EL CONTENIDO DE VIAJES EN LA ERA DE SU REPRODUCTIBILIDAD TÉCNICA
El 14 de febrero de 2024, la usuaria @manuchiconini subió un tiktok en principio inofensivo. En dicho video, capturado en modo selfie, se aprecia a la usuaria colocando su teléfono sobre uno de los peldaños de las escaleras eléctricas que conectan la estación Sagrada Familia del metro de Barcelona con la plaza exterior. Acto seguido, hace un breve corte —en el que deja pasar un par de escalones— y reanuda la grabación con una curiosa toma en la que aprovecha la escalera a modo de dolly para registrar tanto su reacción como un espectacular telón de fondo: la catedral de la Sagrada Familia —obra máxima de Antoni Gaudí y emblema de la capital de Cataluña— que lleva ciento cuarenta años en construcción y que se revela desde sus columnas hasta las puntas de sus torres.
El video cuenta con todos los elementos propios de la viralidad: la magnífica catedral que resplandece como una misteriosa piedra marina, una protagonista que sonríe con emoción y, por supuesto, un carácter formulaico y reproducible. El video, que a finales de julio de 2024 tenía más de 11.5 millones de visualizaciones en TikTok, empezó a ser emulado a tal velocidad que tomó por sorpresa a las autoridades del metro de Barcelona: en pocos días, multitudes de turistas intentaban grabar sus propios videos en el mismo sitio, sembrando el caos. Y tras unas semanas de la publicación del video, ya había letreros que prohibían colocar teléfonos en la escalera; incluso se asignó a un guardia de seguridad encargado de parar el mecanismo del aparato en caso de que alguien incumpliera la regla.
Aunque para los turistas este trend fue, sobre todo, una fuente de corazones y followers, para los barceloneses que usan el metro durante sus actividades cotidianas —ir al trabajo, a la escuela, al médico— fue un amargo recordatorio de la capacidad de las nuevas lógicas del turismo para apoderarse de cada rincón de la urbe: no se conforma con haber desplazado a los habitantes de sus apartamentos o volver inaccesible el patrimonio de la ciudad por obra de las multitudes. Los habitantes descubren que ni unas escaleras mecánicas están a salvo de convertirse en objeto de deseo de la mirada turista. Incluso ese anodino pedazo de infraestructura puede volverse una escenografía para el ritual turístico de la selfie, o bien, su sucesor hipercontemporáneo, el autovideo.
A su vez, el trend de la escalera ejemplifica cómo la praxis turística actual se ha convertido, como casi todo en la vida, incluyendo desayunar hot cakes y hacer sentadillas en el gimnasio, en una oportunidad para diseminar contenidos digitales a la espera de la validación de otros usuarios. Así, para muchos, el viaje no supone una exploración de algún interés o afinidad personalísima, sino un recorrido veloz por escenografías famosas donde uno puede documentar su paso mediante fotos de comida y cortometrajes de 34 segundos (la duración del tiktok promedio) que se convierten en combustible para los insaciables algoritmos de las redes sociales.
Vivimos en una sociedad donde la cantidad de turistas crece todo el tiempo. En 1960, el primer año en que la Organización Mundial de Turismo hizo el cálculo, se contaron apenas veinticinco millones de turistas. En 1999, a una década de la caída del muro de Berlín, el número aumentó a 664 millones. Actualmente, son 1.3 mil millones al año: casi la población de China. Se estima que el turismo es la mayor industria del planeta y que casi 650 millones de personas dependen, de una forma u otra, de éste para sobrevivir.
Sin embargo, la misión principal del turista contemporáneo no es del todo clara: ¿qué razones nos llevan a viajar hoy en día? ¿A qué caprichos responde visitar las grandes capitales de Europa, o bien, los sitios arqueológicos de México? ¿Qué es lo que, en el siglo XXI, estamos observando —y documentando— exactamente cuando viajamos?
DEL VIAJE ROMÁNTICO AL VIAJE VELOZ
Las lógicas del turismo —definido como un viaje de ida y vuelta con fines recreativos— han cambiado a lo largo de la historia, adaptándose a las obsesiones de las sociedades que lo ejercen. Aunque el humano ha viajado por infinidad de razones desde la antigüedad, incluyendo por motivos de conquista, comercio, peregrinaje y migración, el turismo en su sentido actual es relativamente reciente: fue apenas en el siglo XVIII que los jóvenes aristócratas del norte de Europa comenzaron a viajar por Italia llevados por el ocio (en su caso, para empaparse de la cultura latina y admirar los monumentos de la Antigüedad). Con la aparición de los ferrocarriles en el siglo XIX, los flujos de viajeros —y la cantidad de destinos posibles— se incrementaron. Así, las élites inglesas hallaron nuevos pretextos de viaje: empezaron a viajar hasta las regiones soleadas del sur de Europa en busca del sol, la playa y la salud.
