Don Antonio Machado escribió, en sus “Proverbios y Cantares”,1 unos versos que son la palanca que movió a este escrito: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”. A la escuela que tenemos —a esa que con razón se conoce como “la de todos los mexicanos”, pues a ella asisten la mayoría de las niñas y niños del país— le urge salir de la mentira. Le hace falta ese tipo de fantasía a la escuela que mal se llama del gobierno, pues el posesivo aplasta su carácter esencial, que es en realidad público por ser patrimonio común, de lo que se sigue que sea gratuita (mas no barata), y obligatoria como mandato constitucional ineludible al Estado para su existencia y cuidados.
Con sus edificaciones de todo tipo de material, casi siempre reconocibles a primera vista, esa escuela nos es familiar en todas las poblaciones, barrios y colonias de nuestro país. Las aulas de bajareque, en sus formas más precarias limitadas por la sombra de un árbol, o de materiales y acabados firmes cuando la situación económica es distinta, son el espacio social donde se encuentran cada día —desde el preescolar al bachillerato— los estudiantes.
Para tener una idea aproximada de la magnitud de esta institución, recurrimos a las cifras: en el sector de educación básica y media superior hay casi 30 millones de aprendices, alrededor de 2 millones de maestros y maestras, y considerando solo el nivel básico, existen más de 220 mil planteles.2 Si a los millones de docentes añadimos a los familiares que llevan y recogen a los más pequeños, y les auxilian en sus tareas y otras encomiendas, se podría deducir que más de una tercera parte del total de la población nacional mantiene una relación cotidiana con la escuela.
El inmenso conjunto de metros cuadrados destinados a la educación básica, y su diversidad apabullante en cuanto a condiciones propicias para el aprendizaje, son difíciles de imaginar, y un recuento pormenorizado sería más propio de un informe académico.
En este vasto universo hay un espacio para la fantasía como sinónimo de proyecto y hori zonte en pos de una verdad futura; por lo tanto, es indispensable bosquejarla y pelear por ella. ¿Cómo ensayar la posibilidad, en buena medida ausente pero indispensable, de construir una nación en la que “la dignidad se haga costumbre”, como dijo en 2017 la maestra indígena Estela Hernández Jiménez?3
I
La escuela, como acervo para la libertad, tiene que someterse a un cambio copernicano. Así como Copérnico quitó a la Tierra del centro del desplazamiento de los astros (dogma eclesial formalizado por Ptolomeo) para ubicar en su lugar al Sol, la escuela del futuro tiene que expulsar del centro del proceso educativo las respuestas para poner en su lugar las preguntas.
En la escuela actual el proceder generalizado es el siguiente: quien ejerce el poder, en el sistema escolar o en cada aula, emite la Voz Autorizada de la Verdad, inscrita en unos planes y programas de estudio que han sido decididos desde el Centro, donde reside el Ogro Pedagógico (gemelo del Ogro Filantrópico del que habló otro poeta). Una vez expresada la verdad, el conjunto de aprendices tiene una tarea que atarea, atolondra y ataranta: repetir, como un eco, lo dicho por quien sí sabe. Cuando lo regurgitado en el coro del salón coincide con el mandato, se otorga al alumno una estrellita en la frente, el sello de una abeja en el dorso de la mano o un diez de calificación en la boleta que se llevará a casa para ser firmada por el padre o tutor.
La reiteración de un discurso dado garantiza el “éxito” de la educación, máxime si, poco a poco, deja de ser una cantaleta para transmutar en el óvalo correcto del examen de confusión múltiple que se rellena con lápiz del dos y medio, símbolo de la evaluación estandarizada.
El imperio de la respuesta correcta, que lo es solo porque coincide con lo que ha decidido quien manda en el proceso, genera una escuela que produce personas diestras en contestar un eco perfecto. Ahí reside la medida del logro y del éxito educativo, para nuestra desgracia.
Ocupar ese centro con otro tipo de relación pedagógica es crucial: si la labor educativa es una práctica de la libertad, como afirma Paulo Freire, el esfuerzo debería orientarse hacia un rumbo contrario al dominante. No es la respuesta la que importa, sino el estudio, el trabajo intelectual que entiende que hay un tren para el norte y otro para el sur, que hay ida y vuelta constante entre una docencia creativa y un aprendiz activo, pues la transmisión de discursos a repetir es lo contrario a educar. El horizonte educativo que deseamos reside en la capacidad de plantear preguntas bien fundadas y expresadas en una lógica clara.
