Las posibilidades de la paz deben explorarse en realidades marcadas por la violencia y la guerra.
Este año la cumbre se centró en un tema fundamental, descrito en su título: “Infraestructuras para la paz: ¿qué funciona?” En la Universidad Nacional Abierta de Nigeria, el profesor Osereme Irene, presidente de la GAMIP, y Temitope Komolafe, terapeuta y acompañante espiritual, guiaron a una treintena de estudiantes de paz y conflictos que asistieron a la cumbre. Nos sumamos tres integrantes del equipo de la GAMIP para la región de América Latina y el Caribe: Diana de la Rúa Eugenio y Orly Uberti, mediadoras comunitarias argentinas, intrépidas y sabias, y yo. También asistió Alberto Portugheis, escritor, pianista y, desde hace más de treinta años, activista por la paz. A través de espacios virtuales, estuvieron presentes las miradas y voces de varias academias, organizaciones civiles y gobiernos de los cinco continentes.
Uno de los temas discutidos con fuerza en la cumbre fue la desmilitarización. De manera contundente, Portugheis señaló a la industria militar como un eje de la violencia y su afirmación resonó profundamente entre las y los jóvenes. Son la primera generación que nació y creció con la diseminación de la cultura de paz como propósito humano, lo que se estableció tras la firma del Manifiesto de Sevilla sobre la Violencia (1989), la Declaración de Yamusukro sobre la Paz en la Mente de los Hombres (1989) y la Declaración y el Programa de Acción para una Cultura de Paz de la Unesco (1999). Estos jóvenes comprenden fácilmente que la violencia no está inscrita en nuestra biología y que la paz se consigue a partir de comportamientos arraigados en la libertad y la justicia.
Sin embargo, los discursos sobre la paz les resultan abstractos y difíciles de asumir pues, al graduarse de la universidad, se enfrentarán a un mundo tan violento como el de hace veinticinco años, cuando se firmaron las emblemáticas declaraciones de la Unesco. Les decepcionan los presupuestos económicos militares, cada vez mayores, destinados a “mantener la paz” y les frustra que los adultos conciban a la juventud como una etapa eterna de formación, por lo que deben esperar a “saber más” antes de participar. Quizá la espera se prolongue hasta que sea demasiado tarde. Ante ello, Diana y Orly se enfocaron en impulsarlos a entender su juventud no como una limitación, sino como una cualidad que les permite imaginar futuros más diversos y llegar a ellos desde una “paz subversiva”. Esta generación de jóvenes también sabe que, para alcanzar la paz, debemos desmantelar las redes que perpetúan la pobreza, la desigualdad, la represión, el odio y el dolor.
Por su parte, Chiranjibi Bhandari, profesor de la Universidad de Tribhuvan, describió un esfuerzo inspirador. Tras décadas de vivir bajo una monarquía absolutista, la guerra civil nepalesa (1996-2006) logró instaurar un Estado democrático. Cuando terminó el conflicto, cerca de diecinueve mil excombatientes maoístas buscaban —y aún buscan— insertarse en esa nueva sociedad. Bhandari partió de una premisa simple pero poderosa: rehabilitar las mentes entrenadas en el combate que dicta la exterminación del otro como única forma de sobrevivencia. En ese sentido, la paz sólo es posible si comprendemos la historia de quienes protagonizan los conflictos, si aceptamos las dolorosas consecuencias de éstos y si buscamos maneras de reconciliar estas realidades con el anhelo de vivir sin angustia. Por lo tanto, la paz se construye desde los territorios y a partir de diversas culturas de paz que procuran la utópica cultura de la paz global, expuesta una y otra vez por el neurobiólogo David Adams.1 Debemos aprovechar nuestra flexibilidad cultural para fusionar conocimientos y consolidar nuevas experiencias que nos lleven a nuevos nombres y significados de la paz. Debemos escucharnos, pero hacerlo no siempre es sencillo.
Durante la cumbre, Temitope insistía en nuestra necesidad de conectar con nuestras creencias y prácticas espirituales y religiosas para darle forma a la paz y sentido a nuestra existencia. A partir de la neurología, mi campo de especialización, recordé que estudios recientes indican que el cerebro puede inducir estados de ecuanimidad, paz y bienestar mediante prácticas como la meditación, la oración o incluso el uso de psilocibina, una sustancia presente en los llamados “hongos mágicos”.2 A decir de los resultados neurocientíficos, estas experiencias no son pasivas, sino que nos motivan a actuar para crear condiciones que favorezcan esa paz y bienestar sentidos. Por lo tanto, la ciencia debe escuchar al ámbito espiritual para entender por qué nuestras creencias nos otorgan fuerza y confianza, incluso en medio de la violencia, y cómo pueden ayudarnos a crear paz desde el respeto.