Hoy en día el turista tiene otras misiones y, por tanto, otras narrativas, las cuales han ido cambiando a gran velocidad en años recientes. Cuando comencé a hacer viajes en familia —hace casi tres décadas— el turismo imperante, al menos entre la clase media urbana de la Ciudad de México, giraba en torno a la playa y los resorts. En la adolescencia, era común que algún compañero regresara de un puente vacacional con un bronceado digno de lanchero y una pulsera de plástico de color estridente que guardaba como prueba de haber accedido a incontables buffets. Estos compañeros presumían historias de hoteles con nombres que incluían palabras como Palace y Grand, o que evocaban lugares lejanos —como Bali y Copacabana—, aunque estuvieran en las costas de Guerrero. Los hoteles resorts eran, en medio de las provincias calientes de México, burbujas de comodidades, abundancia y expectativas de clase media. Eran lugares a donde se podía ir sin tener que enfrentarse a comidas extrañas, a itinerarios convulsos o a la posibilidad constante de ser estafado en los intercambios cotidianos; en otras palabras, eran sitios a donde podías viajar a otra región —u otro país— sin encarar las incomodidades inherentes a, pues, visitar el extranjero. Se convirtieron en reductos de globalización donde era posible toparse con estadounidenses, canadienses y europeos que no mascullaban una sola palabra de español, pero que encontraban en estos hoteles espacios lo bastante dóciles como para atreverse a visitar ese país intimidante llamado México.
Al igual que muchos jóvenes en esa época, me rebelé contra esa forma de turismo tan pronto tuve edad para hacerlo, y me uní al que percibía como el bando opuesto: el de los mochileros. Sin darme cuenta, me estaba dejando llevar por otro discurso imperante de la época: durante años, y en aras de promover formas alternativas del turismo, los ministerios gubernamentales, los programas de intercambio académico y hasta las guías de viaje —como las de la editorial Lonely Planet— insistieron en que los viajeros abandonaran los ambientes turísticos controlados y se aventuraran a sitios más remotos —ciudades secundarias, pueblitos, espacios rurales— con lo que conseguían redistribuir los réditos de esta industria. Esa misma narrativa prometía que, al hacer esto, el viajero podría conocer la cara “auténtica” de un país. En la lógica dosmilera del multiculturalismo y la tolerancia, se prometía, incluso, que viajar era un conducto para curar prejuicios y “abrir la mente”.
En 2002 hice mi debut mochilero viajando en autobús desde Ecuador hasta el sur de Argentina. Al embarcarme en ese periplo no sabía que sería mi primer y último viaje sin internet y sin una cámara digital capaz de capturar fotografías ilimitadas. También fue la única vez que sentí que ser mexicano en Sudamérica me convertía en objeto de fascinación y curiosidad (se lo atribuyo a la combinación de dos factores: ser el primer mexicano que muchas de estas personas conocían en sus vidas y el soft power diplomático de algo que podríamos nombrar “efecto Chespirito”). Entre mi itinerario figuraron Lima, Perú; La Paz, Bolivia; y Mendoza, Argentina; ciudades que por entonces tenían contados turistas extranjeros. Conversé con gente muy distinta, desde campesinos del altiplano hasta punks urbanos. Hice amigos variopintos, leí algunos libros en las horas muertas, tomé pocas fotos. Fui a conciertos de rock y a una manifestación contra la tauromaquia que acabó en trifulca. Ingerí cactus alucinógenos y subí a una montaña de cinco mil metros de altura en tenis. A pesar de las incomodidades y penurias padecidas, así como de la lentitud e ineficiencia de un viaje por tierra, la experiencia me resultó tan poderosa que decidí, esencialmente, que quería seguir viajando. En los años siguientes, sin embargo, aventuras así —lentas, intuitivas, desconectadas del mundo exterior salvo por la ocasional llamada por cobrar— resultarían cada vez más difíciles de replicar.
Las razones de ello son diversas, pero la principal fue, sin duda, la creciente omnipresencia de internet y el acceso a la información, no sólo como parte de la planificación del viaje, sino también en los mismos destinos. De pronto, la parte más engorrosa, cara e intimidante de un viaje —la logística— parecía resolverse con sencillez: en internet podías reservar vuelos, autobuses y hospedajes (incluso conocer sus precios de antemano). La información práctica, que alguna vez fue escasa y difícil de encontrar, de pronto empezó a reproducirse gratuitamente en blogs digitales. La aparición del teléfono inteligente nos facilitó aún más nuestras visitas: mapas digitales y traductores rudimentarios simplificaron el desplazamiento y la comunicación.
Si a todo esto se añade el incremento de aerolíneas low-cost a finales de la primera década del siglo, queda claro que se abrían las puertas de una nueva forma de viajar: una más conectada, eficiente y económica, que, en consecuencia, se hizo accesible a más personas. A muchas más.