Una escuela cuyo objetivo sea promover la constante capacidad de hacer preguntas es la meta a la que aspiramos con urgencia. ¿Por qué? Porque la pregunta procede de la duda, no de la certeza congelada, y la duda da luz a la crítica, que a su vez resulta indispensable para formar una condición ciudadana.
La construcción de la nueva escuela lleva consigo el cambio de una condición de beneficiario a la de ciudadano enterado de sus derechos y consciente de las obligaciones que la convivencia solidaria implica.
En la historia de la ciencia, dicen los que saben, el progreso no llega de la acumulación de respuestas, sino por la modificación de las preguntas. En el transcurrir de la cultura, enseñan los expertos, no hay cambio en las tradiciones por la reiteración de lo canónico, sino por el prodigio de romper el dogmatismo, lo que se establece como “correcto”, de quebrar su mismidad, para dar lugar a la vanguardia axiomática o estética.
La escuela imprescindible para el país requiere transformarse en un almácigo, ese espacio destinado en los viveros a la germinación de las semillas y al crecimiento inicial de las plantas antes de su traslado al espacio abierto donde crecerán. En el proceso educativo, ese semillero debe estar destinado a la germinación de preguntas fundadas en el saber y la buena lógica, que crecerán a lo largo de la vida.
Las preguntas son una vereda para el bien estar en el mundo, un camino que conduce a la rebeldía, a la intolerancia frente a la desigualdad, la injusticia o la ignorancia promovidas por quienes ejercen el control económico y político en la sociedad.
II
Un aprendizaje que valga la pena en la escuela no se agota en la interiorización de lo sabido; sino en la construcción constante de preguntas con sentido y sustento en relación con la sociedad en el mundo natural que habitamos. Menudos costos pagamos por separar la experiencia social de los contornos naturales que conforman el ambiente de la vida. Por incurrir en ese error se nos están acabando las condiciones de posibilidad de la existencia.
Un aprendizaje así también implica el enriquecimiento derivado del encuentro con el otro, con la otra, con quienes no compartimos parentesco ni similitud. La otredad implica formas distintas de creer (o no) en dioses, modos diferentes de comer, distintos tonos de piel, formas de expresar y buscar el amor, maneras de hablar, bailar o jugar y condiciones sociales ajenas a las que consideramos las “normales”.
En la escuela necesaria para un futuro decente del país, en la aceptación de las y los que tienen diferentes costumbres, valores y hábitos, quizás haya un acto educativo más hondo que el intelectual. No solo desde el reconocimiento, ni desde la maldita palabra tolerancia (“desde mi superioridad, tolero —me aguanto y te concedo— que seas distinta”), sino a partir del respeto y el aprecio por los demás que no son yo, sin los que no habría un nosotros, que resulta el vínculo formativo de una nación diversa —de cualquiera, pero sobre todo de la nuestra—.
En la escuela nos asomamos, aunque ya lo hayamos hecho en el vecindario, a la maravilla compleja de la diferencia. Y en lo que los estudiosos llaman currículo oculto se juega una parte formativa sin la cual la escuela solo es una institutriz que dota de aptitudes para certificar el valor de cambio en el mercado. Empleando ciertas ideas advertidas por Marx, en la socialización escolar lo educativo encuentra su enriquecimiento como valor de uso, aunque no tenga signo de pesos mañana. Para volver con Machado, “cualquier necio / confunde valor y precio”.
Del respeto por lo que difiere de las costumbres y las creencias del grupo al que podamos pertenecer se obtiene otro valor, de manera que el espacio social de formación y encuentro que es la escuela debe ser el más seguro en la sociedad.
En un país en el que la desigualdad, la inequidad de género y el abuso son monedas de curso legal, dentro de la escuela necesaria todas esas formas de violencia han de estar ausentes en la práctica, pero presentes en la teoría, para impedirlas en la vida fuera del plantel educativo.