Durante la cumbre, Víctor Negrete y Fernando Chaparro, intelectuales colombianos, abordaron un tema distinto. Explicaron cómo las crisis ambientales agravan la violencia y la desigualdad en las montañas de su país al dificultar el tránsito de las personas, aumentar las amenazas mortales y provocar el confinamiento de las comunidades que habitan en dicha zona. Sus discursos estuvieron acompañados de fotografías de paisajes. Caminos de tierra roja, grandes árboles verdes, cielos con nubes caprichosas y ríos desbordados conmovieron a quienes estaban presentes en el encuentro y a quienes lo seguían desde sus pantallas. La conmoción del público no provenía sólo de escuchar sus palabras, sino de ver en las imágenes que mostraron algo que compartimos como humanidad: nuestra elevación frente a la grandiosidad de la naturaleza, el temor que sentimos ante su furia y una conciencia creciente de nuestra interdependencia. Vale la pena recordar la siguiente anécdota. En 1973 once tripulantes de la embarcación Acali, liderados por el antropólogo Santiago Genovés, cruzaron el Atlántico. Durante la travesía comprendieron que sólo mediante la cooperación mutua y la comprensión del océano y sus ritmos podrían sobrevivir. La intolerancia ante las diferencias de los demás debía desvanecerse y dar paso a la aportación de conocimientos. Quizá debemos pensarnos a bordo de una Acali gigante que navega el espacio.
La cumbre en Abuya fue una experiencia compasiva. Dialogamos y compartimos no sólo conocimientos, sino también miedos y lo que nos duele. El intercambio nos permitía reconocernos y nos incitaba a actuar para darnos alivio. Pero mi interpretación es sesgada. En 2005, cuando surgió mi interés por la cultura de paz, también comencé mis estudios de posgrado para explorar los fundamentos cerebrales y sociales de la compasión. Desde entonces, sin poder evitarlo, llevo el cerebro y sus funciones en una mochila con la cual escudriño la compasión que se expresa en el mundo social.
Para dicha investigación, un grupo de científicos y yo realizamos una serie de experimentos en el Laboratorio de Imagen Funcional Cerebral del Instituto de Neurobiología de la UNAM. Dentro de un equipo de resonancia magnética, los participantes, mexicanas y mexicanos, observaron fotografías que les inducían compasión. Así fue posible conocer las regiones cerebrales que se activaban durante su experiencia compasiva. No sólo lo hacen las cortezas prefrontal y parietal, en la superficie del cerebro, también se activan otras que yacen debajo, como el cíngulo anterior y la ínsula; son más antiguas y están presentes en los mamíferos no humanos. La función conocida de esas regiones cerebrales involucra cualidades mentales complejas, como la empatía, la comprensión del lenguaje, la atención, el reconocimiento del espacio y del tiempo, la elaboración de juicios, la memoria y la toma de decisiones. Estos resultados nos llevaron a proponer que la experiencia y las acciones compasivas no son innatas, sino que el cerebro las produce cuando recordamos el sufrimiento propio y lo detectamos en alguien más, es decir, cuando reconocemos al otro como una criatura sufriente e igual a nosotros, cuando le damos lugar y tiempo a su expresión y a su padecer, y cuando tomamos acciones que hemos aprendido para aliviar a esa persona.
En suma, la compasión es un aprendizaje social que se sitúa en nuestro cerebro.3 Aunque nuestra biología posibilita la violencia, no la determina, dice el Manifiesto de Sevilla.
Añadiría que tampoco somos naturalmente pacíficos, pero la misma biología nos dota de la capacidad para ser compasivos, y esto es lo que favorece la escucha y la construcción conjunta de la paz.
En aquel laboratorio de la UNAM también exploramos la compasión que sienten policías en Ciudad de Nezahualcóyotl. Su función cerebral fue similar a la de las poblaciones civiles, pero encontramos una diferencia muy interesante en el núcleo caudado. Esta pequeña región situada al centro del cerebro forma parte de un “sistema de recompensas” que permite la liberación de dopamina y, en consecuencia, las experiencias placenteras. Ahora bien, ¿ante qué experimentan placer los policías? Durante los registros etnográficos, el testimonio de un oficial, de 33 años, apuntó hacia una dirección: “Hay muchas personas que no tratan de ayudar a los otros, esos no pueden ser policías. Lo principal que necesitas es querer ayudar”.
Parece existir una noción de servicio y ayuda que configura la identidad policial, así como un sentido de comunidad que organiza parte de la labor que desempeñan, a diferencia de lo que ocurre entre otros ciudadanos. La noción de servicio involucra valores morales y éticos que pueden ser aprovechados en la formación policial y reforzados por el sistema dopaminérgico, convirtiéndose en una motivación cotidiana para ellos. Por lo tanto, la cooperación puede sostenerse en una ética que genere placer y el placer sería, en sí mismo, resultado de la cooperación. Las utopías son placenteramente posibles.