HIPERTURISMO
En años recientes, en paralelo a la gentrificación, ha aparecido un término que describe un fenómeno de efectos perniciosos en las ciudades: el overtourism, que en español se traduce a veces como “hiperturismo”. El concepto contiene una admisión: que la cantidad de turistas en muchas partes del mundo ya exceden lo sostenible, deseable y gestionable. Si bien hace diez años el sobreturismo parecía un mal que afligía únicamente a Venecia, París, Punta Cana y Cancún, hoy sus efectos se resienten en otros sitios: ciudades como Kioto, Berlín, Málaga, Lisboa, Ciudad de México y Bilbao se han visto tan trastocadas por este fenómeno que incluso han visto surgir ciertas manifestaciones —por ejemplo, contra la plataforma de alquiler de apartamentos de corta estancia Airbnb.
Hoy el turismo es una fuerza global con potencial disruptivo: bastan unos cuantos videos virales para construir un imaginario en torno a un destino y que millones de visitantes lo agreguen a sus bucket lists. Como lo han atestiguado los habitantes de la Ciudad de México, las repercusiones de convertirse en “destino de moda” pueden ser inesperadas y veloces: luego de la llegada masiva de nómadas digitales a la capital del país durante la pandemia, los precios de las rentas en ciertas zonas céntricas se incrementaron velozmente. De acuerdo con datos del portal Inmuebles24, las rentas en la alcaldía Cuauhtémoc —aquella que alberga colonias populares entre extranjeros como la Roma, Condesa y Juárez— aumentaron 34.51% entre 2022 y 2023.1
Uno de los efectos más lamentables del turismo de masas es que atrofia las diferencias y termina ofreciendo experiencias similares en lugares disímiles. Ya no es tan fácil escapar de la lógica del resort, pues las zonas icónicas de las ciudades del mundo se van convirtiendo, a su manera, en espacios que replican los modos mercantilistas que se esperarían de un hotel en la playa, dominados por franquicias trasnacionales y restaurantes que ajustan el sazón de la cocina para complacer paladares extranjeros.
Esto es visible en un número cada vez mayor de ciudades donde, más allá de las filas y multitudes, el viajero contemporáneo parece reducido a una suerte de usuario de un parque de diversiones. Si Marc Augé habló de los aeropuertos y supermercados como no lugares cuya máxima cualidad es ser genéricos, se puede decir que justamente la industria del turismo convierte los núcleos culturales e históricos de las urbes en no lugares donde el turista ya no va a descubrir algo nuevo, sino simplemente a repetir itinerarios y experimentar la fórmula. En una paradoja deprimente, en lugar de que el viajante se sumerja en el ritmo de los sitios que visita, es él quien termina ocasionando que los espacios se transformen para adaptarse a sus gustos y exigencias, muchas veces inconscientes.
Después de todo esto, podemos preguntarnos: ¿sigue valiendo la pena viajar? ¿Tiene caso ahorrar durante meses, incluso años, para participar de este ritual? ¿Tiene sentido emitir cantidades indecibles de carbono y contribuir a la destrucción del tejido urbano de las ciudades para coleccionar estampas en el pasaporte y fotos en Instagram? Henry Miller apuntó que “el destino del viajero no es un lugar, sino una nueva manera de mirar el mundo”. ¿Pero acaso es posible mirar el mundo de forma distinta si insistimos en reducirlo a la pantalla de un teléfono?
A veces pienso que el viaje ya no cumple las expectativas de buena parte de las personas que participan de él. Que una de las víctimas del hiperturismo es el turista de masas mismo, que realiza estas travesías con la aspiración de descubrir lo diferente, pero que se termina enfrentando con lo semejante: multitudes de turistas iguales a él (esto es, en parte, culpa de nuestro instinto gregario: de acuerdo con un estudio reciente de la consultora McKinsey & Co., el ochenta por ciento del turismo se concentra en diez por ciento de los destinos).2
Pero, contrario a otros que han escrito sobre el tema, sigo creyendo que el viaje tiene la capacidad de transformar, de revelar, de ayudarnos a dilucidar mejor el mundo y el lugar que ocupamos en él. Pues nos permite entender que hay otras maneras de ser, de habitar, de existir. En mi opinión, el viaje como experiencia transformadora en tiempos de hiperturismo sigue siendo posible, pero para tener experiencias valiosas es esencial repensar el propósito de nuestro desplazamiento: es indispensable buscar motivos más poderosos, procurar razones que ameriten cruzar el mundo más allá que tomarnos un video frente a aquello que ya sabemos que está ahí.
Y si no las encontramos, admitamos que lo más sensato, quizá, es quedarse en casa.
Imagen de portada: Corcovado, 2014. Fotografía de Vasiliy Lucky, Flickr.