El sociólogo Pierre Bourdieu advierte que hoy, en muchos casos, la violencia simbólica, física y la que se deriva del estatus asimétrico o de la arbitrariedad cultural campean en las escuelas. Por dar un ejemplo: el documento Es un secreto,4 publicado por la Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia (ODI), da cuenta de terribles abusos sexuales perpetrados al interior de escuelas preescolares. Fueron pseudo agentes educativos quienes realizaron (y realizan) estas atrocidades, sin que la autoridad educativa se hiciera cargo de impedirlo, como debería.
También sabemos del maltrato de parte de unos alumnos sobre otros por ser distintos en cualquiera de las dimensiones que tienen las formas de ser y las preferencias identitarias. Incluso, sabemos de la presencia del narcotráfico en planteles escolares y es vergonzoso que, en no pocos, una lección primordial sea tirarse al piso del salón al escuchar el primer plomazo. Hay, en nuestros días, zonas en que se cobra “derecho de piso” a las maestras y maestros para permitirles laborar.
La escuela que requerimos no puede prosperar en un ambiente de impunidad. No es sencillo erradicar la violencia dentro de las escuelas para que el respeto se haga costumbre, ni es fácil lograr que sean los sitios más seguros en las poblaciones. Se trata de metas nada triviales, que son obligación de autoridades educativas y políticas.
III
En mí se agolpan ideas tras pasar décadas pensando en la educación en el país, estudiando a quienes indagan con rigor y escuchando a las y los maestros que me han concedido su amistad, personas que han abierto sus experiencias a ras de aula, con el gis impregnado en las manos.
Hay miles y miles de experiencias útiles para conseguir esa escuela que hace falta; sin embargo, las autoridades educativas no las consideran la base de una verdadera transformación del proceso educativo en el país. Aunque estas autoridades se autoproclamen progresistas, sus decisiones derivan más bien de “instrucciones desde arriba”, casi siempre camufladas de consultas, que suponen que las y los integrantes del magisterio son de plastilina —maleables de inmediato al contentillo de quienes mandan o creen saber la verdad— o simples operadores, cual títeres, de la moda sexenal en curso.
Desde abajo, a partir de la práctica innovadora y comprometida de colectivos escolares, hay evidencia de que una nueva escuela es posible: una que forme personas que pregunten y respeten la diversidad. Esta verdad se inventa en los linderos del sistema, en los intersticios donde el Ogro Pedagógico, progresista o reaccionario, no llega con sus enormes patas a destruir los almácigos.
Esa escuela, de la que depende en buena medida el futuro de nuestra tierra, es necesaria. Ética y políticamente indispensable. Cuando pensamos en ella, en la posibilidad de su existencia como lo normal en el país, podemos parafrasear los versos finales de “España, aparta de mí este cáliz” del poeta peruano César Vallejo,5 escrito unos meses antes de su muerte y de la derrota en 1939 de la Segunda República española a manos de los asesinos encabezados por Franco: “Si la escuela cae / —digo, es un decir— / ¡salid, niños del mundo, id a buscarla!”. Y junto a los niños, nosotros.
Imagen de portada: ©Mr. Poper Nicolás Marín, Peleas 1, 2019. Cortesía del artista
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“Proverbios y cantares” es una colección de coplas, refranes, adagios y paremias versificadas, publicada por primera vez en 1912 como parte del libro Campos de Castilla [N. de los E.]. ↩
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No hay que olvidar que, aunque no en cantidad suficiente, también hay centros dedicados a la educación inicial. ↩
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El 20 de febrero de 2017, Alberta Alcántara Juan, Jacinta Francisco Marcial y Teresa González Cornelio recibieron una disculpa pública en español y en hñändú de parte del procurador general de la república por haberlas encarcelado durante más de diez años, acusadas de un delito que no cometieron. Estela Hernández, hija de Jacinta Francisco, respondió: “Hoy sabemos que no es necesario cometer un delito para ser desaparecido, perseguido o estar en la cárcel. Por los que seguimos en pie de lucha por la justicia, la libertad, la democracia y la soberanía de México, para nuestra patria, por la vida, para la humanidad, quedamos de ustedes, por siempre y para siempre, la familia Jacinta, hasta que la dignidad se haga costumbre” [N. de los E.]. ↩
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El poema original dice “… si la madre / España cae —digo, es un decir— / ¡salid, niños del mundo, id a buscarla!”. ↩