Pero si nuestra biología y nuestra cultura posibilitan la paz, ¿por qué seguimos luchando por ella? Quizás sea hora de aceptar la versión imperfecta de esta aspiración, propuesta por Francisco A. Muñoz (1953-2014), fundador e investigador del Instituto de la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada. Desde su pensamiento de historiador, Muñoz entiende la paz no como un fin, sino como un proceso constante que reconoce los esfuerzos en pequeña escala, los adapta a nuevas realidades y busca expandirlos. La paz ocurre en aquellos momentos o situaciones en que conseguimos regular los conflictos sin violencia, aun cuando sigamos teniendo problemas y conviviendo con varias formas de violencia. Por eso se trata de un proceso inacabado que se va transformando con el tiempo. Nuestras redes cerebrales también son plásticas, es decir, se adaptan a entornos cambiantes. Al igual que nuestras culturas, que son flexibles y se adaptan conforme surgen, mutan o se desvanecen los conflictos. La biología y la cultura hacen sinergia.
Acerca de la paz imperfecta, cabe recordar una sentencia del pintor Salvador Dalí: “No temas a la perfección, nunca la alcanzarás”. Esto no significa que no debamos reconocer lo que hemos aprendido y logrado. Tal como lo muestra el portal de la Red de Noticias sobre Cultura de Paz, cada día se realizan acciones por la paz en pequeñas comunidades, escuelas, academias e instituciones de gobierno en todos los continentes. Existe, como nunca antes, una conciencia ciudadana sobre el cambio climático y sus efectos. Al respecto, la bioética, la disciplina que guía nuestras relaciones con el medio ambiente y la vida, se está integrando a la construcción de paz. Nunca debimos pensar de manera separada los conflictos sociales y los ambientales; ahora estamos corrigiendo el rumbo y creando nuevas rutas hacia una bioética menos antropocentrista.
Nuevas iniciativas surgen constantemente. En el 2000 se creó el Instituto para la Paz y la Resolución de Conflictos en Nigeria, con el objetivo de investigar y formar personas que, conociendo la diversidad del país, contribuyan a la solución de conflictos. En México, la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior ha impulsado una red universitaria que colabora en la formación de especialistas en cultura de paz. En 2022 la Universidad Autónoma Metropolitana fundó la Red de Investigación sobre Cultura de Paz, Justicia e Instituciones Sólidas, donde sus integrantes aprenden, a partir de diversas disciplinas, cómo construir paz, al tiempo que discuten y difunden las propuestas que diversos autores han planteado hasta ahora y desarrollan propuestas nuevas para aplicarlas dentro y fuera de las universidades.
Imaginemos que cada universidad en México albergara espacios de diálogo, como pequeñas cumbres interculturales que animaran la comprensión entre estudiantes, profesores, integrantes de organizaciones civiles y servidores públicos. La diversidad en dichos espacios podría fomentar vínculos entre distintas personas. Escuchar e interesarse en los demás propicia la confianza necesaria para desvanecer las creencias que nos provocan temor y nos impiden conocernos. Estos espacios pueden construirse desde una paz imperfecta que no busca derrotar la violencia, sino transformarla a través de métodos en creación continua y cuya solidez sea su flexibilidad. Imaginemos ahora que el cerebro, con toda su complejidad, se nutre de las experiencias, imágenes e ideas compartidas entre personas de diferentes países, generaciones, comunidades y géneros, y que todas ellas buscan la paz.
Al seguir este camino podríamos advertir, aunque sea en gestos mínimos, los cambios que se produzcan. En esos momentos, como quizá les sucedió a los policías en Ciudad Neza o como me pasó a mí en Abuya, podríamos experimentar el placer de haber hecho lo correcto: escuchar, comprender y cooperar. Parafraseando a la primatóloga Jane Goodall, son las pequeñas expresiones del indomable espíritu humano lo que nutren nuestras esperanzas y nos impulsan a seguir intentando una y otra vez.
Imagen de portada: Sarah Grice, Featherbrain. Wellcome Collection, Creative Commons, 4.0.
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David Adams, Cultura de paz: una utopía posible. Traducción y edición de Roberto E. Mercadillo, Editorial Herder, Ciudad de México, 2014. ↩
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Antonella Fagetti y Roberto E. Mercadillo, “Experiences with Sacred Mushrooms and Psilocybin in Dialogue: Transdisciplinary Interpretations of the ‘Velada’”, Anthropology of Consciousness, 2022, vol. 33, núm. 2, pp. 385-411. ↩
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Roberto E. Mercadillo, Retratos del cerebro compasivo. Reflexiones en la neurociencia social, la policía y el género, Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales Vicente Lombardo Toledano, Secretaría de Educación Pública, Ciudad de México, 2012, y “Transitar hacia la paz: perspectivas neurocientíficas desde México”, José Luis Calderón Ríos e Irene Álvarez Rodríguez (coords.), Cultura de derechos humanos para un futuro de paz. Experiencias en México y Colombia, FCE, Bogotá, 2023, pp. 33-60. ↩